A pesar de que publicó una gran cantidad de reseñas de libros y que se distinguía por ser un conversador animado sobre viejos y nuevos autores, a Gabriel García Márquez no se le suele distinguir por su oficio de lector. Por otro lado, cuando se hace alusión a sus influencias literarias, mucho se habla de los relatos orales que escuchó en su infancia, pero poco de los primeros textos que lo marcaron. Ahora que nos propusimos hacer una biblioteca alrededor de este personaje quisimos hacer un recuento de sus primeras influencias literarias.
Existe una foto que retrata al pequeño Gabo con un año de edad sentado en el posabrazos de un gran diván. Si se mira rápido, el niño parece flotando o a punto de elevarse. El peso de un collar, que con seguridad le pusieron para la ocasión, cumple la función de mantenerlo anclado al mundo terrenal. Esa foto confirma lo que de él decían quienes lo conocieron en su infancia: era un niño de ojos inusualmente abiertos y dado a los parpadeos rápidos.

*Fotografía del año 1928, del archivo familiar de Margarita Márquez Caballero. Tomada de El País.
Por la misma época en la que fue hecho el retrato, Gabito quedó al cuidado de sus abuelos: una mujer capaz de ver premoniciones en cualquier gesto de la naturaleza y un hombre que murió esperando la pensión por su participación en cualquier guerra civil olvidada. El niño creció en Aracataca, en una casa que servía como lugar de encuentro de parientes vivos y muertos, y de errantes expulsados por las montañas y llamados por el mar. Vivir allí le garantizó al niño un flujo constante de historias, relatos que los adultos a veces contaban intentando truncar la comprensión del pequeño chismoso recurriendo a códigos secretos, pero que este siempre lograba descifrar por medio de la imaginación, la exageración y la invención de acontecimientos. El primer despliegue de sus habilidades literarias, diría después.
Sin embargo, no solo en su hogar se nutría el prospecto de escritor. En el pueblo había más de donde agarrar. Una de sus fuentes principales fue Juana de Freytes, una vecina que Gabito describiría en su autobiografía incompleta, Vivir para contarla*, como “una matrona rozagante que tenía el don bíblico de la narración”. De ella escuchó transformados en cuentos infantiles “La Odisea, Orlando furioso, Don Quijote, El conde de Montecristo y muchos episodios de La Biblia”. Claro, para esa época él no sabía que estaba ante el argumento de aquellas obras consideradas clásicos de la literatura universal.
Durante aquellos primeros años también se topó con el libro que “lo sabe todo” y “nunca se equivoca”. El libro que, según su abuelo, al igual que Atlas, tenía la responsabilidad de sostener al mundo en sus hombros colosales. Para entonces Gabito aún no sabía leer ni escribir, pero acercarse a aquella obra monumental fue como “asomarse al mundo por primera vez”. El abuelo afirmó, en una de sus sentencias magníficas, que ahí estaban todas las palabras. El libro en cuestión era la edición de un diccionario, “Dios sabrá de cual”. Fue tanta la impresión de Gabito con aquel librote que aceleró su proceso de aprendizaje de la lectura con el fin de poder leerlo como si fuera una novela, de cabo a rabo. Desde entonces, para nuestro autor, el diccionario se convirtió en el juguete predilecto y su apetito lector se despertó para siempre.
Al cabo de un tiempo, sintió enardecer dicho apetito ante la hermosa colección de cuentos de Calleja, ilustrados a todo color, propiedad de su prima. Tan solo pudo contemplarlos de lejos, pues la niña egoísta nunca le “dio acceso [a la colección] por temor de que se la desordenara”. Saturnino Calleja, editor de la mencionada colección, vivió entre 1853 y 1915, lo que quiere decir que, para cuando Gabito tuvo de frente los coloridos libros, estos ya se habían convertido en clásicos tempranos. De hecho, Calleja fue reconocido por poner a circular, en lengua española, las historias de aventuras de Salgari, con obras como Morgan, Sandokán, El Corsario Negro y la Capitana de Yucatan; Las aventuras de Pinocho, de Carlo Collodi; Blancanieves y muchos otros cuentos de los hermanos Grimm, entre otros. No sabemos cuáles de estos nombres lustrosos iluminaron el rostro del niño alucinado.

Por fortuna, Gabito pudo saciar su apetito con un libro que encontró en el arcón polvoriento del depósito de la casa. A pesar de estar descosido e incompleto, este libro no tuvo problemas en absorber al pequeño lector. Uno de los cuentos leídos allí se quedaría con él para siempre: la historia de un pescador que le ofreció a una vecina darle el primer pescado si esta accedía a prestarle el plomo para su atarraya. Cuando la mujer recibe su pago, se encuentra con la sorpresa de que el animal tiene en su interior un diamante del tamaño de una almendra. El cuento era uno más de los que fueron contados por Sherezade durante mil y una noches.
Gabito creció. Ser un adolescente lector le granjeó el apodo de “el viejo”. Prefería la soledad de la lectura, al juego juvenil. Paradójicamente, por ese tiempo, llegando a los 15 años, publicó sus primeros textos en una revista llamada “Juventud” y empezó a alimentar, aunque en secreto, la vocación de escritor, la cual tendría que mantener oculta hasta el día del regreso con su madre a la casa de su infancia con el fin de venderla. El viaje le dio las señales y las agallas para retar la autoridad paterna y anunciar que no continuaría con sus estudios universitarios de Derecho.
De todas maneras, ya tenía el respaldo de un grupo de amigos efectivos en alimentar el disparatado sueño de ser escritor en lugar de abogado. El grupo de Barranquilla, lo empezaron a llamar. Eran unos polemizadores tenaces que se reunían casi todos los días a hablar de cualquier cosa, principalmente de literatura. Sus autores predilectos eran los de la generación perdida: John Steinbeck, Hemingway, F. Scott-Fitzgerald, Cummings, John Dos Passos, William Faulkner y McLeish. Pero también desfilaban por sus discusiones autores como Daniel Defoe, Albert Camus y Virginia Woolf. E incluso fueron admiradores precoces de autores latinoamericanos como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Felisberto Hernández y Victoria Ocampo.
Así, el joven Gabo aterrizó con aplomo en el mundo de las letras. Como escritor dejó una obra enorme. Nada más su novela más celebre, Cien años de soledad, ha sido traducida a más de cuarenta idiomas. A la par, en su vida de lector, acumuló una biblioteca de recuerdos ajenos, anécdotas estilizadas, amistades en todo el globo, encuentros destellantes y libros de toda clase, no por nada Juan Gustavo Cobo Borda lo llamó “un lector omnívoro”.
Ofrecemos a nuestros lectores la biblioteca digital de Gabo, la primera de una serie que hemos denominado “Bibliotecas de autor”. En este proyecto, además de las obras de cada autor seleccionado, podrán encontrar algunas de las lecturas que los formaron como escritores.
*Todos los entrecomillados de este texto, a excepción del último, son citas tomadas de la autobiografía de Gabriel García Márquez publicada en el 2002 bajo el nombre Vivir para contarla.