Alguna vez fue un lugar donde llevaban a los alienados, a los que no se reconocía en el lenguaje domesticado de la cordura. "Locos", "Gentes sin alma", así solía reconocerse a las personas que sufrían alguna enfermedad mental. Entre ellos, Epifanio Mejía, poeta del campo, tórtola del valle, voz de los montes, fue uno de los primeros treinta y nueve habitantes del antiguo Manicomio departamental Francisco Mejía. En 1892 cruzó sus puertas, y por más de treinta años caminó sus corredores, dejando tras de sí un murmullo vegetal, un canto que nadie escuchaba, versos que brotaban como raíces buscando luz.
Hoy, ese mismo edificio respira distinto. Es la Biblioteca Pública de Aranjuez, y lleva, con justicia poética, el nombre del poeta que lo habitó. Pero no basta con una placa en la entrada. La memoria, si quiere estar viva, algo debe ayudar a sanar. Por eso, la biblioteca ha abierto una colección que no es solo estantería, sino umbral, refugio, campo abierto: una colección de salud mental con libros que no explican, sino que acompañan. Porque hay dolores que no se curan, pero se narran. Y hay bibliotecas que no prescriben, pero cuidan.

La colección nació de una pregunta: ¿cómo puede una biblioteca responder al sufrimiento cotidiano de su barrio, de su ciudad, de su tiempo? En Aranjuez, donde las cifras de ansiedad, depresión y suicidio no son estadísticas sino presencias que caminan al lado, la respuesta no podía ser el silencio. Se hizo entonces un mapeo. Se habló con profesionales. Se revisaron documentos. Se tejió, con cuidado, un acervo que pusiera nombre a lo innombrable.
Hoy, en esos anaqueles, hay libros como La generación ansiosa, que descifra los hilos invisibles que atan a los jóvenes a la fatiga digital. Está Hormonal, que devuelve a las mujeres el derecho a entender sus ritmos como potencia, no como diagnóstico. Está Por qué meditar, donde la respiración se convierte en lenguaje. Triada de la felicidad, que entrelaza emociones, salud y sentido. Mente sana, ciclo sano, que propone habitar el cuerpo como si fuera también una biblioteca.
Cada título fue elegido no por moda, sino por pertinencia. Porque aquí, en esta esquina de Medellín, los temas que importan no siempre son los que aparecen en los titulares: son el insomnio, el duelo no hablado, la rabia que no encuentra salida, la tristeza que no tiene nombre. Por eso, la colección no es solo médica ni literaria, sino ambas cosas y algo más: incluye psicología clínica, salud pública, medicina en la literatura, y también poesía, ensayo, relato, arte.
Junto a los libros, la biblioteca ha abierto espacios donde el cuidado se vuelve acción. Talleres donde se hace memoria con papel y tijeras —Cartografía del corazón—, donde se borda un libro de emociones con hilo y conversación —Co-ser para el cuidado—, donde el silencio es reconocido como lenguaje —La poética del silencio—. Incluso los niños tienen un espacio para escuchar la historia de Epifanio, no como una leyenda lejana, sino como una presencia viva que los interpela. La voz del poeta, que una vez fue acallada por el encierro, hoy regresa en la voz de los otros, los que leen, los que recuerdan, los que sienten.

La colección de salud mental de la Biblioteca Epifanio Mejía no es un archivo. Es un acto. Un modo de decir que otra forma de cuidado es posible. Que los libros también son casas. Que las bibliotecas pueden ser umbral y regreso, herida y herbolario, pregunta y consuelo. Y que, tal vez, la locura no sea otra cosa que el lenguaje no domesticado de la belleza. Por eso, en Aranjuez, donde alguna vez se clausuró el alma, ahora se la deja pasar con los pies descalzos y el corazón abierto. Como lo hacía Epifanio. Como lo hacen los libros que hoy lo nombran.