Uno sabe que está en Urabá porque siente que el paisaje se humedece, un viento selvático anuncia que has llegado a la tierra prometida. Así la nombran los katíos en su lengua y así fue para los negros que llegaron a colonizar la zona en los tiempos aciagos que le siguieron a la independencia. Es comprensible que muchos sitúen allí el paraíso pues su condición de puente entre océanos, confluencia de mar y ríos, vertiente de montañas y cruce de caminos continentales lo convierten en un lugar donde la vida surge de manera constante y espontánea. Urabá, golfo de agua dulce, denso en biodiversidad, espacio de encuentro entre culturas, tenía que ser un lugar privilegiado para la inspiración literaria.
En Urabá las carreteras son rectas, por lo que los carros tienden a ir a una velocidad inusual en Antioquia, una que parte el viento, mezcla los verdes del paisaje y confunde al calor estancado. A los caballos les gusta atravesarse temerariamente, pero los locales han aprendido a esquivarlos sin tener que disminuir la marcha. Llega un punto en el que a lado y lado solo se ven plataneras. Es inevitable pensar en todas las historias que suceden entre esos laberintos vegetales.
Marta Quiñonez, escritora nacida en Apartadó, relata en su cuento Aliana en el platanal que la pequeña protagonista “cada vez que podía escaparse, se iba a las inmensas plantaciones de bananos; cada uno de los cambures plantados significaba un amigo y una amiga para [ella] […] podía cantar a todo pulmón para sus amigos plantados que no se quedaban quietos, a pesar de estar apretados en bolsas azules y blancas y de estar amarrados con rudas y cortantes cuerdas amarillas”. Esas bolsas azules y blancas dotan de una cierta vitalidad animal a los racimos de plátanos, tanta que puedes llegar a sentirte observado por fieras en reposo.

Si sigues avanzando, tarde o temprano alguna de las carreteras desemboca en un municipio costero. Una vez bajes de tu transporte, es muy probable que tengas una experiencia similar a la de J. y Elena, los protagonistas de Primero estaba el mar, la ópera prima de Tomás González, en el momento que llegaron a su destino después de decidir trasladar sus vidas de la decadente ciudad animados por la promesa de la vida fértil en las playas urabeñas: “El mar no apareció magnífico y azul. Aquel era un puerto sobre una bahía que más parecía un canal, y aquel canal era sucio, medía tres kilómetros y desembocaba en el mar. A las cuatro de la tarde el bus entró a la plaza. No se veía el agua por ninguna parte, aunque se sentía el olor del salitre mezclado con el hedor de aguas negras”.
Además, luego de caminar un poco, la imagen de la playa despejada que promueven las postales turísticas se desdibuja rápidamente. En las playas se pueden ver infinidad de troncos de madera traídos por los ríos. Son el residuo de la tala que se produce selva adentro. Para la pareja de la historia anterior la visión inicial de la playa fue así: “La costa se curvaba en forma de tenaza de diez o quince kilómetros, bahía muy abierta al final de la cual se veían los techos del pueblo. Además de los techos, J. distinguió algunas lanchas varadas y varias pilas de madera en la playa, así como dos barcos medianos flotando en un mar liso, a cuadra y media de la orilla”.
Las embarcaciones merecen una mención especial, pues ellas son las encargadas, en compañía de los pájaros, de diversificar los colores en el cuadro que venimos recreando. De la siguiente forma lo describe el narrador de la misma historia: “Amarradas a muelles pequeños de madera, a la vez carcomidos e hidrópicos, verdes de lama en las franjas directamente tocadas por el agua, inflados por la humedad en las partes que cubría la marea alta, retostados y astillados por el sol en las plataformas, estaban las lanchas. Eran largas y estrechas, estaban pintadas con colores vivos —o que alguna vez lo fueron— y se veían agobiadas por motores grandes fuera de borda. En algunas, negros vestidos con sólo un bluyín recortado se ocupaban del intestino de sus motores, con expresión de infinita importancia en la cara, mientras sudaban copiosamente”.

Relatos tejidos y contados
En el parque principal o en el mercado del casco urbano en el que te encuentras es probable que corras con la suerte de encontrar un grupo de indígenas del pueblo gunadule exhibiendo y comercializando molas, su forma de escritura y arte textil, su mecanismo de protección contra las amenazas externas y medio para conectarse con los espíritus creadores del mundo. Las molas son hechas exclusivamente por las mujeres, ellas recurren a la superposición de telas de diferentes colores y a pequeños cortes que forman figuras geométricas para representar escenas míticas y de la vida cotidiana. Son, sin duda, una de las grandes expresiones literarias que se manifiestan en este territorio majestuoso.

No obstante, el pueblo gunadule no es el único que se asienta en la zona, la etnia Embera también tiene una presencia importante. Colindando con ciertos tramos de las diferentes autopistas podrás ver algunos resguardos de su comunidad, pero para llegar a otros hace falta internarse en el monte. Ambas etnias tienen una rica tradición oral. Urabá es escenario de sus relatos orales, de ahí que estos sean otra de las corrientes fundamentales de la tradición literaria de la subregión antioqueña. Una muestra es lo que cuentan los embera sobre el origen del agua.
La fuente del agua
Caragabí, [el dios que todo lo ve], creó todo lo que existe en el universo con excepción del agua. Como no sabía dónde obtenerla le pidió ayuda a su padre, Dachizeze, quien le entregó una suerte de varita que, al golpearla contra dos piedras, generaría el líquido. Caragabí les dijo a los embera que todos los días, en la mañana, les daría el agua.
Durante mucho tiempo esa fue la forma de conseguirla. Pero un día los embera vieron a un indígena cargar agua y pescados en abundancia. Se lo contaron a Caragabí, quien decidió seguir al indio para saber en qué lugar conseguía alimento y bebida. Lo siguió hasta el cerro Kugurú, donde había una laguna.
Por alguna razón que se desconoce, cuando los indígenas fueron al lugar en busca de agua, no encontraron nada, solo una selva y un árbol gigante que llegaba hasta el cielo: el Jenené. Por temor a su poder, Caragabí ordenó a los mejores guerreros que lo derribaran, pero mágicamente los cortes que hacían sus hachas se regeneraban cada noche.
El dios instaló una guardia nocturna y se dio cuenta de que un sapo era el que curaba al árbol con su saliva y, para castigarlo, lo aplastó y lo obligó a cuidar el agua para siempre; esa es la razón por la que estos anfibios viven en las orillas de los ríos y lagunas. Después de varios intentos, y sin la intervención del sapo, lograron derribar el árbol. De sus ramas surgieron los ríos, de las chamizas las quebradas, y del tronco, los mares.*
Gracias a este mito viene al caso mencionar que en todo Urabá el agua es abundante pero a la vez escasa. Para residir en la zona es preciso recuperar el hábito antiguo de bañarse con agua lluvia y aprender los trucos de potabilización necesarios para la supervivencia. Después de llevar un tiempo instalado en la región, J. escribió en su diario: “Hace quince días no llueve, nos ha tocado traer el agua en galones para regar los semilleros, la bomba se dañó otra vez. La falta de agua en la casa es de lo más duro que hay, sobre todo por Elena. Don Eduardo quedó de mirar la bomba, pero no ha venido todavía. Ojalá el viejo sea capaz de meterle mano, de otro modo nos tocará traer un técnico. Aunque parece simple su mecanismo, la tal bomba es todo un lío de arreglar. Gilberto casi se saca un ojo con ella. Es posible que el Altísimo, con mediación de don Eduardo, sea capaz”.
Urabá, el triunfo de la vida sobre la muerte
Una imagen es muy común en la región: cementerios vecinos del mar. La experiencia de J. el día que vio uno por primera vez es un buen ejemplo de lo que puede ocurrirte si te topas con semejante escenario: “No tenía apariencia siniestra. Muy próximo al mar, durante las mareas fuertes el agua lo inundaba y lo llenaba de espuma. La manera alegre como la vegetación trepaba sobre las cruces y lápidas y se metía entre las grietas del cemento, la visión de los cangrejos asomándose desde los túneles cavados entre las tumbas, la visión de lagartijas centelleantes, le dieron a J. la impresión del triunfo permanente de la vida sobre la muerte. Sin tomarlo como una premonición de lo que sería el destino de sus huesos, pensó que de todos los cementerios conocidos hasta entonces era éste, precisamente, el que menos horror le había causado”.
Y es que cementerios como el que vio J. son metáforas visuales de una realidad concreta: en el golfo la muerte puede llegar a ser muy alegre, en el golfo la muerte suena a buyerengue. “A mí me contaron en Urabá que la muerte no era un motivo para no cantar y que como supo hacerlo el tío Juan, pariente poeta de Gelman, siempre se puede soltar un pío pío en las más extrañas circunstancias”. Esta anécdota aparece a modo de nota aclaratoria al comienzo del libro El vuelo de los adioses, de Carolina Correa Ríos.
El libro se concentra en un acontecimiento: la velación de una mujer octogenaria, quien es la mejor cocinera de “un caserío a orillas del mar caribe, en el Urabá Antioqueño”. Ella pide ser velada siguiendo estrictas instrucciones para evitar que su alma se quede por ahí rondando, espantando, jalando patas. Se lleva a cabo, entonces, un ritual lleno de plantas, músicas y rezos que se extiende por varios días. El bullerengue es pieza fundamental del ritual, de modo que “con el batir de las últimas ramas [sobre el cuerpo de la muerta] retumba el llamador en manos del tamborero y un inesperado —¡déjala di! —¡que yo la voy a busca hay vaye pues! —¡déja di! estalla el vozarrón de la cantadora Darlina Medrano”. El bullerengue, por cierto, es otra de las principales expresiones literarias de la zona. Y es muy diciente que la muerte, que tanto se ha ensañado con este territorio, no haya logrado silenciar aquella potente música de raíces africanas.
En Libro del tedio, de José Ardila hay un cuento que se llama Tres jardines. El texto relata la historia de tres mujeres: bisabuela, abuela e hija. Las tres se encuentran unidas por el destino trágico de morir dedicadas al cuidado de sus jardines y al cultivo de sus respectivas locuras. Las tres tuvieron sus jardines en diferentes lugares, la primera en Betulia, la segunda en Urabá, la tercera en Medellín, pero una planta pasó heredada por todos ellos: “Un rosal enorme de extrañas flores purpuras”.
La locura de la segunda, dice el cuento, fue la de la muerte, por eso nos concentraremos en ella. La abuela Rita, como la llama el narrador, pidió ser enterrada en el misterioso rosal. Sin embargo, antes de morir, el destino la obligó a ver partir de este mundo a todos los varones que engendró. Tuvo once hijos: diez hombres y una mujer. Esta última fue la única que la sobrevivió. El primer hijo murió siendo soldado, el segundo murió en las filas guerrilleras, el tercero murió en circunstancias desconocidas, pero la progenitora supo que había perdido la vida antes de que le llegaran con la noticia, el cuarto murió de tres puñaladas que le propinaron por robarle una bicicleta, al quinto lo descalabró un coco mientras dormía bajo una palmera, al sexto lo mordió una serpiente mapaná mientras limpiaba el rastrojo de una finca bananera, al séptimo lo mató un rayo, el octavo se partió el cuello al resbalar por unas escaleras, al noveno se lo comió un cáncer, el décimo, que era pescador, se ahogó en el mar de Turbo durante una de las tormentas de noviembre. De la muerte de este último se enteró la hija sobreviviente, que ya vivía lejos y había perdido contacto con su familia, porque fue un evento televisado.
“La abuela, serena, por supuesto, dijo ante las cámaras que, como Dios había terminado de llevársele los hijos y como ella no había venido a esta tierra sino a ser madre, ahora podía irse tranquila al Reino del Señor”. El cuento de Ardila retrata a una matrona que con la misma fuerza intensa con la que dio a luz supo entregarse a la tierra como abono con el fin de que el ciclo de la vida siguiera su curso.
En Urabá se puede percibir a cada instante la novedad de la vida surgiendo, descuidarse un parpadeo es suficiente para que nazca algo nuevo. Pero la muerte, la que se produce de forma natural, así como la que es provocada por la guerra entre seres humanos y de estos contra la naturaleza, ejerce las veces de antagonista de tan prodigioso milagro vital. La literatura, como se pudo apreciar luego de este pequeño recorrido, se ha ocupado de representar esta tensión de vida y muerte.
*Relato tomado de Revista Semana.