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Diana Villa, una poeta por error

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Diana Villa, una poeta por error

Sentada en una incómoda silla de madera, semejante a los asientos de las iglesias, Diana Villa presenciaba su primera clase en la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla. La clase pertenecía al curso de Análisis del discurso y pragmática del español y transcurría entre el acento incomprensible de la profesora, que la hacía dudar si se trataba del español, y la necesidad de mantenerse oculta ante la mirada curiosa de sus compañeros, mucho más jóvenes que ella. Ahí, observándolo todo desde la parte de atrás de la pequeña aula, sentía que estaba en el lugar equivocado.

A Diana la habían inscrito por error en esa Facultad. Ella estudiaba Psicología en la Universidad de Antioquia, pregrado que decidió estudiar después de haber ejercido la Administración de empresas, y sin preguntarle, la registraron en Filología ya que con su programa no había convenio para realizar un intercambio académico. La idea era llegar a España, buscar una carrera más afín a la que estudiaba y solicitar el cambio. Sin embargo, cargada de las expectativas de su niña interior que soñaba con rodearse de escritores y libros, decidió seguir en Filología. A esa primera clase, asistió otras dos veces y nunca más volvió.

Diana Villa es una poeta colombiana, radicada hace más de cinco años en Lavapiés, un barrio multicultural de Madrid, España, que ha publicado cuatro libros: Reguero de calcita (2017), Danzar en el abismo (2018), La ilusión de los ahogados (2019) y Palabras primitivas (2020), tres de ellos autopublicados a través de Amazon. Nació en el barrio Castilla de Medellín y es la hermana menor de una familia de dos hijas. De su infancia, recuerda los garabatos que hacía en los cuadernos apilados en el sótano de la tienda familiar, las tarjetas que le escribía su madre con una letra bella y cuidadosa y las tardes de lectura con ella en las que le narraba historias muy tristes. Con solo tres años, aprendió a leer: “Yo me imagino que fue quizás ese placer de descifrar lo que había en los gráficos de mi mamá, lo que había en los libros”, cuenta Diana.

De ahí en adelante los libros fueron la excusa perfecta para vivir su timidez, para encontrar un refugio que le evitara el contacto con otros niños y niñas. Leía sola, con un diccionario para buscar las palabras que le llamaban la atención y con una libreta para apuntar las que no quería olvidar. En la Institución Educativa Jesús María El Rosal, conoció las lecturas clásicas que, aunque impuestas, le permitieron expandir su panorama. Si había que leer solo un capítulo para alguna clase, ella se leía el libro completo. Ese interés íntimo de encontrarse en la literatura, la llevó también, ya en la Universidad, a descubrir la poesía.

Alejandra Pizarnik fue una de sus más grandes revelaciones: “Pizarnik fue una de las primeras poetas que rompió mi estructura mental. Cuando leo sus diarios, tan llenos de sufrimiento, tan cargados de una vida que en vez de ser vivida es como padecida, entiendo que del dolor, de las experiencias de pérdida, de la ruptura, se puede escribir, pienso que por ahí hay un campo donde a lo mejor me puedo expresar”, confiesa Diana.

Su obra está atravesada por el tema de la muerte, un personaje que ha visto de cerca desde muy pequeña, y por lo que hay después de ella: miedo, tristeza, soledad, desosiego, sensación de pérdida, fragilidad. Varias tragedias en su familia paterna, la crianza en un barrio donde los jóvenes morían a diario y el suicidio de su padre cuando tenía veinte años, le trazaron el camino hacia una escritura íntima, melancólica, profunda. “Escribir es parte esencial de mi vida. Yo hoy en día salgo con una riñonera, siete lápices y hojas dobladas, ando preparada por si se me pierde alguno (risas). Si me dan ganas, las abro, hago un dibujito o escribo alguna palabra; hay un placer en ese gesto de escribir”, anota.

Su formación no ha sido en literatura. Como escritora, su escuela ha sido la lectura constante y la conversación con las personas que admira: María Orfaley Ortíz, su asesora del trabajo de grado en Psicología y su profesora en un taller de escritura creativa, y Carlos Alberto Palacio, un poeta y cantautor colombiano quien le habló por primera vez de lo qué era un soneto. Con la timidez que la caracteriza, le costó mostrarle al público, incluso a su familia, sus escritos. Tenía miedo de las preguntas, de los reclamos, de los juicios. Sin embargo, poco a poco, las personas más cercanas depositaron en ella un voto de confianza y la animaron a publicar.

“Hay una realidad y es que uno no se inventa nada, las palabras están ahí, tú las vas conociendo y eso pasa por tu fuero interno y tú lo devuelves traducido de otra manera de acuerdo con tu sentir y tu experiencia. Yo creo que soy escritora porque he sido muy lectora, y he sido lectora porque soy muy tímida y porque me causaba mucha ansiedad el contacto”, Diana Villa.

Hubo otra asignatura, del pregrado de Filología, a la que sí asistió todo el semestre. Se trataba de Literatura hispanoamericana desde la colonia hasta el modernismo en la que leyó a Garcilaso de la Vega, Sor Juana Inés de la Cruz y muchos escritores contemporáneos. El aula era como un auditorio, con las sillas dispuestas de manera circular y ascendente. A su derecha, un poco más abajo, compartió miradas con un señor, Vito Domínguez Calvo, que no era tan joven como sus demás compañeros; se acercó a él, comentaron algunos apuntes del discurso magistral de Pablo, el docente, y resultó ser su amigo entrañable durante esos cuatro meses.

Con este amigo, también poeta, empezó a ir después de clases a una cervecería que estaba al frente de la Universidad de Sevilla. Ahí, escuchando a los profesores y a los escritores que se reunían a conversar sobre literatura de una manera tranquila y amistosa, sentía que esa silla ya no era tan incómoda, que le iba cogiendo gusto, que la hacía cada vez más suya. En esos encuentros nocturnos, aprendió más que en las clases y descubrió amistades que hasta hoy son una inspiración.