Arenas, geólogo de oficio, camina por las montañas como recorriendo un cuerpo con sus manos. Aprende a leer en las piedras el pasado remoto del planeta: allí donde otros ven una superficie, él escucha el rumor de millones de años contenidos. Ha sido enviado por una cementera para buscar piedra caliza, pero en el fondo lo que está excavando es otra cosa: el espesor del tiempo, la posibilidad del deseo, una música sorda que viene de lo más hondo, que lo llama.
De esto trata la novela Un mar, de Ignacio Piedrahíta Arroyave. Es una historia que no tiene afán: cava con lentitud en el silencio de un hombre que vive al lado del mar pero no lo toca, rodeado de otros hombres que se van comiendo la montaña, soñando con un amor prohibido que apenas se insinúa.
Una música similar —seca, líquida, oscura— suena en Mira lo que trajo el mar, de Marcela Velásquez Guiral. Una colección de relatos que ocurren en un caserío costeño, Miratt, que se levanta entre sal y monte como un acorde menor. Miguel duerme en una canoa, Marthita camina entre loros piratas y ancianas con secretos que no se atreven a contar. Aquí, cada escena es una nota discreta que al sumarse revela una melodía dulce, salada y punzante, son, al decir de la autora, como comer mango con sal.
Yaci, la hija de la luna, también escucha algo. Una música que la llama desde la tierra y no la deja dormir. Baja entonces en forma de niña curiosa y recorre la selva preguntando a insectos, jaguares y humanos si acaso ellos son los que producen aquella melodía. Mariana Ruiz Johnson convierte este mito guaraní en una historieta luminosa, en la que cada página suena como un instrumento nuevo y donde, al final, descubrimos el origen de un alimento que fue regalo celeste por la hospitalidad.
El sonido cambia en Turbo. Un año de juicio, donde Rubén Vélez nos cuenta dos historias: la de un joven juez en los años setenta, y la de los carmelitas descalzos que, décadas antes, intentaron evangelizar la selva. Entre la humedad de los expedientes y la letalidad de los mosquitos, resuena otra música: la de los silencios impuestos, la de las preguntas sin sentencia, la de la historia que no se dice, pero se deja ver.
Esa misma música es la que guía los pasos en Tierra nueva, de Mario Escobar Velásquez. En esta novela, un grupo de hombres se turna una hamaca para llevar a Merlinda, una mujer en trabajo de parto, por entre el barro y la selva. Marchan al ritmo del “uh, uh”, un tambor de garganta que convoca la solidaridad y la urgencia. El bebé nace antes de llegar al hospital, y su primer llanto es otro acorde más en esa sinfonía de barro, calor y coraje.
Y en Donde cantan los grillos, las mujeres del colectivo Las musas cantan alzan la voz desde la ruralidad de Urabá. Poetas, campesinas, madres: ellas escriben con los pies embarrados y las manos sembradas. Cada poema es un eco de la selva que no ha querido olvidar. Cada verso, una forma de reconciliarse con el mar que todavía las sueña.
La música de aquellos lugares donde conviven la selva y el mar, así como en Urabá, no cabe en una canción. Pero estos seis libros la afinan, la evocan, nos ayudan a escucharla mejor.