Ya no sé si fue por una entrevista en Youtube, por un amigo que también es fan tuyo o por un fragmento que leí en alguna librería, que me enteré de vos. En qué año fue, mucho menos. Soy malo con las fechas (y qué vergüenza con vos que sí te las sabías y que incluso las cruzabas y hacías con ellas una especie de magia cercana a la numerología). Creo que lo primero fue una charla en la que citaste un verso de Huidobro que te gustaba mucho y que luego yo, que soy una persona fácilmente influenciable, me aprendí de memoria. Me acuerdo de ir en el metro tarareando el bendito poema, con la gente mirándome con cara de «este tipo está muy mal».
También me acuerdo de estar compartiendo el poema, en tono solemne, con un par de amigos dizque para darles la impresión de que era un buen lector de poesía (qué risa, yo que apenas he leído dos o tres poetas). Estoy seguro de que por esos días no hubo persona que soportara mi insufrible insistencia con ese versito de Huidobro. Pero es que el verso era muy bueno, qué le vamos a hacer. Decía algo como: «Los cuatro puntos cardinales son tres: el norte y el sur». ¡Una genialidad! Y vos, que siempre ejerciste el oficio de intuir y te llevabas bien con la genialidad, ya lo sabías. Es más: usabas ese verso tan lindo como la mejor manera de contestar a la pregunta tan gastada y necesaria de qué es la poesía.
El verso de Huidobro me abrió las puertas a tus libros. Y es lindo haber entrado en contacto con vos, con tus libros, a través de un poeta. Luego me di cuenta de que los títulos de tus textos eran casi unos haikus: El aroma del ciruelo, La temporada de los suicidios blancos, El mar, modos de uso, El arte de disimular la agonía, Nadar de noche. Es extraño: hace poco me di cuenta de que todo lo que he leído de vos lo leí de noche. Nunca te he leído en la mañana o en la tarde. Y yo no sé qué clase de presagio o de interpretación pseudo- filosófica o qué especie de sincretismo jungiano se pueda sacar de esto, de que te haya leído de noche, yo creo que tal vez ninguno, tal vez nada.
Lo que sí es que leerte es como como nadar de noche (y perdón por robar vulgarmente el título de uno de tus cuentos para esta comparación). Es decir, es el placer de respirar en la superficie y sumergirse en la profundidad, es sentir la piel de los personajes y sus movimientos, es el placer de disfrutar de una narrativa acuática y refrescante, con la luna encima. Pero, Juan, tengo que hacerte una vergonzosa confesión: Lo que más me gusta de tus obras son tus crónicas. Así es. Me volví fan oficial de vos cuando leí Los Viernes. Las leí como si fueran cuentos (que lo son), como si fueran poemas (que lo son), como si a esos textos los uniera la pregunta común que por lo general une a una novela (y que, si seguimos la tradición de Cervantes, a su modo estas crónicas también lo son).
Esos textos que vos decías que escribías sin pretensiones son, en realidad, pequeñas obras maestras. Me acuerdo de la portada del tomo I, en la edición de Emecé. Aparecen cinco niños jugando con máscaras antigás. Hay tres niñas, dos niños. Dos de ellos se miran de frente, se balancean. Dos de las niñas miran el horizonte. Y un niño parece mirar a la cámara. Esa imagen de la portada podría resumir la singularidad de tus textos, esas conexiones inesperadas, esos giros que aplastan el cliché. Tus textos unían vidas y circunstancias de manera brillante. Una vida se unía a otra o a una época o a una circunstancia con lo que luego se perfilaba una sombra que iba aclarando de a poco, y después dejaba ver algún detalle que para todos pasaba desapercibido, pero que para vos no. Ahí estaba tu genialidad. Por eso las vidas narradas emergían luminosas, renovadas, con una originalidad estupenda.
Por eso me conmovieron las crónicas, esas contratapas que se publicaban cada viernes. A pesar de que hace mucho que las leí, todavía me acuerdo de aquella de los Suicidios Blancos que inauguró Akutagawa, con esa parejita de estudiantes que se tiró en el volcán de Oshima; esa otra de la frigidez de Marie Bonaparte y su búsqueda de la volupté; o la de Oliver Sacks, el gran neurólogo, y su amor por los helechos en el Jardín Botánico de Brooklyn; también, la de tu viaje con Bioy Casares en un Volvo y de cómo te dejó morir de hambre en el trayecto de regreso. Me pregunto quién va a narrar tu vida ahora que ya no estás. Yo de verdad espero que revivás y capturés el latido que dejaste haciendo eco, un eco que se expande, un eco que es tu voz filosa y precisa. Una voz que ahora es un mantra en mi cabeza, que nunca muere, como el verso de Huidobro.

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