Quizá la mayor virtud de Juan Forn fue su capacidad de lectura. La entendió como un acto absoluto, de entrega con el cuerpo y con la memoria. Leerlo todo, las tradiciones, los cánones, la poesía, la prosa, los bordes que se escapan, aparentemente, de la literatura. Leer libros en donde no lo hay, leer el cine, la ciencia, el ajedrez, la dictadura, la geografía como si allí, en cada uno de esos hechos, hubiera una escritura secreta que hilara a los autores, las historias, las memorias y lo aparentemente inocuo. Forn miró los libros como máquinas que se habitan, igual que pensaba Le Corbusier de una casa. Hurgó en los surcos de quienes tuvieron vidas excepcionales y armó con esa viruta, que estaba en los subtextos, un relato perfectamente policiaco, cada texto que escribió funciona como un mecanismo que abre compuertas, con sus secretos y sus pistas, que conecta silencios y en el que, al final, se descubre siempre alguna joya que uno se guarda y cada tanto revisa entre sus manos a ver si todavía sigue allí.
En la vegetación vívida de su sintaxis está una de las claves para sumergirse en el aparataje de su prosa. Forn no nos cuenta una historia, lo que hace es construir una voz que nos relata esa historia, nos envuelve, nos engaña; por lo tanto, lo fundamental no son los hechos, las fechas ni los personajes sino su elaboración artificial: la mecánica de una voz que puede contar lo que quiera, porque en el armatoste, en el andamiaje está la labor de filigrana para dejar que las palabras brillen en la frase y en el párrafo. Cada texto es una lección de escritura, de elegancia popular, de humor negro.
Leerlo es descubrir, también, lo mucho que uno no ha leído. Es, quizá, tele transportarse a la adolescencia en la que uno siente de debería cumplir con un régimen para alcanzar alguna meta lectora autoimpuesta. Leer toda la biblioteca de un pueblo. Leerlo es saber que hay un tramo largo por recorrer, de libros, de películas, de historias que Forn presenta de manera refinada como si fuera un antipromotor de lectura. Presenta las historias, de manera indistinta, como archivos peligrosos que destruyen vidas, relaciones, carreras, que quizá están más cerca del delito, del alcohol, de las márgenes de la noche y de lo sórdido que de las bellas artes de señoritos blancos, en sus luminosos salones de te.
De igual manera que en su ahínco lector, el argentino nos recuerda que no hay una forma correcta de interpretar el devenir de los libros ni un orden ni una disposición ni unas plumas sagradas, más bien pienso que su manera de escribir es la de la pulsión de vida, una que nos enseña a leer como quien huye, con desespero, de un incendio pero que en la carrera se encuentra otro y se deja seducir por esas llamas fulgurosas: un bello abismo de fuego dulce.
Conocí a Juan Forn hace unos años en su visita a Medellín. Intenté disimular mal mi admiración, pero él le restó importancia, fue amable, de fácil conversación. Comimos una hamburguesa vegetariana, y fumamos una mariguana deslucida alrededor del Jardín Botánico. Hablamos dos tardes que se incrustaron en mi memoria y en mi manera de escribir. Estos días, después de enterarme de su muerte, he releído las columnas de Los viernes. Descubro que cada texto sigue intacto y que brilla con su propia luz, que cada historia es tan poderosa como una gran novela y siempre queda el regusto magnético de enfrentarse a algo que chispea, se revuelca y no se deja atrapar del todo. En medio de nuestro encuentro me dijo que lo único que le interesaba en un libro, sin importar su género, o su tiempo en el que fue publicado era la voz: la voz que narra. Me dijo que lo importante era dejarse atrapar por esa voz, nada más. Me quedé con esa lección hasta el punto que de allí saqué el título de un libro que terminé hace unos meses.
Hay un cuento de su autoría que se llama Nadar de noche. Me gustaría reproducir para mí la escena que allí se describe. Imaginemos la charla entre dos personajes. Una larga conversación con un fantasma en medio de los chisporroteos opacos de las pequeñas olas de una piscina, la oscuridad de las casas en el sur. El silencio espectral. Luego unas cuantas palabras. Luego alguien que mira como algo se aleja, se pierde. Luego unas lágrimas adentro del agua para que nadie lo note. Luego el silencio. Pueden poner nieve en la escena, si quieren, para que así se noten más las huellas de sus pisadas alejándose para siempre de nosotros.

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