No recuerdo qué fue lo primero que leí de Juan Forn, lo que leí se me borró. Solo recuerdo su fotografía: la imagen de un hombre de ojos claros con un cigarro entre las manos, acompañado su firma en una columna de la Revista El Malpensante. Fue ahí donde lo leí, pero no recuerdo qué, eso pasó en una de esas entradas accidentales que hacía mientras pasaba las páginas de la revistas, sin saber qué leer. La imagen se me borró, solo sé que ahí, en esas columnas leí por primera vez nombres que luego buscaba pero no encontraba.
Luego, en otra parte, cuando sus columnas dejaron de aparecer en la revista, encontré otras cargadas en un portal digital, en esas entradas leí el nombre de gigante ruso Dovlatov conjugado y alicorado con Vonnegut, leí sobre Stoner de John Williams, y leí sobre James Baldwin. Cada una de las menciones, escritas con la cercanía de quien escribe sumergido en lo que cuenta, para un tipo que intenta leer algo eran una iluminación, una manera de orientarse entre algo que no sabe cómo hacer, por eso leerlo, aunque fuera ocasional, era una forma de la comunión, y creo de eso se trataba todo, como lo dijo Forn en alguna conversación “lo que más me gusta de la literatura es la comunión”.
La referencia a Baldwin me dejó tocado, tanto, que ni siquiera recordaba que también hablaba de Norman Mailer. La figura del otro no importaba, estaba fascinado con Baldwin, quería saber más de ese escritor, único, distinto, bello, amoroso y afilado. Luego de leer “Un martillazo para el amigo” como se llama la columna, busqué libros de Baldwin, pero no encontré nada. Y como no podía leerlo, volvía a la columna para leer otra vez las citas y quedarme con lo poco. Así lo pasé durante un tiempo, cada vez que recordaba a Baldwin iba y buscaba su columna y leía sobre el escritor, remarcando siempre sus famosas frases adheridas a la prosa de Forn «(Langston Hughes dijo una vez que Baldwin usaba las frases como el mar usa las olas): “Me he pasado la vida mirando al hombre blanco norteamericano igual que tú, Norman, tú para competir y yo para sobrevivir, pero los dos queremos lo mismo: joderlo bien jodido”.», “El sufrimiento tiene el número de teléfono de todos”. Hasta entonces no sabía que Forn escribía sus columnas los viernes en la contratapa de Página 12, y que era el escritor que le cambió la vida a Mariana Enríquez, otra escritora, como Forn, que me iluminó con las columnas que también escribía para Página 12. Cada uno, en tiempos distintos, me dejaron referencias que extendieron en esa forma de comunión compartida; Forn con Baldwin, Enríquez con Matensson.
Me quedo con una última frase suya, dicha en uno de sus talleres de literatura, una frase que no es una referencia más, pero sí otra iluminación: “hay que dedicarse y no dispersarse”. No sé si no pueda dispersarme, aunque he intentado dedicarme, lo que no pierdo es la comunión.

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