Un niño despierta y descubre que toda su casa está repleta por pilas y pilas de libros. Mide sus pasos entre tantas historias, teme caer en una de ellas, que un pequeño movimiento desmorone todas esas torres de ficciones. Entre tantas palabras, descubre libros con ilustraciones que lo cautivan, libros que comienzan a abrazarlo, a sentirse propios.
El escritor José Zuleta Ortiz, nacido en Bogotá, pero con residencia en Cali, recuerda que su primera biblioteca fue la paterna. Una que en un momento ocupó toda la casa, cuando la librería que tenía su papá, el también escritor y filósofo Estanislao Zuleta, quebró y muchos de esos libros llegaron ahí: “Yo nací en una casa donde había una gran biblioteca. Tal vez el primer bibliotecario mío fue mi padre”, confiesa el escritor caleño que fue Bibliotecario por un Día en el Parque Cultural y Ambiental Otraparte.
A los dieciséis años, José Zuleta dejó su casa, su biblioteca y la sombra pesada de su padre. Sin dinero para libros, comenzó a recorrer las bibliotecas públicas de Cali, donde descubrió un lugar para habitar mientras todo lo demás se deshacía. La primera fue la del Centenario, una antigua casona con corredores amplios por donde se colaba el rumor del viento y del río. Allí encontró no solo palabras prestadas, sino también un lugar para mirar el mundo. Aquella biblioteca, que lo recibió cuando todo parecía ausente, sería años después, su lugar de trabajo.
Pero quien verdaderamente lo formó como lector fue Aníbal Arias, un bibliotecario discreto de la Universidad Santiago de Cali. Un hombre que, aunque callado, hablaba de libros como si él mismo hubiera vivido esas historias. Alguien que sabía sugerir sin imponer, que entendía el deseo del lector antes de que tomara forma. Para Zuleta, leer ya era un destino, pero fue Arias quien le enseñó a perderse con método, a encontrar en las bibliotecas un mapa para extraviarse en ese laberinto de historias.

Después de las bibliotecas, también trabajó por muchos años en otros centros de historias, las cárceles. En estas coordinó por quince años un programa llamado “Libertad Bajo Palabra”, un título robado a Octavio Paz, en el que se realizaron talleres de escritura en 21 cárceles de Colombia, del que surgió Fugas de tinta, una colección de quince libros que recopilan las historias creadas durante esos talleres.
De estas experiencias quedaron marcados varios temas presentes en su literatura: la ley y sus dobleces, los límites entre lo legal e ilegal y la escritura como salvación. Temáticas centrales en uno de sus últimos libros: Una versión de los hechos, una novela en la que tres personajes se encuentran en una cárcel de mujeres para cuestionarse sobre las nuevas formas del amor, la libertad y la belleza. También está en Ladrón de olvidos y otros relatos, una antología de cuentos en la que la memoria y el arte de narrar se entretejen con precisión y ternura. Sin embargo, las experiencias familiares también están plagadas en su literatura. Su libro Lo que no fue dicho es un testimonio de vida para su madre, en el que le cuenta todo lo que vivió durante los años en los que ella no estuvo presente. Y por último, Sonrisa trocada, un cuento en el que su abuelo es el protagonista, y narra la experiencia antes de su muerte en el choque de aviones de 1935 en Medellín, en el que también murió el cantante de tango Carlos Gardel.
Durante su experiencia como Bibliotecario por un Día, en el marco del Vive Bibliotecas Sur, que tuvo por temática: “Ser hogares”, reflexionó sobre las bibliotecas como casas para su comunidad. Como seres orgánicos en las que el libro es solo una excusa para el encuentro, un lugar donde suceden muchas cosas, donde se forma la curiosidad. Por eso, las bibliotecas no pueden ser islas, deben tomar la forma de un golfo que resguarde ese mar de historias y de personas.