Caminaba con la selva encima, respirando aire aún salado por el vaivén del Pacífico y encontrándose una que otra gota colgante en las hojas anchas del bosque tropical, cuando Juan Álvarez, escritor e investigador, le hizo a la inmensamente poderosa y vulnerable naturaleza una reverencia. Ya no solo se entendería a él mismo como un sujeto en el tiempo de la historia, sino como parte de ese territorio compartido al que nombramos Tierra y esa existencia conectada a la que llamamos vida.
No hubo ni habrá marcha atrás. La habilidad de escuchar al agua profunda, a las ballenas yubartas danzar en ella y a las historias del mangle, las ensenadas y serranías le fue transmitida en sus viajes por las comunidades negras que protegen y dependen de su tierra. Entre cantos, viches, bombos y guasás, Juan Álvarez aprendió sobre lo que no tiene nombre, apellido, ruta o especie, pero sí olor, ritmo, humedad, relatos y urgencia: aquel grito de ecología, biodiversidad y amenaza que brota de la montaña, los ríos y el mar para hacerse oír. Ahora le es imposible dejarlo de escuchar.
Volvió a la capital y a su colección de libros de Historia le sumó investigaciones científicas y evidencias de las maneras en que el ser humano está afianzando una carencia de lo fundamental. Con su más reciente novela, Aún el agua, buscó otorgarle a la ficción aquello que cultivó en el litoral Pacífico, esa capacidad de prestar sus oídos para percibir la vida en todas sus formas y, así, defenderla. Según él, existe un poder de reformulación y escucha que solo habita en la voz del arte y la literatura.
Para Juan el bosque es también un lugar de enunciación, pero ¿qué pasa cuando estamos en un país que deforesta más de 100.000 hectáreas cada año? Desde Comfama conversamos con el autor sobre el poder de tomar la palabra para silenciar el sonido de las retroexcavadoras y motosierras.
¿En qué momento la preocupación por el medio ambiente hizo nido en tu obra desde la investigación y la ficción?
Regresé a Colombia en 2014 tras realizar mis estudios en culturas latinoamericanas y comencé a trabajar en el Instituto Caro y Cuervo cuando Fondo Acción, una ONG que busca el desarrollo sostenible del territorio y la protección de la niñez, nos invitó a pensar juntos un proyecto pedagógico, creativo y literario para enriquecer el acervo del relato sobre bosque y territorio. En el marco de esta iniciativa viajé durante cuatro meses al litoral Pacífico a buscar narradores nativos y acompañarlos a crear una obra de arte colectiva desde la escritura creativa. Esa experiencia me sacó del problema histórico en el que había estado sumergido durante años y me presentó la preocupación geográfica.
¿Qué pasó en esos viajes?
Los 23 líderes sociales, profesores y estudiantes que conformaron el Diplomado Pacífico, el escritor Juan Cárdenas y yo estuvimos en los territorios selváticos de Nariño, Cauca, Valle del Cauca y Chocó. El resultado de aquellas travesías fue un maletín-objeto que recoge todos los relatos en forma de cuadernillos de cordel, propios de la literatura popular pacífica. Aunque este proceso finalizó en 2017, fue tan profundo que mis proyectos de investigación y creación posteriores siguieron ligados al tema ecológico. Una vez entrado a estos activismos es difícil salir algún día, así fue como apareció una novela ambientalista, Aún el agua, en 2019.
¿Cuáles fueron las grandes lecciones que recogiste durante aquellos encuentros entre comunidad, naturaleza, palabra y literatura?
Cualquier contacto con la naturaleza deja sin palabras. Sin embargo, lo que más me impactó fue ver cómo en cada uno de esos lugares hay comunidades organizadas y autosuficientes desde hace muchas décadas, antes de la Constitución del 91, que funcionan perfectamente protegiendo sus selvas y que tienen estructuras sociales, comunitarias, económicas y culturales posibles de convivencia con la naturaleza y su cuidado.
Uno de algún modo presume que allá todo está por hacerse, pero no hay nada que empezar, somos nosotros los que imponemos nuestras nociones de bienestar con nuestras formas de medir la existencia y condicionarla, de ahí los chantajes ante la ausencia de hospitales o infraestructura a cambio de un puerto o una licencia de explotación. Lo que pasa con el puerto de Tribugá hoy es una locura. Nuestro cerebro es maravilloso y deslumbrante, pero también depredador. Nos cuesta trabajo entender que no somos los protagonistas del planeta y esa reformulación la tiene que adelantar alguien o algo tan universal como la literatura.
¿En qué medida estas narraciones, pueblos y escenarios naturales están presentes en tu novela?
Hay tres preguntas que en algún grado están cruzadas por esta experiencia vital del Pacífico. Una tiene que ver con la divulgación científica y la imposibilidad de un ciudadano de acceder a ese conocimiento. Otra, con nuestra relación con el planeta y las lógicas de catástrofe que el mundo pop anglosajón nos ha entregado en películas y libros. El propio capitalismo mueve más dinero en desarrollar formas de salir de este planeta que en modelos sostenibles, y muestra de eso es que estábamos haciendo cohetes para ir Marte, pero no contábamos suficientes ventiladores para tener camas de cuidados intensivos para todos. El tercer asunto que ocurre en Aún en agua es una especulación sobre la rápida organización comunitaria que puede necesitarse cuando los recursos naturales no se distribuyen de la misma forma.
Cuentas que “Aún el agua” fue alimentada por la experiencia, ¿también tuviste referentes literarios?
Mucho más de saberes y divulgación científica que de literatura. No me interesó leer el canon de ciencia ficción porque está tremendamente poblado por la lógica de ser nosotros los salvadores del mundo, cuando somos, de hecho, el principal agente erosionador.
Apareció en mis búsquedas Mary Robinson, quien fue presidenta de Irlanda y alta funcionaria de la ONU, y afirma que el siguiente paso de comprensión sobre qué significan los Derechos Humanos es el problema de la justicia ambiental, que nos obliga a entender que no hay forma de seguirlos defendiendo y protegiendo si no es en estricto orden y relación con ecosistema, con los animales, las aguas, los bosques. Esta mujer también habla sobre la imposibilidad de separar la lucha feminista y la lucha ecologista.
Los personajes principales de la novela son femeninos, ¿esta fue la razón de esa elección?
No hay manera de pensar la crisis ecológica sin entender que también se trata de una crisis del patriarcado. De hecho, los principales afectados de la crisis ecológica son las mujeres y los niños. Yo no quería que en la novela hubiera “palabrotas”, como capitalismo o democracia. ¿Cómo hablar de los mismos problemas sin estos comodines? A un indígena no le puedes preguntar qué significa el bosque para él, él es el bosque mismo. Los nombres no importan, pero sí imaginar otro tipo de relación y de contacto.
Entonces dices que ahí radica el poder de la literatura, en la imaginación…
Más que literatura, yo prefiero hablar de relatos, que son más universales, democráticos, tejidos en el tiempo. La palabra produce poder individual y, por lo tanto, como un acumulado de individuos que somos, genera riqueza comunitaria. Esto no es una cosa para romantizar, porque puede ser un arma de batalla con la que se destruyen estos territorios, pero por eso mismo tiene que ser también un escudo para que estos territorios se defiendan.
En este sentido, ¿cuál debe ser la mirada del arte y los relatos ante la crisis ambiental?
Podría darte distintas respuestas cada día que me despierto. Lo que está ocurriendo es la urgencia de transformar nuestros esquemas de desarrollo. Hemos construido un universo sapiens insostenible frente a los ecosistemas y lo que nos entregan: el oxígeno, el azufre, el calcio, el agua. Ante esa necesidad de replantearnos hay que, sobre todo, transformar las metáforas culturales, porque con las que vivimos se nos hace imposible imaginar nuevos modelos de vivir, de crear.
No hay un saber humano más ancestral, más sofisticado, más capaz de generar nuevas metáforas y estructuras de conocimiento que el arte y la literatura. Ambos son la especie de tecnología civil del futuro y las fábricas de otros mundos posibles que nos invitan a ser sujetos adelantados responsables de ir imaginando nuevos paradigmas socioecológicos, nuevas comprensiones de lo que somos.
Y, finalmente, ¿cuáles son los retos para hacer esto en Colombia, que es mosaico de abundancia pero también de injusticias ambientales?
Aquí la violencia y el conflicto armado había opacado agendas distintas a la guerra, y el Acuerdo de Paz condujo a un escenario de limpieza de los ojos para ver otras dificultades y problemas que tenemos. Hubo un impulso de acercamiento entre mundos que ahora, muy tristemente, está peligrando. Desde el año pasado tuvimos que dejar de viajar a los territorios porque la información que nos daban era de riesgo.
Entender que la guerra por la tierra es un problema medioambiental y que un problema medioambiental es un problema de todos nos lleva a involucrarnos. De la naturaleza viene el agua y el oxígeno, y no hay ni una sola realidad vital que no dependa de ellos.
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