Por más que me esfuerce por recordar, creo que jamás sabré quién fue el primero que me tomó en sus manos. Pero sí recuerdo cómo se sintió: el crujido en el lomo, el paso de unas yemas carrasposas por mis páginas. “La letra es de buen tamaño”, fue el primer comentario que recibí. Quedó guardado por los lados del capítulo VI.
De ahí en adelante, perdí la cuenta de todos los que me han ojeado, me han dejado abierto encima de un sillón, y han releído mis párrafos, como quisieran aprenderlos de memoria. Lo que sí recuerdo, más en estos días en que pasar de mano en mano dejó de ser rutina, son los lugares que he visitado desde que llegué a la biblioteca Comfama de La Ceja, Monseñor Alfonso Uribe.
Los viajes de un libro de biblioteca regional
Nunca había estado en cuarentena. Lo usual era regresar de algún viaje, que Yuly me revisara bien para verificar que seguía vivo, y ponerme en la estantería donde, en cuestión de horas, me tomara una nueva mente curiosa de conocerme.
O, bueno, también me he topado con personas que me toman porque alguien se los puso de tarea. Eso sucede más que todo con gente joven que va de uniforme. Ella suele renovar mi préstamo dos o tres veces y pegarme notitas de colores.
Al parecer les hablan bastante de mí en el colegio. Estefanía o Yuly, las promotoras de lectura de la Biblioteca, suelen llevarme a talleres donde hay decenas de muchachos vestidos idéntico.
Hemos estado en Guarne, La Ceja, Guatapé, El Carmen de Viboral. Me leen en voz alta, con un tono que me hace sentir que visito mis propios universos por primera vez.
Me sorprende cuando los muchachos hacen preguntas que no se me habrían ocurrido. O cuando terminan las jornadas y alguno pasa su mano por mi portada, consciente de que guardo un tesoro.
Ese tipo de sorpresas no me las llevo en Sonsón, cuando visitamos a los plenarios. Ellos hablan de mis personajes como si los conocieran de toda la vida. Como si hubieran habitado en mí sin darme cuenta.
Soy imprescindible. Los residentes del hogar Bello Atardecer me lo hacen saber cuándo comentan con picardía las escenas que más adoro contar. Y lo mejor: no tienen que esculcar entre mis hojas para disfrutarlas.
Creo que es por eso que no me he quedado tantos días en la tierra de los arrieros, como en las casas de los colegiales o en empresas de Rionegro y el Oriente cercano, adonde llegamos en grupos de 100 o 200, y nos acomodan en estanterías nuevas.
Allí, en las compañías, colaboradores de todo tipo nos toman prestados a la hora del almuerzo o a la salida para su casa. Se acercan a buscar literatura clásica, cuentos para sus hijos, novelas de moda y hasta manuales de cocina.
¿Volveremos pronto a visitar empresas y colegios en maletas viajeras? ¿Será que algún día viajaré en la maleta que va a la cárcel de La Ceja?
Los libros que entran a prisión, que son más que todo ilustrados o compilaciones de relatos cortos, se llenan de relatos invisibles, de monólogos secretos que por más que otros humanos lo desearan, no podrían conocer. Para que eso no pase más, Estefanía hace con ellas, las personas privadas de la libertad, talleres de escritura creativa.
De las travesías a los préstamos por ventanilla
Durante los últimos días, los encuentros con nuevos lectores no se dan en empresas, ni en escuelas, ni en los CIS, ni en la cárcel. Son a través del mostrador de la biblioteca. Los usuarios me encargan por internet o en la recepción. Yuly me toma de la estantería y me entrega. Pero al regresar me debo quedar encerrado en un cuarto durante 14 días.
Algunos libros no tienen la suerte de regresar a La Ceja. Encuentran su destino en el punto de lectura de otro municipio, o hasta en otra biblioteca regional: en la cálida Bello o en la tropical La Pintada.
Varios libros se han quedado para siempre en casas de usuarios. Personas que se enamoran tanto de ellos, que subrayan oraciones completas con tinta, o que se descuidan y los colocan sobre una mesa encharcada de agua o de café. Entonces en la biblioteca se niegan a recibirlos, y cobran una multa del mismo valor del libro.
Yo, al menos, el único rayón que tengo es a lápiz. “Ristras: conjunto de cosas puestas en fila o hilera”, dice mi lunar, en la página 19.
En estos días, mientras reposo en cuarentena o espero que alguien me llame desde la ventanilla, escucho el murmullo de familias enteras que intentan entrar a buscar lecturas. Pasos de niños con ganas de disfrutar la ludoteca, silbidos de plenarios antojados de resolver crucigramas del periódico.
Así como ellos, yo deseo regresar pronto, así sea a domicilio, a los barrios de La Ceja, al malecón de Guatapé o a algún solar del Carmen de Viboral. Quiero llenarme de pensamientos, suspiros y recuerdos. Y que renueven mi préstamo una, otra, y otra vez.




