Trabajar en una librería, además de ser una actividad intelectual, es una actividad física, requiere, por ejemplo, saber referenciar libros, a la vez que implica estar en capacidad de cargar cajas pesadas, dos habilidades que en la tradición dominante suelen asociarse a la masculinidad y, por lo tanto, a los hombres. Esto hace que las mujeres que se desempeñan como libreras deban sortear unas situaciones adicionales. Manuela Montoya Cuellar y Sara Flórez Maya nos contaron cómo ha sido su experiencia al respecto. Cada una llegó al oficio de manera diferente, pero coinciden en algunos aspectos sobre lo que implica ser mujer y dedicarse a esto.
Manuela, después de transitar por varias ramas del conocimiento, desde matemática y física hasta filosofía y peluquería, desembocó en el mundo de la venta de libros de manera inesperada: "No decidí ser librera, a mí me empujaron", cuenta ella. A raíz de una crisis económica, en compañía de su pareja, Felipe, decidieron vender los libros de su biblioteca personal. Han transcurrido dos años desde que aquello que comenzó como una necesidad se fue convirtiendo paulatinamente en su profesión. Se embarcaron entonces en una travesía en la que la incertidumbre mezclada con la admiración por los libros dio como origen a la librería Los caballitos del diablo, tomando el nombre de una novela de Tomás González.

En su reflexión sobre las mujeres libreras, Manuela aboga, en primer lugar, por trascender las barreras de género: “He pasado por varios momentos de comprenderme, de situarme en esta tierra. Y pues yo particularmente soy mujer, yo me identifico como una. Pero siento que ahora, algo que me ha permitido los libros, la apuesta debería ser por una sensibilidad en la que deja de importar a que género perteneces, lo que importa es la celebración de lo humano”.
Le parece importante empezar por ahí porque para ella los libros son, justamente, refugios para alimentar la sensibilidad y la intuición, amigos que te ayudan a comprender el mundo de múltiples maneras. Sin embargo, reconoce, el hecho de identificarse como mujer y de que los demás la vean como tal, la ha llevado a enfrentarse, en más de una ocasión, a comentarios sexistas y a que no la tomen en serio o se burlen cuando intenta negociar el precio de los libros con sus proveedores. A pesar de ello, para Manuela ser librera es un oficio de cuidado en la medida en que concibe el libro, no como un espejo para la grandeza, sino como un amuleto para protegerse y proteger a otros.
Sara Flores, por su parte, llegó al mundo de las librerías casi de una manera natural, dio el salto de su formación como Filóloga hispánica en la Universidad de Antioquia a la Librería Exlibris. Gracias a ese vínculo y a su talento, el año pasado y el presente, fue la encargada de la curaduría del Salón del Libro Infantil y Juvenil de la Fiesta del Libro. Dicho trabajo consiste en consultar muchos catálogos de libros y seleccionar aquellos que les resultan más bellos y que abordan temas priorizados, entre ellos, la filosofía para niños. Aunque, precisa Sara, la riqueza de la literatura infantil es que funciona para todas las edades, ya que permite explicar cosas complejas de manera sencilla.

Para Sara, las mujeres en todos los espectros de sus vidas están condicionadas por el hecho de ser mujer, de ahí que mundos tan hostiles como el del libro o el intelectual no sean la excepción y que en ellos sea común encontrar personas que “subestiman tu conocimiento literario”. Por eso “todo el tiempo debemos estar justificando que merecemos estar en el espacio en el que estamos, como si los espacio que tenemos fueran usurpados, no naturales, tenemos que estar reafirmando ante los otros que tenemos las capacidades para estar ahí”.
El ser librera, según Sara, no consiste únicamente en conocer libros, es principalmente un oficio que forma lectores. Su perspectiva es la de comprender a quién está sirviendo y qué necesita leer esa persona: “No es lo mismo ser un erudito de los libros que ser un librero porque se tiene la dedicación, la paciencia y el conocimiento para entender que hay personas que no están preparadas para leer, por ejemplo, El Quijote y que no tienen que estarlo porque no hay un canon que tenga sí o sí que leer. Los libreros deben desprenderse de esa erudición que pretende poner a los libros en un lugar muy inalcanzables para las personas. Cada uno puede sentirse cómodo o no con libros que a nosotros nos pueden resultar buenos o no. Dar prioridad al asunto de formar lectores y de que la gente pueda disfrutar la lectura y no sentirla como un padecimiento es el punto de ser librero, más que mostrar la erudición de los libros que hemos leído o estudiado, es entender con quién estoy hablando y qué es lo que esa persona necesita leer”.
Estas dos mujeres nos recuerdan que la tarea de poner a circular libros en una sociedad, aunque muchos puedan reducirlo al comercio de mercancías, se relaciona con la delicada membrana del bienestar de las personas. Como libreras, han abrazado la noble tarea de cultivar la sensibilidad propia y de los otros, y, en ese acto, han demostrado que este oficio tiene una proyección que va más allá de las transacciones monetarias.


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