Desde que tengo memoria recuerdo libros en mi casa: libros viejos de autores impronunciables para mí como Isaac Bashevis Singer o Ernest Hemingway, que como un regalo ponía las campanas doblan por ti. Sin embargo nadie leía esos libros ni tampoco nadie “salía de ellos”. Sabía que eran de mis papás, que leían mucho cuando no tenían hijos, intuía yo. Y es que éramos cinco hermanos y las condiciones en que crecimos no nos permitían ostentar padres intelectuales.
También recuerdo que había libros infantiles, algunos mi mamá se los compraba a un vendedor puerta a puerta de Círculo de lectores, otros estaban desde antes de que yo tuviera memoria: una colección de Salvat, Cuenta Cuentos, que venía en unas maleticas azules y traía los casetes para acompañar con audio la lectura; y la enciclopedia El Mundo de los niños, a la que debemos, mis hermanos y yo, el rescate de horas y horas de aburrimiento. Y así, otros que disfrutamos mucho pero de los que ahora tengo solo una imagen desdibujada.
Me esfuerzo por recordar estos días felices con los libros pues los recuerdos posteriores, y seguramente por eso son más intensos, son de lecturas vedadas. Mi hermano mayor llevaba de la biblioteca del colegio las historietas de Tintín y las de Ásterix y Obélix; lo recuerdo pegado a esas páginas y repitiendo y repitiendo números que sabía que ya se había leído… sin embargo, cuando tuve su edad para hacer lo mismo y pasarme horas y horas leyendo, en mi casa me decían que había mucho por hacer como para estar perdiendo el tiempo leyendo.
¡Tantas veces quise ser mi hermano para poder cambiar los quehaceres por la literatura! El túnel de Sábato fue muchas veces interrumpido gracias a esa cantaleta inolvidable; pues solo eran permitidos los libros que nos imponían en el colegio para las tareas. Para leer, nada más espeluznante que hacerlo pensando en un resumen o en qué escena elegir para plasmarla en un dibujo libre. Y sin ser consciente de lo que hacía, dejé de leer. La sola idea de un texto impuesto me aterraba, así que leía resúmenes antes de los exámenes o las tareas de las compañeras de clase; todavía le debo a Salgari leerme completo Los tigres de Mompracem.
Pero con la adolescencia llegó la rebelión y ya no me importaba que me cantaletearan, ni estar metida descansos enteros en la biblioteca seleccionando libros para leer en las clases de trigonometría, cálculo o física, aprovechando la ventaja de estar sentada en las últimas filas de un salón con más de 40 niñas. No recuerdo fórmulas ni cómo resolver ecuaciones, pero recuerdo perfectamente lo buena que era buscando en los ficheros y encontrando en tiempo récord los libros en los estantes de la biblioteca; descubrí a Caicedo, a Mejía Vallejo, a Saramago; me enamoré de Benedetti, aunque lo mío era la prosa porque su poesía me parecía un cliché que siempre se repetía. Me obsesioné con los Guinness Records y con el Triángulo de las Bermudas. Y asumí también, con algo de orgullo, mis malas calificaciones en las materias desatendidas.
Nunca pensé que este sería el camino para llegar hasta aquí, ni que lo que más disfrutaría en la vida sería transmitir mi amor por los libros a todos los que se cruzaran en mi vida. Así que si tuviera que escribir una carta a una persona o incluso a un objeto que haya influido en mi amor por la lectura, creo que le escribiría a esa niña que fui, le diría que no se preocupara, que los libros siempre estarán ahí, pero que, como pasa con todos los amores, solo hay que esperar el momento justo.

