A continuación, compartiré un fragmento de la columna “Mujeres escritoras, a fuer de justicia” del escritor español JJ Armas Marcelo, publicada el 19 de abril de 2023:
“(…) la moda ahora es que las mujeres han entrado en tropel en la literatura como si fueran una turba de bisontes corriendo por las praderas del oeste: a toda velocidad y sin rumbo serio alguno. Mujeres, como los hombres, que sin bagaje alguno quieren ser escritoras, poetas y novelistas, sin que se les note en ningún momento un ápice de bagaje literario, una cierta finura sintáctica, algo que decir de nuevos en poesía o en la novela, en la narración”.
No quiero entrar acá a diseccionar el inmenso paternalismo y la indignación fácil desde la cuál escribe Armas Marcelo, mucho menos su profundo desconocimiento de la tradición de mujeres que, como críticas y escritoras, se han abierto espacio en un campo tan patriarcal como el literario. Un campo que siempre nos ha considerado más aptas para ser esposas de escritores, agentes de escritores, editoras de escritores, groupies de escritores, pero nunca escritoras. Sin embargo, sí quisiera observar dos de las ideas que aparecen en esta desafortunada columna. La primera: la idea de que para escribir, si se es mujer, hay que pedir permiso. La segunda: esa imagen de poesía involuntaria de un grupo de bisontes sobre una pradera.
A lo largo de mi experiencia como profesora de escritura creativa me he encontrado con muchas jóvenes que, con bastante frecuencia, se han hecho a sí mismas la pregunta que lanza Armas Marcelo en su columna: ¿Acaso necesito pedir permiso para poder escribir lo que quiero? En un campo cultural en donde algunos escritores y críticos literarios buscan ejercer una relación de verticalidad y de paternalismo frente a la escritura de las mujeres, solo me queda parafrasear a la poeta Audre Lorde para poderles dar una respuesta. Se nos enseña primero a respetar el miedo que a respetar nuestra propia escritura y nuestras propias necesidades creativas. Y acá una confesión. Si bien mi activismo feminista y mi curiosidad por la historia de la escritura de las mujeres me ha llevado a descubrir los temas sobre los que quiero escribir, muchas veces he sido yo misma quien se ha inclinado ante el miedo y se ha negado el permiso de escribir lo que se me canta en gana. Han sido muchas las veces en las que he decidido tomar caminos más “convencionales” en mi propia escritura, por miedo a no tener las credenciales necesarias —por usar las mismas palabras que usa el desafortunado columnista— para hablar de ciertos temas o, sencillamente, para explorar más allá de lo que se me ha dicho que es lo correcto.
Acá otra confesión. Soy una persona que disfruta mucho del azar y de las coincidencias, sobre todo cuando estas fuerzas confluyen en los libros que estoy leyendo. Da la casualidad de que, para el momento en el que Armas Marcelo trajo a mí la imagen de esos bisontes libres en las praderas, estaba justo terminado Solo un poco aquí, la segunda novela de la escritora bogotana María Ospina Pizano, y estaba comenzado Niñapájaroglaciar, el primer libro de no ficción de la sensibilizadora ecológica manizalita Mariana Matija. Y mientras leía Solo un poco aquí y Niñapájaroglaciar no podía sino pensar en el ejercicio de imaginación radical que estaban ejecutando estas dos escritoras.
Solo un poco aquí toma su nombre de un poema de Nezahualcoyotl y, a lo largo de seis capítulos, nos muestra el recorrido de dos perras callejeras, una tángara que está migrando desde Norte América hasta Sur América, una eriza y un caracol que se mueve a través de una hoja de acelga. La narradora que acompaña a estos animales se entrega a la observación y, gracias a esta operación, logra abrir el texto a regiones profundamente poéticas. Frente al vuelo migratorio de la tángara, esta narradora se pregunta:
“A lo mejor estar parada por largo rato en una rama de esa terraza le ayude a encontrar la sintonía. Le faltan semanas para llegar a su bosque de niebla. Quién sabe cómo le inquiete la noche perdida. O como la horade el paso del tiempo, que para ella podría ser un ovillo de altura y astros que nunca comprenderemos. U otra cosa”.
Es claro que no estamos ante una narradora que quiera antropomorfizar a estos animales, mucho menos imponerles un relato en función de las categorías artificiales y horizontales que hemos creado los humanos en relación a otros seres vivos. Solo un poco aquí nos invita a hacer un ejercicio de contemplación, que viene acompañado del silencio que se necesita para poder escuchar todo eso otro que nos habla. No en vano, la novela termina con un trino de pájaro que se funde con el barullo de voces humanas; una imagen clara de esa amalgama de sonidos, lenguajes y realidades que ocurren en simultánea dentro de este planeta.
Por otro lado, Niñapájaroglaciar podría leerse como una autobiografía que narra la forma en la que una niña abre su curiosidad ante las diferentes formas de vida animal y vegetal que la rodean. De la mano de una voz muy cercana, vemos cómo la sensibilidad de esta niña es moldeada a partir de largas caminatas por los volcanes y las lagunas de la zona cafetera, y cómo su corazón se estremece cada vez que se encuentra con otros animales. Los perros y los gatos dejan de ser mascotas y se convierten en hermanos que la ayudan a entender que es posible crear paisajes interiores en donde toda esa otra vida tenga un lugar diferente al que convencionalmente se le ha dado.
Si bien estos dos libros están escritos en estilos y géneros diferentes, ambas propuestas se dan el permiso de conversar desde otros lugares con toda esa vida, diferente a la humana, que nos rodea. Solo un poco aquí y Niñapájaroglaciar se apartan de la concepción colonial de que la relación entre los humanos y toda esa otra vida es, necesaria y obligatoriamente, vertical. Es decir, que toda esa otra vida que nos rodea —ya sea animal, vegetal o mineral— existe únicamente en función de ser capturada y explotada por los hombres. Estos dos libros plantean una necesidad urgente de entender que este planeta está habitado por múltiples formas de vida y que es posible comunicarnos con ellas desde lugares menos violentos. Ospina Pizano y Matija se dan el permiso de imaginar una conversación horizontal con animales, glaciares e islas.
Y, ahora, me daré el permiso de hacer un ejercicio de contemplación animal inspirado en la lectura de estos dos libros. Porque si Armas Marcelo hubiera afinado su mirada, habría visto que el bisonte es un animal fascinante. Gracias a su estructura ósea fuerte y a su pelaje, es el único animal capaz de soportar las tormentas y no huir de ellas. Los bisontes saben abrirse espacio y anteponerse a condiciones adversas. Algo similar a lo que hacemos las escritoras cada vez que uno de estos señores decide lanzar conceptos ignorantes y paternalistas sobre nuestro oficio.
