Decía Roberto Calasso que armar una colección dentro de un catálogo editorial se parecía a confeccionar un collar de abalorios: cada pieza es independiente, pero antes de meterla al hilo debes asegurarte de que armoniza con las demás, ayudando a contar una historia entrelazada de título a título, cuyos nudos son la calidad, las preguntas comunes o el género escogido. Para él, crear una colección es hacer la promesa de que cada libro –aún con un marcadísimo carácter propio– se da la mano con los demás, no de maneras obvias sino sugerentes. Los lectores más advertidos irán entendiendo el verdadero criterio con el tiempo, a punta de confiar en cada nueva aparición y agregarlo a su propio collar de lecturas.
Esther Tusquets regala en su libro de memorias Confesiones de una editora poca mentirosa (Lumen, 2005), un relato único sobre cómo creó y alimentó la colección Palabra e imagen de Lumen, una editorial católica y ultraconservadora que habían heredado –ella, sus padres y su hermano Óscar– de la familia paterna. Tusquets admite en su historia todos los gestos del azar responsables en su momento de torcer el curso de los acontecimientos, también su capacidad para reconocer, a partir de una insinuación o un claro ofrecimiento, una oportunidad para construir su propio destino como editora. Cuenta que, tras recibir la editorial, muy pronto quedó claro que evolucionaría para convertirse en un ejercicio creativo bastante lejano de los intereses del régimen franquista, y una de las primeras decisiones fue darles cabida a libros conformados en igual medida por textos e imágenes, con énfasis en la literatura infantil por entonces bastante escasa. Con eso en mente, recibió a Jaime Buesa, un joven periodista, quien gracias a la sugerencia de un amigo común venía a proponerle la publicación de un libro hecho de fotografías a niños en barrios marginales, junto con textos cortos escritos a propósito por Ana María Matute, se llamaba Libro de juegos para los niños de los otros.
Todos los autores recibieron la invitación con emoción, lo que no implica un recorrido desprovisto de accidentes. Los primeros títulos llegaron a las librerías sin mayores esténtores, pero las grandes plumas que se fueron sumando al catálogo –Camilo José Cela, Pablo Neruda, Mario Vargas Llosa, entre otras–, obligaron a los lectores a reparar en el proyecto que, confiesa la editora, pese a su pretensión de igualdad entre texto e imagen siempre llamó más la atención por los escritores involucrados.
Más allá de los resultados –entre los que está haber ganado un premio al que nunca se postularon, el León de Bronce, por el diseño de la colección–, Esther se detiene en la minucia de cómo iban ocurriendo los libros, quién proponía el tema –tan dispares entre sí como la temporada de caza de la perdiz roja o la colección de objetos de navegación de Neruda–, a qué problemas se enfrentaban los fotógrafos y cuál era la suerte del texto –con una participación estelar de un Mario Vargas Llosa bastante inseguro, que años después de la publicación de su libro Los cachorros seguía deseoso de mejorar el texto–.
La descripción de todo el programa editorial que fue Palabra e imagen se suma a otras anécdotas que ayudan a entender el porqué Lumen se convirtió en una editorial de esas dimensiones –que terminó siendo comprada por la multinacional Penguin Random House– y todo el despertar político y cultural que supuso la muerte de Franco, con especial alivio de parte de los editores independientes, que durante décadas sobrellevaron la censura. En España emergieron los proyectos que marcarían el derrotero intelectual de todo el mundo hispanohablante, gracias a la participación de personajes como los hermanos Tusquets, Beatriz de Moura (ella sí editora de la editorial Tusquets), Jorge Herralde y Carlos Barral, amigos y competidores todos. La memoria de Esther logra captar las singularidades de Lumen, como efectos de suerte y olfato, y los entresijos humanos de ese universo de autores y editores cuyas historias no se han terminado de contar.
