Reseña

Una pira funeraria para el siglo XX

Reseña de Vacío perfecto, de Stanisław Lem

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Una pira funeraria para el siglo XX
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En Vacío perfecto (Impedimenta, 2008), el escritor polaco Stanisław Lem inventa libros no escritos y los juzga como crítico. Además de inexistentes, son libros de cierta manera monstruosos, desmedidos, quizá irrealizables. Si Defoe escribió Robinson Crusoe, Lem se inventa Les Robinsonades para recrear el dilema de un náufrago que se resiste a tener sexo con sus personajes imaginados, y si Joyce tuvo el arrojo de confeccionar la epopeya del Ulises moderno para que sucediera en un solo día, en la obra Gigamesh, escrita por un tal Hannahan, 36 minutos en la vida de los personajes se cuentan a lo largo de 1242 páginas, de las que 847 son apenas la introducción.

Lem no solo fantasea con empresas literarias que más bien parecen hechas por máquinas —un asunto nada novedoso en relación con el resto de su obra—, sino con tramas sugestivas que problematizan asuntos concernientes al acto creativo y la producción editorial. Sus reseñas a esta biblioteca imaginada son una crítica a un sistema de validación y publicación que desecha las nuevas ideas para quedarse en territorios conocidos, que reproduce sin consciencia grandes cantidades de información sin detenerse a evaluar el sentido.

Y más grave aún, según él, que le da un espaldarazo a los escritores que no saben inventarse historias y reducen su esfuerzo narrativo a dar vueltas alrededor de las formas. Lem siempre estuvo en disputa con el calificativo de escritor de ciencia ficción y se granjeó peleas con sus colegas, a los que criticaba por la calidad de sus obras. Escribe Vacío perfecto parado en la orilla de ese encasillamiento, para denunciar de cierta manera que el mundo sigue dándole valor a lo que no lo tiene, ciego a la revelación del genio.

En la incubadora de novelas y ensayos imposibles, Lem incluye Perycalypsis, de Fersengeld. La primera alerta del absurdo ocurre no más empezar la reseña, cuando el crítico revela que el autor escribió el libro en una lengua que no conoce muy bien, fue publicado en un país en el que no se corrigen bien los libros y él, para rematar, tampoco lee bien el idioma, pero lo poco que logra desentrañar le da información suficiente para escribir. El panorama que presenta Perycalypsis es a la vez un diagnóstico y una profecía (o una retrofecía, explica Lem): la cantidad de libros malos están sepultando, o ha sepultado ya, a los pocos que valen la pena, y cada vez será más difícil rescatarlos de ese desierto.

Como el capitalismo parece ser la causa detrás de la desgracia, Fersengeld resuelve el asunto con dinero: crear un fondo que premie la no creación. Quien no sume peso a la montaña de obras que se publican cada año, recibirá una recompensa. Quien insista, deberá pagar una multa. “Quien haga un invento o edite dos libros al año, pierde todo derecho a cobrar. Si aumentamos la producción anual a tres títulos, en vez de cobrar, debemos pagar al Fondo una suma prevista. Gracias a este sistema, solo cometerá un acto de creación un verdadero altruista”. El programa también prohíbe que se conozca la identidad de los creadores, para salvar de paso el trámite del ego.

Después de darle vueltas a su fantasía bancomundialista, sus protocolos y repercusiones, Fersengeld sugiere quemar su propio libro en la pira en la que deberán incinerarse todas las obras producidas en el siglo XX, para dar paso al florecimiento en el que las grandes joyas del pasado volverán a relucir. Lem sabe que el uso del fuego ha sido infame en otros tiempos, pero confía en que esta vez la broma tenga repercusiones progresistas.

Ahora el castigo parece justificado por la diferencia en las condiciones de producción de las obras del pasado versus las del presente: antes reinaba la dificultad, entonces el empeño creativo no tenía más remedio que depurarse. Bajo la armadura inquisitorial de su sarcasmo, busca volver a encontrar “la situación de peligro imprescindible en la producción de toda obra seria y responsable”. En medio de una sociedad sin resistencias, donde todo es válido y reina la corrección, Lem inventa libros para resucitar ideas que muelen a palos al lector una vez que logran convencerlo de abrir la puerta, de no cerrar la tapa del libro.