Reseña

El método del editor

Reseña de Oficio editor, de Mario Muchnik

Cabecera bibliotecas nuevas lecturas > Reseña Oficio editor por Daniela Gómez
El método del editor
Te demoras 0 minutos leyendo esta noticia

Las memorias escritas por editores suelen dar cuenta de las redes de contactos que se arman alrededor de una editorial y que, con el tiempo, garantizan su permanencia: qué escritores amigos recomiendan a cuáles, qué agente hizo el puente con qué autor deseado, qué consejero trajo ciertos nombres. Aunque podrían agotarse en la anécdota, estos recuerdos revelan de a poco cómo se conforma el canon de los autores que se reconocen y se leen, principalmente, porque son quienes lograron enlazarse con el circuito editorial y de ahí que sus libros lleguen a las manos del público. La razón no es otra. Sin embargo, hay un detalle sobre el que los editores no suelen hablar cuando esbozan la telaraña sutil que da forma a sus proyectos. ¿Qué hace que un editor, en un momento dado y sin mayores recomendaciones, elija un manuscrito sobre otro, cambiándole así la vida a un autor, y si el libro lo amerita, a un montón de lectores luego?

En Oficio editor (El Aleph, 2011), Mario Muchnik hace un relato pormenorizado de qué implica tener una editorial y cómo se aborda el paso a paso para que un libro exista. Debe ser por su formación —era físico, además de traductor y fotógrafo—, que no subestima el procedimiento y hace la tarea de describir cómo hacía lo que hacía, desde un punto de vista conceptual (cómo llegaba a ciertas ideas) y práctico (qué protocolos seguía para cumplir con sus propósitos). Cada parte del proceso merece su atención y nadie debería dar por sentado que quien debuta en el mundo editorial sabe lo que se supone que debería saber. El abc que se propone en este libro es como casi ningún otro, y una de las descripciones más valiosas de Muchnik tiene que ver con el misterio de la elección de manuscritos.

La escena que describe va más o menos así: su secretaria acumula los manuscritos que llegan, sin pedirlos, a la oficina de la editorial. Cuando la torre es significativa, el editor echa a andar su método: lee algo del principio, algo del final de cada texto. Si el libro promete, hace la misma incursión, pero aumentando el número de páginas. Si el tanteo sigue estimulando la curiosidad, se lleva el libro para su casa. Los manuscritos que sobrevivieron a ese primer descarte acarrean una lectura más concienzuda, que también puede ser abortada en cualquier momento; puesta a prueba la paciencia del editor, esta no tendría que ser superior a la de cualquier lector, a no ser que se sepa excavando entre roca con la promesa de que en el fondo algo parece brillar.

La jornada de Muchnik no es una simple historia, sino una revelación a muchos niveles. Por un lado, es una confesión práctica para liberar de culpas al editor que no puede leer todos los manuscritos encomendados. La falta de tiempo la compensa una mirada aguda que sabe encontrar en una muestra pequeña de páginas el germen de un texto grandioso. Muchnik escribía informes de lectura después de haber leído la mitad, incluso la tercera parte de un manuscrito. Claro, si la propuesta era fantástica, no contaba las páginas: horas después de empezar a leer, caí en cuenta del hallazgo.

Las otras razones que lo convencían esbozan su poética editorial, verdad que todo editor debería revelar, más por pedagogía que por honestidad: trama bien construida, sentido del humor, legibilidad básica, un narrador con personalidad. Una de sus frases reúne la esencia, también el drama, de estar ante la decisión de hacer un libro, para el presente y el futuro, si todo anda bien: “No discuto sobre los méritos de este método. No pretendo tener la sensibilidad ni la cultura necesarias para no equivocarme. Seguramente se me han escapado muchos buenos manuscritos. Afirmo, en contrapartida, que los malos manuscritos que se me han colado y que he llegado a editar son mucho menos”.