Para leer este libro hay que apartar el sentido compasivo por la vida de los animales. Y hay que asimilar como natural la violencia ancestral que los pueblos originarios de Indonesia son capaces de infligir sobre los mamíferos más grandes y esplendorosos del planeta: las ballenas.
Es un enfoque usual en el debate ambientalista global. La pesca o cacería industrial de cetáceos es una de las actividades más odiosas y condenadas. Ya es una imagen común el típico barco ballenero japonés arponeando sin miseria el lomo carnudo de un cachalote en aguas internacionales, mientras una lancha rápida con la bandera heroica de Greenpeace intenta liberar al animal que va dejando una estela de sangre sobre el oleaje.
Lo que no parece ser tan claro, o tan sabido, es que una comunidad indígena de una esquina recóndita de los archipiélagos del Pacífico sur practica desde hace siglos la cacería de ballenas como actividad central de supervivencia. Mejor dicho: de que el arponazo sea certero depende, en buena medida, la alimentación de la comunidad completa.
Es esto lo que funda la trama principal de Los últimos balleneros, crónica escrita por Doug Bock Clark, reportero estadounidense. La historia habla de un pueblo llamado Lamalera —los lamaleranos— que habita la isla de Lembata, ubicada a varios días de camino en bote, carretera y avión de Yakarta, la capital del país.
Bock Clark abre el libro con una escena en la que el ser humano resulta derrotado. Un puñado de pescadores marchan mar adentro en una embarcación artesanal conocida como tena. Entre ellos está Jon, el personaje tutelar de la crónica. Al encontrar al cachalote, el lector recibe los datos que le ayudan a inferir que la lucha es desigual y que los lamaleranos aceptan como propia tal desventaja, como una condición impuesta por sus antepasados: la tena mide los mismos 9 metros que el cachalote, pero pesa una quinta parte. Las armas de cacería son hechas a mano con los materiales que encuentran en la selva: cuerdas de fibras de cañabrava, guaduas delgadas y puntudas que sirven como lanzas, arpones con las puntas en piedra afilada.
Páginas adelante, aparecen varias escenas de pesca y cacería exitosa. Algunas de las cuales son descritas en un tono compasivo, como si al aceptar como legítimas estas faenas el autor no pudiera desprenderse de cierta pesadumbre por la vida de los animales. “Los ojos del animal se movieron hasta enfocar a sus torturadores en lo alto, ignorando la presencia del arma… La mantarraya desapareció envuelta en una nube de sangre, enturbiadas las aguas por el frenesí de su aleteo… La tripulación rezó un padrenuestro para agradecer a la mantarraya su sacrificio y a continuación Jon tiró de la cuerda de arranque y aceleró la fueraborda para sumarse de nuevo a la caza”.
Aunque son varias familias las que comparten el protagonismo de la crónica, la historia de Jon abarca todo el libro. Su meta es llegar a ser el mejor cazador de ballenas de la tribu, ejemplo de virtud para su familia y amigos. Página a página, el lector atestigua su crecimiento, desde que era un niño que jugaba en el cementerio de ballenas en la playa: “...gateaba entre esqueletos de cachalotes como si fueran los columpios de un parque infantil”, hasta los momentos de adulto en que duda de su vida como pescador y fantasea con mudarse a Yakarta y gozar de la vida urbana: “Mientras recogía los peces voladores de las redes, Jon soñaba con llevar a chicas guapas a bares y visitar salas de cine míticas”.
Quizás este sea el otro gran hilo conductor del libro: la seducción que el mundo modernizado ejerce sobre este pueblo indígena y la reticencia de los líderes de la comunidad a trastocar los saberes ancestrales. En la mitad, los jóvenes como Jon que cada vez encuentran más razones para abandonar algunas de sus tradiciones y abrazar formas de vida ligadas a la tecnología.
Un episodio crucial es la asamblea que los líderes sostienen con los hombres que deben ir al mar por la comida. Los líderes no aceptan que las tena sean reforzadas con motores fuera de borda, dicen que la pesca de la ballena debe ser a remo y vela. De lo contrario, el pueblo lamalerano no será digno de recibir la recompensa de la comida. Los jóvenes se niegan a seguir yendo aguas adentro sin motor, dicen que “todo el mundo” se ha modernizado. Al final, no hay votaciones ni imposiciones de los líderes. “Mientras un grupo numeroso siguiese defendiendo el uso de motores fueraborda, no habría nada que hacer, por mucho que Sipiri u otros miembros conservadores lograran prohibir las jonson”.
En síntesis, el libro es la combinación de dos relatos: uno, la lucha del hombre sin ventajas tecnológicas para cazar al mamífero más grande de la tierra, en el que brotan preguntas morales sobre la dureza del acto, la violencia contra la vida animal, el sentido actual que aspira a cuidar formas ancestrales de supervivencia y lucha contra la naturaleza, en un marco global que proscribe la caza de ballenas, y la falta de compasión a la hora de matar animales proveedores de carne para el ser humano. El otro tiene que ver con el duelo político y moral que una comunidad ancestral sobrelleva contra sí misma cuando pone en discusión continuar viviendo con los saberes ancestrales enseñados por sus Antepasados o abrirse a la modernización de varias de sus prácticas.
La prosa entrega la soltura y plasticidad del mejor periodismo literario, aderezada con notas aquí y allá de corte antropológico solo posibles por las largas temporadas de convivencia del cronista dentro de la comunidad: explicaciones sobre la composición social, sobre la manera de concebir la autoridad, sobre la simbología de los objetos elaborados por el pueblo en función de su uso, entre muchos otros. La lectura es fácil y entretenida. Los capítulos están segmentados por lapsos bien definidos en el calendario, por ejemplo: “7. La senda del lamafa. Septiembre de 2014 – noviembre de 2014”. Y como toda buena crónica, está respaldada por los anexos: un aparte para las notas de las fuentes, otro para un glosario y otro que explica la manera en que el autor pudo hacer el trabajo.
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