El escritor español Andrés Barba introduce los textos de Thomas Bernhard que componen Las posesiones (Gris tormenta, 2019) con el relato de su propia desgracia: en cierto momento, su presupuesto para sobrevivir durante dos meses se redujo a 100 euros. En medio de los pensamientos apocalípticos de la escasez, recibió la noticia de que había ganado un premio de cinco mil euros concedido por el ayuntamiento de una pequeña ciudad italiana. El humor con el que cuenta el episodio para en seco cuando se pregunta: “¿Por qué siempre el paso de los escritores por las épocas de apuros económicos acaba teniendo inevitablemente un aire cómico? (…) hemos representado a los escritores muertos de hambre como si algo nos impulsara a arrebatarles hasta la dignidad de la agonía material”. Pero Barba no puede evitar ser cómico con su propia experiencia, pues los malabares materiales terminan por crear un contraste bufonesco con las aspiraciones intelectuales de quien pretende vivir de escritor. Procede así en sintonía con los textos que prologa, en los que Bernhard cuenta el destino de dos premios recibidos en medio de épocas de penuria económica y hambre de reconocimiento.
Las historias de Bernhard son especialmente memorables porque son verdaderas épicas del poseer: transiciones entre no tener nada y comprarse una granja que se cae a pedazos o un auto de lujo en el que sufre un aparatoso accidente, todo gracias a los premios literarios. El recorrido que lo lleva hasta allá —periodos agónicos de escritura, viajes y ceremonias de otorgamiento que padeció como un purgatorio previo al cheque final—, ponen al descubierto varios temas que reptan tras la existencia de los libros. Por un lado, la polémica de los premios. Bolaño lo narra en su cuento Sensini, por medio de la relación de dos escritores —un debutante y un autor hecho, aunque poco reconocido— que fundan su intercambio epistolar, y por tanto su amistad, en compartirse las convocatorias a diferentes premios locales. Bernhard cuenta que, tras recibir un importante galardón en Bremen, fue convocado a la mesa de jurados para decidir el ganador del año siguiente. Intentó defender la candidatura de Canetti, por su libro Auto de fe, pero alguno de sus colegas lo demeritó diciendo que también era judío y así se zanjó la cuestión. Finalmente, el ganador fue un nombre escogido casi al azar de una pila de libros, pues los jurados estaban cansados de discutir y querían pararse a comer. Bernhard no se cohíbe en dejar expuesta esta arbitrariedad, pues sabe que del otro lado de esa mesa —de todas las mesas en las que jurados de todo el mundo se sientan a tomar decisiones que pueden cambiarle el rumbo a un escritor—, hay alguien tratando de sacar adelante su obra, a la espera de un espaldarazo que le restablezca la esperanza de que su empeño tiene futuro o de que simplemente va a poder llegar a fin de mes.
Bernhard también narra la caída que supone concebir y lograr un libro para luego llegar a la estepa de las críticas, por lo general pocas, que parecen poner punto final a la experiencia de creación: “Creí que iba a asfixiarme por haber pensado erróneamente que la literatura era mi esperanza”, y más adelante agrega, “(…) le había dedicado todo lo que tenía, y ella me había arrojado a una fosa. La literatura me asqueaba, odiaba a todos los editores y todas las editoriales y todos los libros”. La inquietud de Bernhard es más que justa: ¿qué tendría que ocurrir después de publicado un libro que se compadezca con lo que tuvo que pasar antes de que este existiera?, ¿con el esfuerzo y la escasez que supone para el autor o con el trabajo dispendioso de un editor y su equipo? Su postura, que no por cómica deja de ser triste y sugestiva, está expuesta más ampliamente en el libro Mis premios, publicado por Alianza en 2017, que compila incluso algunos de los discursos leídos en las ceremonias de recepción.
La edición a la que me he referido, de la jovencísima editorial Gris Tormenta, hace parte de una colección dedicada a explorar las historias que ocurren antes de que las obras lleguen a los lectores, iniciativa que se suma a un interés cada vez más extendido por develar la vida secreta de los libros y, por añadidura, de editores, correctores, críticos y traductores, entre tantos, que al igual que los escritores, son seducidos por la esperanza de redención que no sobreviene luego de que un libro es publicado.
