El Sol de Carolina Sanín: la antagonista del tiempo

Por Pedro Adrián Zuluaga.

Cabecera El Sol de Carolina Sanín
El Sol de Carolina Sanín: la antagonista del tiempo

Con El Sol (Random House, 2022, 246 pp.), la escritora colombiana Carolina Sanín continúa su reinvención de la tradición del ensayo en nuestra lengua: lo convierte en confesión, poesía, canto, meditación; en un escudo (como el que Hefesto fabricó para Aquiles) capaz de contener “los afanes y los ruidos del maravillante mundo”.

Para llenar el tiempo, para habitarlo no como se vive una enfermedad sino como se siente una caricia, las generaciones humanas aprendieron a orar. Entiendo la oración como una comparecencia, pública o privada, ante un poder que nos excede y del cual se pide, en últimas, su gracia. Orar es llenar de nombres el libro de las horas, a la espera de que el nombre nuestro sea inscrito en él.

Al indagar por el espacio y el tiempo que ocupamos, al tensionarlos con su interrogación incesante, El Sol, de Carolina Sanín, es también una meditación. Es esa forma particular de oración que es meditar. Detenerse a medir y pensar, trazar líneas y circunferencias, calcular la forma –y la naturaleza– de las cosas para actuar con medida y justicia.

Orar es contar. Contar es cuidar la casa –ese lote o terreno que nos han dado para cuidar–, administrarla. En la casa –lo ha escrito Sanín– se hacen economías. Orar es contar dinero –imaginar todo el dinero del mundo, como en un capítulo del libro hace una que sufre grandemente– y hacer listas de árboles. Orar es llenar de nombres el libro, administrar capítulos, capitular ante lo que es más grande que uno. Orar es reconocerse hijo del tiempo, es decir, persona. “El tiempo también es una persona. Es un animal. Es el animal de los animales. El ánima de los animales. Estamos en él y todo lo que hacemos está haciéndolo solo él”.

Esto último lo leemos en “El escudo” que es la puerta por la que entramos a El Sol. “El escudo” es un ensayo sobre Aquiles, sobre armarse y desarmarse, sobre ganar, perder y jugar. Sobre la posibilidad de crear palabras.

Los ensayos de Sanín en este libro empiezan siendo sobre algo y luego se desdoblan y terminan siendo sobre muchas cosas: son la variedad del mundo.

Este libro del que hablo (y al que conviene regresar una y otra vez como a un libro de las horas), que empieza en ese escudo que es una puerta y que es la infinidad prodigiosa de lo que existe, se podría llamar “Meditaciones”. O “Pensamientos”. O “Confesiones”. O “Moradas”. A esa tradición (¿sapiencial? ¿Ensayística? ¿Lírica?) se acoge, pero solo para llevarla a otros lugares, para volver a hacer todas las preguntas con acentos y urgencias nuevas.

Desde Somos luces abismales –o quizá desde antes, pero ahora en una forma decantada ya, reconocible– Carolina viene escribiendo la historia de lo que aquí quisiera llamar su ánima. ¿Dónde estás Ánima?, pregunta la autora en las primeras líneas de Somos luces… Y aunque con esa pregunta interroga por el paradero de su perra, al hablarle a esa confidente, a esa amiga, es como si se hablase a ella misma al tiempo que nos habla a todos y todas: “Otra está bajo la luna mientras yo soy visible bajo el sol; otra duerme mientras estoy despierta, y trabaja mientras duermo. En eso, tan regular y simple –en esa condición de condiciones–, está mi inquietud”, escribió entonces.

La pregunta sobre el ser de las cosas anima también a este nuevo libro. El ser de las cosas es el lugar que ocupan las cosas, la hora en la que viven, su posición con respecto al sol. Para colmar su inquietud, Carolina hace preguntas al tiempo y el espacio. Es la antagonista de ambos. Rivaliza con Dios. Para cumplir con su rivalidad, ella ora y trabaja: “Llenar cuadernos era mi condición, mi labor, mi tiempo”. Aunque el libro también se podría llamar “estar perdidos”, o “tratado sobre la cercanía, la simultaneidad y la separación”. Su título es, sin embargo, El Sol, y ese es también el nombre de uno de sus capítulos. Hay otro nombrado “Galaxias”. Y otro “De dónde ser”.

Los títulos son indicios, señales regadas en el camino del lector, para que, al recordar su estar perdido, se encuentre. Pero los ensayos de Carolina, que aspiran a la claridad de la canción, a medir el tiempo como lo hacen las canciones, son a la vez artefactos extraños puestos en el mundo: son enigmas y acertijos. Son la fluidez y el travestismo de los géneros, su posibilidad infinita de bifurcación, las metamorfosis. No es que Rosa es una rosa es una rosa es una rosa, sino que Rosa es una cosa, y su sombra, y su antípoda. Todo está en cada cosa contenido. Todo es, aspira a ser, hospitalario.

Y es porque estamos perdidos que podemos ser hospitalarios. La autora está perdida en el libro, es extraña en las ciudades que, siendo niña, visita con sus padres; es ajena en su propio funeral o en el funeral de una íntima desconocida; es una visitante en la casa de su abuelo; y una penitente en su propia historia de amor que revive en el poema “Dámaso”. Es porque se vive y se percibe como extraña y extranjera que puede acogernos a todos: lectores y lectoras. La extranjería como una dimensión del ser.

Aprendemos que aquello que se ofrece al otro que acogemos es nuestra provisionalidad, nuestro estar de paso. El que se queda tampoco permanece, no por mucho tiempo. Dice Sanín que el ser humano declara y demuestra su inmortalidad “cuando realiza un acto de hospitalidad; es decir, cuando se ensancha y manifiesta su capacidad de incluir y alimentar a otro en su espacio, de darle un lugar donde dormir y, al día siguiente, dejar que siga su camino”. Eso es este libro: un lugar en el que estar, por unas horas.

Es entonces como unas vacaciones: una pausa y una posada. Aunque en cada línea leemos el pleno convencimiento que la autora tiene sobre nuestra indigencia bajo el sol, en cada ensayo se despliega también la opulencia. “La literatura es lujo y adora el lujo”, escribió Carolina en Twitter. “Lujos” es el título de uno de los capítulos. Otro se llama “Naturaleza y arte”. En este ensayo –el que más me gusta de entre todos los ensayos del libro– Carolina escribe: “Sé que naturaleza y arte, juntas, son un jardín, y que el arte siempre ha mostrado de la naturaleza lo que la ciencia luego ha ido encontrando con retardo”.

No es eso, no es ese encontar, sin embargo, lo que me gusta, sino su deambular: el desbordamiento y el exceso de las preguntas, el lujo de la inquietud.

Las palabras son la demasía, escribe la autora. “Aquí estoy buscando una específica penumbra; no ninguna ciencia”. No debo olvidar decir que los ensayos de Sanín son una forma que se piensa a sí misma, contienen también una ars poetica. Voy a recapitular –a volver a contar– lo que para mí es este libro, para intentar cerrar la puerta que abrí: historia de un alma (de una ánima), canto a sí misma, canción de las simples cosas, esplendente orfebrería, autorreflexión. Repliegue íntimo que se abre al mundo. Antagonismo. Contradicción. Paradoja (amistosa enemistad). Sol que calienta en esta interminable estación de lluvias.

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