Reseña

El libro desnudo

Reseña de El atuendo de los libros, de Jhumpa Lahiri

Eje El atuendo de los libros
El libro desnudo
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Si Jhumpa Lahiri no fuera una escritora exitosa, no tendría que encarar las interpretaciones gráficas que hacen diseñadores y editores al crear una cubierta para sus libros. Su fama ha acarreado traducciones, y con estas, que sus obras viajen y deban ser recreadas visualmente bajo los códigos de diferentes países, sumado al condicionante que parece ir siempre de la mano de su nombre indio. Pero no solo es la abundancia de traducciones, o los estereotipos asumidos al origen de la autora, los que hacen aparecer portadas casi siempre distantes de la estética del texto o marcadamente tendenciosas, sino el hecho de que sus libros se venden y los editores reclaman que en sus territorios sigan cumpliendo esa promesa. Sobre las portadas recae un peso que desfigura su fragilidad: convencer al lector de comprar ese libro en vez de otros. Tal misión se debe cumplir con muy pocos recursos —un texto elogioso de contraportada, comentarios favorables de críticos, una imagen seductora o fácil de interpretar—, cuyo peso tensa el papel hasta casi romperlo.

En El atuendo de los libros (Gristormenta), Lahiri reflexiona sobre el desconcierto de que casi nunca se logre una portada que haga justicia al contenido. Ve la cubierta como una máscara, un traje demasiado apretado, que condiciona y divorcia los sentidos del texto. Su molestia frente al performance del vestido proviene de su niñez, cuando ya sentía una extrañeza insalvable al momento de vestir el propio cuerpo. En su historia, la ropa siempre revelaba más de lo deseado —sus orígenes, su condición extranjera— cuando hubiera querido pasar desapercibida, opacada por la homogenización de un uniforme. Su fascinación por las colecciones de libros, de volúmenes prácticamente idénticos y con apenas la información precisa para ser reconocidos, renueva para ella esa obsesión aun no resuelta por la igualdad que impone el orden visual. Que salte de una experiencia a otra —del vestido de la infancia a la cubierta de los títulos— revela cierta trasmutación mediante la escritura en la que el cuerpo se convierte en libro, en la que la piel toma forma de grafía. Ese nuevo cuerpo devenido papel, difícilmente encontrará abrigo en una cubierta hecha por otros que, como bien señala, no habrán leído el texto o si acaso un puñado de páginas antes de proceder a interpretar qué cara debería tener ese título cuando un lector lo mire a los ojos.

La hondura del tema de las portadas para Lahiri radica también en interpretarlas como un punto final, el momento de constatación de que la idea vuelta manuscrito ya no es más una prolongación de sí misma sino materia, objeto en el mundo: “Una cubierta aparece hasta que el libro está terminado […]. Fecha el nacimiento del libro y, por lo tanto, el final de mi recorrido creativo”. Resulta ser también una especie de muerte. Pero el ciclo no termina, pues la pérdida de Lahiri es la ganancia de los lectores, quienes deciden si esa piel-cubierta le va bien a ese cuerpo-libro que, lejos ya de los alcances de su autora, debería lograr decir incluso lo que no fue planeado.

Una portada observada con insistencia enrarece la relación con el libro, igual que cuando se repite tantas veces una palabra que empieza a perder sentido o su fonética se nos vuelve inverosímil. Las portadas actuales parecen murmurar que los libros no son eternos, que caducan. No solo los materiales son más perecederos (ediciones de bolsillo versus las indestructibles tapas duras del pasado), sino que su carga de actualidad, su rastro noticioso (comentarios de la prensa, premios ganados) vaticinan que el día de mañana ya no tendrán el mismo valor: otro autor habrá ganado ese premio, los críticos estarán alabando otro libro. Lahiri propone la ficción de la inmortalidad que trasmite el libro desnudo, con tapas neutras, escasamente marcadas con el título y el nombre del autor. Muy pocas editoriales aún profesan esa religión.

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