Los diarios, que pensados de lejos parecen los libros más desprevenidos del mundo —y que parecen casi no querer ser libros, y a veces incluso querer ser hojas secas para el fuego—, resultan, cuando se los ve de cerca, los artefactos literarios más artificiosos y ambiciosos que existen. Aspiran a que los días idos queden en sus fechas irrepetibles, identificados con las disposiciones y las secuencias del ánimo individual, y a mostrar el día en forma de texto —de un camino o una región que pueda volver a recorrerse—: a que el tiempo tome forma de espacio.
A mí me inquietan y me encantan. Emprendo su lectura con una desconfianza cómplice —esa contradicción— en el autor, que pretende que no escribe su diario para mí, sino para él mismo; no para su supervivencia, sino para la ley de la mortalidad, de la superación de los días. ¿De dónde sale esa voz que se oye al leer los diarios de una escritora? ¿Así es como ella habla de manera más auténtica, o natural, o espontánea —si es que se puede hablar de una escritura natural o espontánea o auténtica—? ¿O el tono del diario íntimo es el que más se ha labrado, para que pase por silvestre? Tengo la impresión de que, en el diario, el autor está persiguiendo su voz primera o ensayando la última, y la sensación de que, aunque él realmente haga el intento de retraerse allí, se entrega. Los diarios, tan ensimismados, son misivas.
En los talleres que dirijo, a menudo propongo ejercicios de atención al arco que el tiempo y la luz hacen en un día; de apercibimiento de lo que cabe dentro de una jornada —todas las jornadas—. A veces les he pedido a los participantes que apunten cuanto les llame la atención (ideas, imágenes, fragmentos de conversaciones, preguntas, misterios) a lo largo de las horas diurnas, y que, en la noche o a la mañana siguiente, combinen sus notas y las enrarezcan y compongan con ellas un texto que tenga la gramática de lo nocturno: un sueño inventado.
Todos los diarios son de descubrimiento y mis favoritos son los de Cristóbal Colón, que no son propiamente las bitácoras del navegante, sino las paráfrasis, los resúmenes y las citas que Bartolomé de las Casas hizo de las páginas originales. Me emociona que nuestro primer diario sea ya una lectura desde el otro lado, y que exista una cuenta de los días en el pasaje oceánico de un continente a otro, que es el paso de un mundo al siguiente y del tiempo al más allá de la noche. Para que sus marineros no desesperen de llegar a tierra, Colón declara cada día una cantidad falsa de millas recorridas, mientras que, por otra parte, consigna la verdadera distancia, que es mayor. Esa doble contabilidad me sirve como una metáfora de la composición de los diarios; del desfase entre lo vivido y lo dicho, de la confesión de ese desfase y del autor que da cuenta del camino que emprende en pos de su doble.
La escritura de diarios hace que el día germine en el tiempo de manera exuberante y excéntrica, como si fuera una semilla de otro mundo. En su entrada del 16 de octubre de 1492, Colón describe un árbol que ve en la tierra a la que ha llegado. El árbol es vario y distinto de sí mismo, parece conformado por otros árboles sin que sea producto de injerto, y me hace pensar en el distorsionado día del diario literario. Dice el Almirante: «Y vide muchos árboles muy disformes de los nuestros, y dellos muchos que tenían los ramos de muchas maneras y todo en un pie, y un ramito es de una manera y otro de otra, y tan disforme que es la mayor maravilla del mundo cuánta es la diversidad de una manera a la otra; verbigracia, un ramo tenía las fojas a manera de cañas y otro de manera de lentisco, y así en un solo árbol de cinco o seis de estas maneras, y todos tan diversos…».
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