Pan y paciencia de Matías Godoy es una novela bella, sonora y sagaz. La historia tiene lugar en Subachoque y comienza con la desaparición de la niña Lorencita. Este crimen sin autoría clara, desata en el pueblo la búsqueda de las fuerzas malignas y sacude las estructuras fijas del poder. El apacible pueblo se tensa buscando venganza y los personajes se enredan unos con otros en un doble movimiento de amor y desconfianza.
Lejos de la mirada plana y edulcorada de lo folclórico y estereotipado, Matías construye personajes campesinos que son complejos, profundos y dulces. (Mi favorito es Don Gonzalo que filosofa, ama y cohabita un espacio espiritual con su vaca Sixta Tulia, porque en palabras del personaje “para amar una cosa hay que amar otra”). La mirada sobre los personajes no es desde arriba, el narrador se sitúa justo frente a ellos, para describirlos bien cerquita del corazón, del corazón de ambos: de quien narra y de quien es narrado. Mirando así, sin dejos de superioridad ni cinismo, Matías es capaz de construir una lengua que apropia la musicalidad de lo cundiboyacense sin generar una caricatura.
Este nivel de observación no sólo sucede en el lenguaje, también está presente en los ademanes, en las texturas de la luz, en los recorridos de la montaña, en los nombres de las personas, los almacenes, los animales y las cosas. Las descripciones de la novela están imbricadas en las acciones y son una clase maestra sobre aprender a mirar con amor, a mirar con detenimiento. Matías Godoy no narra una idea abstracta de lo rural. Al contrario, construye una voz narrativa que se detiene en las particularidades de la hostilidad y la suavidad que componen un entramado cultural y espacial. Pan y paciencia es una novela que atiende a la voz, al gesto, al chiste y, ahí en esa atención, delinea el despeñadero de lo humano. Este libro produce música porque sabe escucharla.
La ruptura del estereotipo también sucede en los roles de género, si bien esta es una novela que aborda el tema del conflicto armado, de la violencia y la venganza, los personajes masculinos no son en su mayoría machotes desalmados. Hay en ellos un dimensión contemplativa, silenciosa, ocurrente, que los acerca a la ternura. Aquí hay una elección narrativa y política: ¿Desde dónde narrar la violencia? El autor escoge hacerlo en diagonal, aunque está narrando la historia de un crimen, no está narrando la historia de criminales. De hecho, está rastreando la posibilidad de que el mal sea más un fenómeno social y narrativo, que una posición que encarna una sola subjetividad. Como buen historiador y cuentero, Matías siembra la duda, acaso la posibilidad, de que la violencia se afinque en una narración del otro que lo deshumaniza y habilita todo: incluso matarlo y violarlo.
El libro con sus personajes entrañables, pareciera decir que no hay nadie esencialmente malo, pero la premisa no es tan simple, tan ingenua y por supuesto se complejiza. El libro desconfía de sí mismo y pone a prueba sus mismas hipótesis, presentándonos otros tipos dudosos, a quienes no vemos tan de frente. El encargado de sacudir estas preguntas por el mal, es el Obispo de Duitama, un personaje fantasioso, letrado, ajeno a Subachoque, cargado de buenas intenciones. El Obispo irrumpe en el universo narrativo con la misión de entablar la búsqueda de la niña Lorencita. Como es dado a la fabulación, el Obispo se otorga poderes de narrador. Cree que la pulsión de venganza del pueblo va a desatar una ola de violencia, así que toma la justicia en sus propias manos, pero esta vez con la justicia del relato. Inserta rumores, inventa cuentos y sobretodo reflexiona sobre el poder de la narración para construir realidades.
El Obispo de Duitama confía en que la literatura inventa el mundo y se convierte en un personaje abisal. Por un lado, trae consigo la esperanza de narrar nuestros odios desde otro marco y así salir del círculo de la violencia. Pero, por otro lado, trae consigo la oscuridad autoritaria de quien tuerce el relato para desestabilizar el mundo, algo tremendamente actual en tiempos de Fake News y posverdad. El Obispo trae las preguntas políticas al centro de la escena y al mismo tiempo opera como un político tradicional. De este modo, el gran personaje de la novela es el estereotipo del escritor que todo lo sabe, el obispo podría ser una metáfora del intelectual colombiano. El texto lo interpela: ¿Cuál es el riesgo de mirar la realidad de la guerra como un cuento torcido? ¿Cuál es el peligro de esta mirada panóptica, centralista, intervencionista del narrador omnisciente? ¿Qué sucede cuando echamos una mentira a andar por el mundo? Y, en últimas, ¿cuál sería la relación entre verdad y ficción? ¿Son nuestras palabras bien intencionadas un reflejo del mundo y pueden cambiarlo? ¿Quién se otorga ese lugar? ¿Qué sería intervenir en una realidad social para bien?
A través del Obispo de Duitama, la novela logra construir una pregunta por el lugar del relato que perpetuamos en el conflicto armado y, al mismo tiempo, construye un mecanismo meta-literario. Esta es una novela que se cuestiona a sí misma, y que en lo descarnado de las preguntas también deja espacio para lo luminoso y sensible. Esta novela parece preguntarse sobre la función y los límites de la ficción y la pregunta la enrosca sobre sí misma como un uróboros que se muerde la cola. Demostrando una vez más que el mejor mecanismo para pensar en la ficción es la ficción misma. La respuesta que trae el texto no es cerrada, es paradójica. La novela resulta política, no solo por sus temas, sino especialmente por su ejecución.
Si bien los personajes masculinos de la novela están enfrascados en la acción, la reacción y la reflexión son dos voces femeninas las que cierran y abren el libro: la voz de Lorencita y la voz de Delfina. Sus voces, como canciones tocan el centro del misterio, lo revelan y lo esconden, tienen la contundencia escurridiza de lo poético-profético. Mientras los hombres se enredan en las preguntas y los efectos del conflicto, estas voces femeninas parecen estar señalado el origen de la violencia en un lugar mucho más cercano y doloroso. La violencia imbricada en eso que es la casa, en eso que es el amor.
Todo esto que suena tan serio, tan denso, tan sesudo, discurre en Pan y paciencia de una manera armónica, tensa y divertida. Porque además de hacerse muy buenas preguntas, Matías es, ante todo, un gran narrador. Logró hacer de este libro una especie de policial raro, de canción carranguera, de novela de aventuras, de fábula sin moraleja donde hay espacio para el escepticismo, para la pregunta incisiva y también para el milagro.

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