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Reseña: Biblioteca personal, de Jorge Luis Borges, por Daniela Gómez.

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Las razones por las cuales los editores eligen los libros que publican deberían ser obvias, si se trata de una edición bien lograda que haga parte de un catálogo consistente. La respuesta corta podría ser que se trata de un buen libro, pero eso no es suficiente para entender la manera caprichosa en la que toma forma una editorial. En Biblioteca personal (Alianza, 1988), se reúnen los prólogos que Borges escribió para una colección que la editorial Hyspaméria le propuso crear con los 100 títulos que consideraba de lectura obligatoria. Estos textos son un despliegue único de motivos editoriales, exhibidos como un menú pensado para la gula de los lectores hechos a su imagen: omnívoros, insaciables y dispuestos a encontrar belleza en lugares inesperados.

A Borges pareció emocionarle el argumento de la colección –literario, claro, y obviamente de venta– y antes de morir alcanzó a escribir 64 de los preliminares que acompañan sus libros escogidos. En otra publicación, de nuevo dedicada a sus prólogos, dijo que este tipo de textos, por lo general, “linda(n) con la oratoria de sobremesa o con los panegíricos fúnebres y abunda(n) en hipérboles irresponsables, que la lectura incrédula acepta como convenciones del género”. Quizá para prevenir los excesos, escribe textos cortos, alumbrados por frases geniales que podrían grabarse bajo el nombre de los escritores de los que habla sin espantar a futuros lectores.

De Dino Buzzati dice: “en estas páginas, retrotrae la novela a la epopeya, que fue su manantial”. De Gide: “como Goethe, no está en un solo libro, está en la suma y en el contraste de todos ellos”. De H.G. Wells: “Las ficciones de Wells fueron los primeros libros que yo leí; tal vez serán los últimos”. De Robert Graves: “Nunca trató de ser moderno, ha declarado que un poeta debe escribir como un poeta y no como un periodo”. De O’Neill: “Más que las duras circunstancias de su biografía, nos importa lo que hizo con ellas y con su infatigable imaginación”. De Melville: “tenía, como Coleridge, el hábito de la desesperación. Moby Dick es, de hecho, una pesadilla”. De Claudio Eliano: “Nada sabemos de los hechos que tejieron su biografía; queda su voz tranquila narrando sueños”. De Shaw: “Los escritores de nuestro siglo se deleitan en las flaquezas de la condición humana; el único capaz de imaginar héroes fue Bernard Shaw”. De Quevedo: “Leyó a Montaigne (…), pero este nada pudo enseñarle. Ignoró la sonrisa y la ironía y le complacía la cólera”. Y así de Marco Polo, Henry Michaux y los matemáticos Edward Kasner y James Newman, entre muchos.

Protegidas por el motivo de la selección –introducir sus libros favoritos–, ninguna de sus frases acaba con la fama inmerecida de algún escritor, pero sí parece aplicar algún tipo de justicia a sus elegidos, una estocada contra la posibilidad del malentendido o la omisión, que privaría al lector del placer completo. Si la vida del escritor ayuda a desentrañar alguna característica de su literatura, Borges la despliega como paisaje de fondo. Si algún tercero lo dijo antes o mejor, se apoya en sus palabras.

Con sencillez, reúne lo mínimo para abrir la puerta y permitir ver lo que él presenció, seguramente después de muchas relecturas.

Sus prólogos son un testimonio inusual de lo que siente quien sugiere la publicación de un libro: contagiar la ilusión de un hallazgo, extender una pregunta, hacer eco del temblor. Además, conversar mediante la escritura con la experiencia de otros, someter la propia emoción a la mirada ajena. Sin duda, en estos textos hay ánimo de revancha contra los agravios de la historia y del mercado; son una lanza que se apunta con la autoridad concedida por la lectura esmerada. Lo dijo, otra vez, en ese prólogo a su libro de prólogos: “[este,] cuando son propicios los astros, no es una forma subalterna del brindis; es una especie lateral de la crítica”. Una tarjeta de presentación de un amigo ante un desconocido que se espera que también lo sea.