La más grande aventura humana: ¿la población de los continentes desde que los primeros homo sapiens salieron, a pie, de África?, ¿el descubrimiento del fuego, que equivale metafóricamente al origen del pensamiento?, ¿agruparse en comunidades, forjar imperios, erigir grandes ciudades?, ¿surcar los mares para encontrar que no hay abismos ni límites sino otras tierras, otras culturas?, ¿volar, como las aves?, ¿llegar a la Luna, soñar con explorar los confines del Sistema Solar?
Difícil elegir cuál, entre todas las sagas en las que se ha embarcado esta especie hecha de curiosidad y sueños, pero una que podría elevarse por encima de todas es la aventura del lenguaje y todas las que derivan de él: contar historias, heredar el conocimiento de los ancestros, legarlo a las nuevas generaciones, nombrar el mundo, asignar una palabra a cada cosa encontrada en el camino para hacerla única y darle un sentido, reunir la memoria de incontables siglos en un relato, una canción, un poema declamado en la plaza pública o en la intimidad de un encuentro; arribar a las costas extensas del signo y traducir los fonemas con los que nos comunicamos en dibujos y trazos que en su conjunto encierran el universo, escribir, leer, desencadenar un aluvión de conocimiento, imaginación y símbolos en soportes que sobreviven a la carne: papiros, códices, libros, El libro.
El libro es una de las más grandes aventuras humanas: un crisol de lenguaje concentrado que incluso altera las leyes físicas del tiempo y el espacio. Un libro permite vivir muchas vidas y trasladarse con magia instantánea a cualquier lugar del mundo y cuando este se agota, crea otros mundos para invitar a viajar a otros lugares.
Perpetuar en un libro la historia de los libros
Libros como El infinito en un junco de Irene Vallejo, sirven como evidencia de esa aventura. En su recorrido por la historia del libro, entrelazada con la historia de la escritura, Vallejo propone la epopeya de la patria compartida por cada ser humano: la lengua. No importa que hable de viajeros que atraviesan el mundo antiguo, escalan las dunas del Sahara o bordean las riberas del Tigris y el Éufrates; no importa que cuente la historia de una biblioteca desaparecida hace milenios o la de un monje escribano cuyo nombre está perdido en las zonas oscuras de la edad media, cada mujer y cada hombre que protagonizan los pasajes de esta obra pertenecen a un mismo territorio, el de la lengua, sí, pero también el de las historias, el de ese impulso natural del ser humano por volver a crear el cosmos cuando narra.

En una época en la que el libro ha superado varias veces su sentencia de muerte, el hecho de que una obra como El infinito en un junco sea un éxito global parece una invitación a que nos sigamos hermanando desde la lengua y las historias, a que borremos esas fronteras estatales por las que nos trenzamos, a veces, en cruentas batallas.
El Infinito en un junco ha sido traducido a más de 32 lenguas y ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo. Es bello pensar que un lector en China se emociona con el mismo pasaje que pone eufórico a un lector de Colombia, que quizás el azar del universo haga que una lectora de Ucrania abra el libro en la misma página que un lector de Brasil y que, si meses o años después se encuentran, entiendan que ya habían empezado esa conversación desde mucho tiempo atrás.
Existen muchos libros con los que se podría repetir un encuentro semejante. Si Irene Vallejo se pasea por el mundo antiguo, Roberto Calasso no sale de su biblioteca y la aventura tiene una escala épica semejante, como la de Alberto Manguel, quien también viaja en el tiempo para desentrañar la historia de la lectura, para mostrar el salto tan grande que fue para la humanidad el aprender a leer, hacerlo en voz alta y, luego, mentalmente, que fue un salto todavía más grande, y raro, tanto que se tildaba de locos a quienes dejaban oscilar su mirada frente a las páginas de un libro sin mover los labios ni un milímetro.
Hay una cofradía de mujeres y hombres que convirtieron el libro en el tema de sus propios libros: Helene Hanff deja una obra epistolar que da cuenta de libros que migraban durante la posguerra como mensajes fundadores de una amistad. Fernando Báez registra el relato de los muchos holocaustos que ha vivido el libro: en hogueras, en guerras, en purgas ideológicas o religiosas, en bombardeos y lluvias de fuego que no solo amenazaban el libro sino todo lo humano. Álvaro Castillo Granada ofrece el testimonio de toda una vida dedicada a contagiar a otros lectores del amor por los libros. Roald Dahl convierte el oficio de librero en una hilarante intriga criminal. Juan Carlos Díez se concentra en esa estirpe maldita de libros acosados por persecuciones vaticanas o maldiciones infundadas. Italo Calvino descubre la manera en que los clásicos son libros que pueden decir cosas distintas siempre y por eso no dejan de leerse.
La aventura que estos autores vivieron escribiendo sus obras, y leyendo mientras las escribían, se puede vivir de la misma vívida manera al leerlos y escucharlos. Por eso, para celebrar el Día del Idioma, Comfama les ofrece una selección de estos libros sobre libros, libros sobre el encuentro de la palabra y los encuentros, inesperados o anhelados, que provocan las palabras.