Una vez, hace mucho tiempo, mi mamá me sorprendió llorando encerrado en mi cuarto. Me preguntó qué pasaba, como era de esperarse. Pero, ahora pienso que no es sorprendente, yo no supe qué responder. No tenía las palabras indicadas para describir mi situación. No existía para mí en ese momento la posibilidad de expresar en mi lengua aquello que sentía. Era imposible en aquel entonces para mí decirle “Mamá, me sorprendió hace ya un tiempo el roce de la piel de D sobre la mía, me sorprendió mucho más sentir lo que sentí, una mezcla extraña entre anhelo y temor; comencé a sentir el deseo de besarlo y el miedo a que me abandonara”.
Es decir, yo no encontraba las palabras para decirle a mi mamá lo que otros muchachos hubieran podido decir con mucho orgullo al hablar del amor hacia sus amigas, sus descubrimientos eróticos y afectivos. “Mamá, me enamoré de mi amigo”, logré decirle al final. Y me desbordé al sentir que había traspasado a una esfera de mi vida en la que me faltarían las palabras; una esfera en la que, como casi ocurre en esa ocasión, tendría que aceptar el silencio como única posibilidad expresiva.
Yo no conocía ninguna historia en la que yo fuera posible. Para mí, el sufrimiento era únicamente mío y de mi amigo. Ambos, al vernos, nos adorábamos y nos temíamos; todo se sentía al mismo tiempo al abrazarnos. Para mí, las historias de amor no ocurrían entre sujetos como nosotros. Entonces subía a algún cerro para entender cómo se creaban las palabras. Para hacer las paces con la imposibilidad de existir en un mundo posible. Aceptar que estaba en un hueco lleno de palabras que me tapaban la boca.
Acepté el silencio y viviendo sin palabras continué por mucho tiempo. Evitaba formular preguntas y me volví habilidoso para responder mentiras. Hasta que un día, en una clase de literatura francesa con P.M. me topé con Alexis o el tratado del inútil combate (1929), de Marguerite Yourcenar. Este libro era justo lo que me estaba sucediendo. Su personaje, por medio de una carta, intenta expresar a su amante mujer las razones por las que ha decidido alejarse de su lado. Describe un ambiente cargado de convenciones sociales y principios morales religiosos que lo hacen sentir culpable de su deseo, por lo que había decidido, durante tanto tiempo, mantener en silencio su sentir. Al leer esa carta (que constituye la novela de Yourcenar), yo podía reconocer ese sujeto que se pierde a sí mismo al autodespreciarse e imponerse el silencio. Alexis llegó en el momento preciso. El silencio espeso del cual emergía la ‘confesión’ me impulsó a buscar su opuesto: yo necesitaba la máxima expresión. Necesitaba encontrar un grito desgarrador que alguien ya hubiese expresado por mí.
En ese trasegar me encontré (¿o me encontraron?) una cantidad de formas expresivas cuya acumulación creó la sensibilidad necesaria para que yo siguiera viviendo ese proceso de respetarme a mí mismo, ese proceso de permitirme amar a otro con manos fuertes y abarcadoras. Yo tomaba la decisión todos los días de no desfallecer y permitirme la ternura. Algunas de estas formas expresivas fueron Corydon (1920), de André Gide, con el que empecé a cuestionarme si aquello que me ‘ocurría’ era natural o producto de la cultura (discusión afortunadamente vigente); algunos poemas de Raúl Gómez Jattin, de Constantine Cavafy, Cristina Peri Rossi; autores como Fernando Vallejo con La virgen de los sicarios (2000), donde describe a esos muchachos paisas tan inmerecidamente populares en el mundo de nosotras las maricas que porque son muy machitos.
También está Giuseppe Caputo con Un mundo huérfano (2013), una novela que narra la presencia del erotismo en lugares violentados, explora una de las relaciones posibles entre el hijo marica y su padre, y en la que aparecen elementos que son característicos de las formas de homosocialización actuales, como las plataformas virtuales; y así también está Alonso Sánchez Baute con Al diablo la maldita primavera (2008); Álvarez Gardeazabal con La misa ha terminado (2013) en la que explora la homosexualidad en el mundo religioso, como lo hace también en Como esta tarde para siempre (2018) Jaime Manrique. Y ojo, que estoy muy orgullosa porque la mayoría de los que les he mencionado son escritores colombianos y eso en este país arrecho con pretensiones de santo es bastante lindo. Mejor dicho, un poema.
Y aprovecho este carretazo para hacer una mención especial a tres novelas que he (re)leído recientemente. Novelas en las que la narración de una vida atravesada por experiencias homoeróticas se desprende de todo respeto hacia el orden y la realidad existente. Es decir, novelas que crean, a partir de elementos del realismo mágico, de la invención del pasado y de la imaginación desatada, una gama de posibilidades discursivas y por ende, de existencia. Una gama que no restringe el hecho discursivo, sino que busca potenciarlo a maneras que aún no se nos han ocurrido.
Estas novelas son: Las Malas (2019), de Camila Sosa Villada, en la que tenemos una voz travesti que nos narra cómo las vidas pueden configurarse desde el discurso y cómo las poblaciones marginadas han logrado (no siempre con éxito) construir unas redes de apoyo que se han enfrentado a muerte (y no exagero) en contra del orden imperante; Vista desde una acera (2012), de Fernando Molano, en la que se narran los sucesos que rodean una vida que se apaga a causa del sida, y cómo este camino hacia la muerte puede ser totalmente reivindicativo y lleno de amor; y por último, Vagabunda Bogotá (2017) de Juan Carlos Barragán, en la que su autor-narrador construye a través de la imaginación un camino hacia el recuerdo de ese muchacho Mario que se encontró una tarde lluviosa en una fría Bogotá, una novela que rompe en la literatura lo que han roto las expresiones de género cotidianas que desafían la sociedad: rompe ese orden hostigante de la norma y lo convencional que no deja pelechar ninguna flor.
Y bueno, a partir de estas lecturas y con una desenvoltura que me ha costado abandonos pero, sobre todo, encuentros, yo ya estoy decidido a hablar abiertamente por mí mismo. Digamos que estas lecturas son una acumulación de sucesos que aún me llevan por el camino de la expresión. Voy recolectando palabras para entenderme, para darles el lugar merecido a mis sentires y claro, a mis hombres amados y amantes.
Ahora ese niño que lloraba en su cuarto podría decirle sin ningún temor a su mamá que se enamoró de su amigo, que le gusta cómo su amigo lo mira mientras come el paquete de mecato que se sentaron a comer en la banca que queda al lado del río. Mamá, yo me voy a permitir soñar mi felicidad como yo soy. Está en los libros, pero también está acá, mirá, vení tocame el pecho.