Este es un libro analítico y sensitivo. Se trata de una crónica balanceada entre dos derroteros: la reconstrucción del pasado de la autora en relación con su familia y la revisión escrutadora de la historia reciente de Cartagena de Indias.
El relato comienza hacia finales de la década del ochenta, más precisamente en 1988, con los momentos familiares que estaban teniendo lugar en torno a las primeras elecciones celebradas en el país para designar alcaldes de los municipios. Es bueno aclarar que antes de ese año, en Colombia los gobernadores departamentales eran nombrados a dedo codicioso por el presidente de la república, para que luego nombraran —también a dedo codicioso— a los alcaldes. Hecho que hacía de este régimen una democracia incompleta controlada por el nepotismo parroquial de cada localidad.
Para la autora y su familia aquellas elecciones de 1988 eran “la ilusión de que lo que venía era bueno, era nuevo y era grande”. Y lo creían porque le tenían fe a que el nuevo mandatario se propusiera, realmente, gobernar para los amplios sectores de la ciudad sufrientes de exclusión y pobreza, y no solo para el sector esplendoroso dedicado a enamorar turistas. El desencanto, sin embargo, sobrevino no mucho después: para las elecciones de 1995, el papá de la autora —así como para muchos más en Cartagena— “ya andaba cansado de la política local porque no se sentía representado”.
La razón para ello es uno de los mensajes que este libro se encarga de estructurar a lo largo de sus 176 páginas: si bien las votaciones para alcaldes y gobernadores —con sus legislativos— significó la democracia completa, también cargó consigo la entronización de la corrupción total en cada proceso de la administración pública y una cadena de crisis casi irresolubles en áreas como los servicios públicos y el saneamiento, la gestión inmobiliaria y, cómo no, el hambre de la gente.
En su objetivo de ilustrar la desconsoladora cuestión política de Cartagena y el comportamiento criminal de sus gobernantes, el libro avanza en sus derroteros sin dejar de mencionar, nombre a nombre, a todos los que han sido elegidos por voto popular. Y ninguno se salva. La autora se encarga de citar a cada uno y enrostrarle su parte de responsabilidad en el fracaso institucional de Cartagena. El desahogo queda completo cuando le hace ver al lector que la culpa también la lleva la ciudadanía por sus modos de acomodarse convenientemente a la corrupción. De ahí el título.
La personalidad de los pelícanos es la manera como el papá de la autora ha definido el comportamiento de los cartageneros: aprovechan el buen viento para volar impasibles sobre la bahía, pescan cuando lo necesitan, pero muchos se dedican a esperar a las afueras del mercado callejero a que les tiren las sobras o a recoger del suelo mondas de alimentos desechados. “Esta ciudad es esencial para la economía del país”, le dice el papá a la autora por allá en la infancia, “pero seguimos alimentándonos de las sobras que nos dejan las mismas familias de siempre y la gente que ni siquiera vive aquí… El lago sigue ahí, pero ellos dejaron de pescar. Se les olvidó cazar. Tú mejor prepárate, Tica María. No te dejes embelesar por las cosas fáciles”.
Este lado B de la ciudad más global que tiene Colombia es el que vive dentro de la autora como una loza de la que no logra desprenderse ni intentándolo en largos periodos de vida en otras latitudes. Dentro de Teresita Goyeneche habitan —y ella los revuelca para quitárselos— los valores sociales que se vuelven morales de la Cartagena que le tocó en su infancia y adolescencia: el clasismo de las familias adineradas, dueñas de todo, que se vuelve pauta de comportamiento para jóvenes de clase media; el segregacionismo territorial o barrial que parte la ciudad en dos: la que se encuentra dentro del muro de piedra colonial —millonario y exclusivista— junto con dos o tres barrios de bellos apartamentos de balcón hacia el mar, y el resto: una juntura de barrios de familias que dependen de salarios apretados más una gruesa extensión de barrios pauperizados en los que habitan dos terceras partes de la gente.
Goyeneche pone en su medida actual al chico de camioneta relumbrante del que estaba enamorada en la adolescencia, a los grupos de amigos que la invitaban al club social, a los compañeros y aparecidos que la desdeñaban diciéndole que olía feo por vivir cerca del mercado de Bazurto, a los integrantes más célebres de las familias ricas y torcidas que se siguen robando a la ciudad. Goyeneche repasa los elementos cartageneros que la conformaron como ciudadana para deshacerlos delante del lector usando un lenguaje inteligente y pleno de plasticidad. En su prosa están conectadas la precisa denuncia de la periodista indignada, la poética de la ciudadana que desbroza el pasado para preguntarse por el futuro y el riesgo de la escritora que pone el ojo en las junturas invisibles de la vida cotidiana.
Dos apuntes finales:
Uno, Goyeneche trae a su abuela al primer plano de la narración, la toma como ejemplo y guía, emplea su figura como llama literaria, se ve en ella, se descubre diferente a ella.
Dos, Goyeneche le entrega este libro al mundo. No solo a los lectores de su país. Se lo entrega al mundo porque es el mundo privilegiado el que toma a Cartagena como balneario y difícilmente se pregunta qué hay más allá de la muralla. Pues este libro le ahorra la exploración a esa tierra ignota porque se la muestra, se la narra, con toda la furia del desahogo.




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