Ahora es el tiempo del río Claro. Sus bosques, sus cañones, sus caminos de piedra y su lecho de mármol son los atractivos de uno de los destinos más apetecidos por los viajeros en el oriente de Antioquia. Las aguas cambian de tonalidad según el paraje y todo se ve tan fantástico. Pero hubo un tiempo, exactamente hace 42 años, en que este río fue lugar de origen de dos bandos que hicieron la guerra, que mataron con odio y sin piedad y convirtieron la región en un lugar de zozobra y derrota.
La grieta es el libro que cuenta este origen, con su desarrollo y final. La grieta es la fisura insondable que se abrió entre dos familias luego de que la perfidia de las ideas políticas empujara la matanza. La grieta es el vacío actual que habita en la consciencia de los que ordenaron matar y no murieron a tiempo para su descanso y han debido padecer el reclamo incansable de los que sobrevivieron.
Corrían los primeros años de la década de 1980 y Colombia pasaba por un momento de excitación política y criminalidad que a la vuelta de la esquina desataría una sangría compartida: a los homicidios y desapariciones por manos de la fuerza pública y de las guerrillas se unieron los homicidios y desapariciones por manos de los paramilitares en ciernes. En un escondido paraje a orillas del río Claro, a pocos kilómetros de la desembocadura en el Magdalena, la familia Buitrago y la familia Isaza compartían las ilusiones de su vida campesina. Hasta que en algún momento una combinación de circunstancias no del todo comprensibles en medio de un localísimo debate de ‘Guerra fría’ encendió el encono de los Isaza contra los Buitrago y hubo una masacre: cinco hijos de Manuel Buitrago, el patriarca, cayeron ultimados a tiros al pie del totumo que flanqueaba el patio central de su casa. Y erguido ante los cuerpos aún cálidos de sus víctimas estuvo Ramón Isaza, el otro patriarca, junto con sus sicarios de ocasión.
La interpretación de este crimen fue tan aérea como atroz: la familia Buitrago era muy cercana de un cura afiebrado de la Teología de la Liberación llamado Bernardo López Arroyave, que impartía misa en la zona y recaudaba jóvenes para involucrarlos en lo que parecían ser grupos juveniles de trabajo social, pero que la fuerza pública y los paramilitares recién orquestados por Henry Pérez consideraban grupos de iniciación guerrillera. Los tres hijos mayores de Manuel Buitrago se habían ido de la cuenca del río Claro supuestamente a trabajar a Medellín, pero en realidad estaban en una escuela de entrenamiento insurgente que la guerrilla del ELN tenía en cercanías de Barrancabermeja. Y nunca se supo si ellos llegaron a esa escuela por influencia directa del padre Arroyave. Lo cierto es que en esa vereda:
Para ese momento, Ramón Isaza ya había juntado a un puñado de finqueros armados con escopetas para contestarle a la guerrilla de las Farc, que se encontraba en la región cobrando vacunas, robando ganado y reclutando hijos de campesinos. El azar de la violencia había llevado a Isaza a integrarse con sus escopeteros a las fuerzas de Pérez. Un día de 1982, Pérez le ordenó a Isaza dar un golpe inobjetable que cimentara la certeza del dominio territorial por parte de los paramilitares: había que matar a esos tres hijos de Manuel Buitrago y, si no se encontraban en la casa, había que matar a esa familia para que las otras familias recibieran el mensaje de que el camino no era el que les mostraba el padre Arroyave. Y llegó el día y los tres hijos que ya eran combatientes del ELN no estaban en esa casa. Es aquí donde comienza la historia del libro, porque empieza la confrontación entre las nacientes Autodefensas de Puerto Boyacá, bajo el mando de Henry Pérez, y el frente Carlos Alirio Buitrago del ELN, bajo el mando de Gustavo Buitrago.
Su autor es Juan Camilo Gallego Castro, un cronista de 34 años nacido en Guarne, el más cercano a Medellín de los municipios del oriente antioqueño. Con una cuantiosa experiencia en investigaciones sobre el conflicto armado colombiano, Gallego Castro ha escrito un buen número de crónicas y viene desarrollando una obra que ya alcanza cuatro libros de no ficción, todos sobre los efectos de la violencia en el tejido social de unas familias y unos pueblos. Si este oriente es enorme y diverso y los hilos de su violencia son intricados, este es el autor que se ha propuesto comprender para compartir lo que su región guarda como clave para el futuro.
En La grieta, Gallego Castro enlaza dos relatos en la línea de tiempo: el del reportero que va y busca y entrevista y viaja, y el de los hechos que tuvieron lugar en la cuenca del río Claro. De un bloque a otro, la lectura salta de una escena que existe en el recuerdo de los entrevistados a una escena del reportero y sus cavilaciones. “Me detengo por un momento y veo al río crecido arrastrando las ramas de los árboles, ancho y brioso. […]Por aquí subía el Johnson de Estación Cocorná, por aquí pasaba el padre Bernardo en sus visitas a Santa Rita, por aquí cruzaron los asesinos de los muchachos, por aquí llevaron los cuerpos rumbo al cementerio” (pg 66).
El texto está dividido en cinco capítulos ascendentes: la traición, la venganza, las despedidas, las ausencias y el reencuentro. El reportero se exige para encontrar a las personas que vivieron aquellos años y que hoy son vecinos de cualquier oficina en Medellín o de cualquier tienda en algún pueblo de calor ribereño. Sus hallazgos asombran: una madre de familia que antes fue novia del comandante guerrillero, un oficinista que antes fue hermano del combatiente eleno, los hijos perdidos de los hijos del comandante paramilitar, los mismos hijos del comandante paramilitar con sus apodos casi míticos, todos contándole los detalles nunca antes revelados sobre los daños reales de la guerra que son los daños en la consciencia.
Al final, el reportero, con una determinación activista por la defensa de los derechos humanos, logra el reencuentro de quienes fueron amigos y luego enemigos: los dos patriarcas, cuarenta años después, frente a frente escuchándose y explicándose. Un acto de extraordinaria fuerza moral. “Se acercó y le dio la mano. Luego todos se levantaron, cruzaron palabras, se tomaron fotos, se secaron las lágrimas. Manuel y Ramón se dieron la mano, Manuel cubrió la de Ramón y este llevó su mano izquierda al hombro de su viejo amigo” (pg 180).




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