Una ciudad no se entiende con mapas ni estadísticas. Se adivina mejor en una zarigüeya husmeando entre materas, en la vibración del metro cuando nadie cabe pero todos entran. Ninguna ciudad aguanta la reducción a un eslogan turístico. La literatura urbana es una forma de escuchar algunas de las millones de historias que las ciudades tienen por contar. Pero ¿qué es, exactamente, un relato urbano?
Un cuento urbano no es solo un cuento que transcurre en la ciudad. Es un relato en el que la ciudad se mete bajo la piel de los personajes. Las casas hablan, los buses piensan, el concreto respira. La ciudad aparece en el canto de un gallo que interrumpe el sueño burgués de una unidad residencial. En el desorden minúsculo que deja una zarigüeya y que desencadena, sin proponérselo, una guerra doméstica. En la sospecha absurda de que tu suegra es la hija de un asesino histórico. Hay relatos que no cuentan la ciudad: la contienen, como quien guarda una llama entre las manos.

Las diez historias que componen la Selección de cuentos de Medellín y Bogotá hacen eso: escuchan. Le prestan atención a los detalles que solemos ignorar: una zarigüeya en el jardín, una acumuladora de objetos inútiles, un padre que en realidad nunca fue, una carta escrita por una criatura que antes fue humana. Desde distintos registros —el absurdo, la crónica íntima, el humor negro, la distopía, la ternura, la rabia— estos cuentos nos dicen que vivir en una ciudad es sobrevivir al roce constante con los demás, a sus cuerpos, sus olores, sus prejuicios, sus ausencias.
No hay nostalgia heroica aquí, ni idealización del cemento. Lo que hay es una voluntad de mirar de frente. Gerardo, el protagonista de "El componedor", lo intenta todo por corregir su entorno, pero fracasa porque la ciudad —como las personas— no se deja enderezar. En "Vida pico", un joven intenta no llegar tarde a su primer trabajo, pero el sistema de transporte lo engulle. En "Padre", un patrullero y un universitario se reconocen, por un instante, como dos seres humanos rotos. En "Los amigos míos se viven muriendo", el narrador quiere simplemente un amigo que no se muera, pero ni eso parece posible.
La literatura urbana no responde a un género. Es, más bien, una sensibilidad. Una manera de registrar lo que queda en el aire después del tropel, del almuerzo en la fonda, del último bus de la noche. Una forma de captar las preguntas que no hacen ruido pero no dejan dormir: ¿quién era mi madre?, ¿cuánto pesa un rumor?, ¿qué tanto de mi ciudad hay en mí?
Publicada por Palabras Rodantes en colaboración con Libros al Viento, esta selección es un mapa no turístico. No muestra monumentos ni grandes avenidas. Recorre los callejones, las escaleras, los patios traseros. Y ahí encuentra literatura: no como ornamento, sino como huella. Como forma de caminar distinto por la ciudad.
Porque eso es la literatura urbana: la posibilidad de descubrir que, incluso en medio del caos, la ciudad tiene otra voz. Una que no se oye desde el carro ni desde la oficina, sino desde el cuento. Desde quien, en lugar de pasar de largo, se detiene, escucha, y escribe.