Lástima que la nostalgia está ahora tan manoseada, empacada, vendida y consumida casi sin masticar. Lástima porque me vi hace poco Perfect Days de Wim Wenders y me dolió el estómago ahí donde siento la nostalgia particular de las cosas que no he vivido. Un anhelo, a la vez doloroso y feliz, por una música de otra época, por un lugar que aún no visito pero que pienso que me espera.
Hay una escena de la película en la que Hirayama, el protagonista, rebobina un casete con un lápiz. En el cine escuché un murmullo y supe que varios recordamos hacer ese mismo gesto en nuestra adolescencia para ahorrar las pilas del walkman. Un pequeño gesto que implica estar presente en el momento, incluso cuando este es repetitivo, monótono. Porque, aunque sepa ya a lugar común, la nostalgia es eso, una alegría y un dolor que se mezclan en el deseo de querer regresar a otro tiempo o a otro lugar, sabiendo que es imposible.
En Perfect days, Hirayama se dedica a lavar baños públicos en Tokio. Su existencia sencilla, solitaria y repetitiva celebra, en cada gesto y en cada acción, la belleza de una vida simple que, para todos los estándares capitalistas, podría ser un fracaso: la de un trabajador de la limpieza de baños públicos, con poco dinero, soltero y ceñido a una rutina monótona. Aquí, la soledad y la repetición de los días son componentes de una vida deseable, partes de un equilibro que debe cuidarse y mantenerse, como los pequeños árboles que colecciona el protagonista o las fotos, siempre distintas, de la luz que se asoma entre el follaje.
Cada día, al salir de su casa, Hirayama mira al cielo y sonríe, sin importar el clima. Sonríe más porque puede mirar al cielo, que por lo que el cielo le devuelva. Es de esa manera sutil que la película reconfigura la idealización occidental que a veces ahoga tanto las representaciones de la vida japonesa. Sí, Hirayama, sin necesidad de palabras, recibe la bendición de un monje budista para llevarse a casa un piecito de su árbol amigo, pero también se enfrenta al ruido y al tráfico de Tokio, a los “businessmen” borrachos que irrumpen en el baño que ha limpiado con tanto esmero. Ambos momentos los vive con tranquilidad, sonriendo incluso. Ambos son parte de la vida de Japón.
En estos días perfectos para Hirayama lo importante es tocar las cosas con detenimiento, con delicadeza, honrarlas en la rutina de su cuidado. Honrar sus pequeños árboles cada vez que los riega con el spray, honrar el tatami que limpia con una escobilla y bolas de papel periódico mojado, honrar el futón que dobla todos los días de la misma manera, honrar el libro que lee antes de dormir, honrar incluso la máquina expendedora de bebidas de donde cada mañana saca una lata de café. Honrar los momentos pequeños de la vida en el cuidado de su repetición. Y, sobre todo, honrar a las personas que se encuentra en su camino, a pesar de que puedan interrumpir su tan cultivada soledad.
En un momento Hirayama ve invadida su rutina, y hasta su van, por su compañero de trabajo y una chica que este quiere conquistar. Una chica seria y desinteresada que solo parece conmoverse cuando escucha Redondo beach de Patti Smith en uno de los muchos casetes de la colección que guarda el protagonista en su carro y que sirven como banda sonora para la película. Hace años yo también sentí que algo invisible pero enorme se movía dentro de mí cuando escuché por primera vez a Patti Smith en el radio de un carro, en un CD regalado. Aunque hay un aparente descontento ante la irrupción en su vida tranquila, Hirayama honra esos momentos inesperados de la misma manera que honra su cotidianidad.

Por eso me parece que el ojo de la nostalgia es importante en esta película. Pero no una nostalgia melodramática, diseñada para vender, si no una nostalgia de ojo delicado que mira un casete de Lou Reed con el mismo cuidado con el que se mira la luz que pasa a través de las hojas de un árbol en el templo. Así, sin muchos aspavientos, Wenders logra rescatar a la nostalgia de su empaque de producto y ponerla de nuevo en el simple acto de fotografiar el komorebi o de escuchar un casete mientras se maneja.
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Perfect days desbarata todos los lugares comunes negativos sobre la rutina, la vida repetitiva e incluso la aburrición, que tanto suele perpetuar el cine más comercial. Es en la delicada coreografía de los días, en el equilibro entre la austeridad y el aprecio de cada objeto trivial como si fuera un pequeño tesoro, donde se aloja la posibilidad de los días perfectos. La humanidad de Hirayama está en sus maneras. En su deseo de ayudar a las personas a su alrededor, en su silencio tranquilo que no aleja a quienes lo conocen, en sus gestos tan pequeños y tan absolutos.
Wim Wenders hizo una película honestamente japonesa. En el respeto por los objetos, su limpieza y su cuidado, logra revelar el respeto por el otro, por el bien comunitario. Así, nos muestra la vida de un hombre de Tokio sin necesidad de explicar su pasado, ni sus deseos o sus motivos. Es solo gracias a los breves encuentros con otros y a la música que accedemos a su horizonte emocional. La película simplemente nos pone en el momento mismo que vive y aprecia Hirayama, el momento de la luz entre las hojas de los árboles, irrepetible y hermoso.
El ojo delicado que propone Perfect days inevitablemente se contagia, y dan ganas de mirar como mira Hirayama, de tocar cada cosa con cuidado, de escuchar música con atención, de jugar con las sombras, de sentir la nostalgia tranquila de saber que el presente se escapa y que es irrepetible. De camino a mi casa veo las jacarandas cargadas de flores, y veo la luz amarilla del sol del atardecer que se filtra por las ventanas del bus y rebota en el pelo decolorado de la mujer frente a mí. Siento una gota de sudor que baja por mi espalda. Escucho a Patti Smith y me parece que el mío es también un día perfecto.





