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Libros bajo techo

Reseña de La biblioteca en llamas, de Susan Orlean por Daniela Gómez.

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Libros bajo techo
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El punto de partida de Susan Orlean en La biblioteca en llamas (Temas de hoy, 2019) es trazar un mapa sicológico profundo, al mejor estilo del nuevo periodismo norteamericano, de Harry Peak, el hombre señalado de haber iniciado el fuego que en 1986 destruyó o deterioró parcialmente cerca de un millón de títulos de la Biblioteca Central de Los Ángeles. Lo que promete ser el retrato trepidante y pormenorizado del presunto culpable, se convierte rápidamente en un reportaje amplísimo, parsimonioso por los detalles, sobre la biblioteca, su historia y las personas que trabajan en ella.

Alguien familiarizado con el tema un bibliotecario, por ejemplo podría sentirse reivindicado por la atención de Orlean y al mismo tiempo exasperado por su descripción de un sinfín de escenas que, ante sus ojos, deben resultar más que obvias: la biblioteca como un refugio para la gente sin hogar o un oasis para los solos; las personas que acuden con muchos propósitos, entre los cuales suele no estar el préstamo o la consulta de libros; y los que acceden, gracias a la generosidad bibliotecaria, a información y servicios que les permiten hacer cara a la escasez.

Estos cuadros pueden ser nuevos para quien mira la biblioteca desde lejos. Se habla tanto de la importancia social de estos lugares, casi siempre en relación con la lectura, que sus otros usos quedan solapados. Sin embargo, para sus asiduos, y por añadidura para quienes trabajan en ellas, estar ante un recinto bajo techo que abre sus puertas, en principio, a quien quiera entrar, las convierte en espacios excepcionales.

La Central de Los Ángeles cumplía la tarea de servir como fuente de respuesta a todo tipo de consultas, hasta con un servicio telefónico personalizado (al que llegaban dudas como: qué aspecto tenía Romeo, cantidad de leche producida en Estados Unidos en 1929 y si es posible percibir la inmortalidad en el iris de los ojos), también funcionaba como punto de conexión a internet, centro de información sobre la cobertura de los servicios sociales y puerta de entrada a intereses obsesivos y específicos como los mapas, las partituras o el registro de patentes.

La noticia del incendio coincidió con el anuncio del desastre nuclear de Chernóbil, por eso perdió relevancia: ver desaparecer algunos cientos de miles de libros, con la posibilidad de que se debiera a manos humanas, no se comparaba con la amenaza de un verdadero apocalipsis. Pero, de cierta manera, un mundo también desaparecía: libros históricos e irremplazables que se habían ido acumulando durante décadas, al capricho de quienes lideraban la biblioteca y de su público. A los bomberos les tomó más de siete horas apagar el fuego, y esa es una de las pistas tras la que se lanza Orlean para descubrir la chispa que encendió la llama.

El fantasma de Harry Peak aparece de manera intermitente en diferentes escenarios que lo implican con el curso de los acontecimientos. Mientras los pocos rastros que dejó su historia se dispersan a lo largo de los capítulos, Orlean se remonta hasta los orígenes mismos de la biblioteca en el centro de la ciudad y de cómo logró finalmente erigirse un edificio diseñado para albergarla, que luego tendrá su correspondiente declive y una sugerida responsabilidad en las dimensiones del incendio, por la inaccesibilidad de sus torres, la falta de medidas de seguridad y el estado deplorable de la red eléctrica.

¿Qué se pierde cuando se incendia una biblioteca? Una memoria guardada no solo en los libros, sino en los ficheros, en los archivos administrativos, en los hábitos de uso, en las marcas del lugar. Quizá por eso la obsesión de Orlean de investigar y relacionar a todos los que alguna vez pasaron por ella, para terminar de atrapar en el aire algo que se volvió cenizas. Un bibliófilo verá en el incendio de La Central una pérdida irrecuperable de patrimonio, que lo es, pero lo que ocurrió socialmente a partir del accidente que incluyó la colaboración de empresas dedicadas a la exploración espacial, que prestaron sus cámaras de vacío para extraer la humedad de los libros que fueron congelados para salvarlos del moho y finalmente regresarlos a la vida, le dio un nuevo respiro. Tanta gente confluye en las bibliotecas que es impensable imaginarlas desatendidas. Su vocación es permanecer abiertas, con las mínimas barreras posibles, incluso si eso implica sentarse en la misma mesa con alguien que decide, un día cualquiera y sin explicación ni móvil preciso, hacer arder un millón de libros.