Tres niños salvajes del cine y la literatura

ilustracion Libro de la selva de Sergey Artyushenko
Tres niños salvajes del cine y la literatura

Es inspirador acercarse a los dos Libros de la selva de Rudyard Kipling (El libro de la selva y el Segundo tomo de El libro de la selva), más cuando un llamado natural palpita en nuestra sociedad y la pregunta por lo ecológico y el medio ambiente se hacen cada vez más relevantes. Vale la pena preguntarse por los fuegos que consumen nuestro patrimonio, nuestras historias y nuestra vida: por un lado, en los últimos años hemos visto cómo el fuego devoró el museo de historia natural de Brasil y la catedral de Notre-Dame de París, y también cómo ese mismo fuego ha destruido miles de hectáreas de selva, por ejemplo en el Amazonas. Justo ahora pondremos ambas caras de la moneda, no para que se den la espalda y una prevalezca sobre la otra, sino para que se miren cara a cara y se reflejen una a la otra, como si al ponerlas frente al espejo, viésemos su lado contrario.

Este texto quiere exponer un modesto ranking de narraciones que han abordado el tema de los niños salvajes, precisamente como una respuesta a El libro de la selva, del inglés Rudyard Kipling. Mowgli, el cachorro de hombre, es criado en la selva india entre una manada de lobos, bajo el amparo de la pantera Bagheera y el oso pardo Baloo. En algún momento, y bajo la maligna influencia de Shere Khan, Mowgli abandona la jungla y se adentra en la vida civilizada humana. Preguntémonos entonces por ese fuego que consume todo a su paso y que, haciendo el ejercicio mental, puede destruir la selva y la civilización indias. ¿Puede acaso el ser humano portar esa luz, que siglos atrás tal vez hubiesen llamado razón y progreso, cruzando de un lado a otro de ambas caras? ¿El que hace de viajero portador del fuego entre ambos rostros del espejo? Con probabilidad la imagen anterior nos remita a algún mito griego, pero este no es el momento de la mitología. 

Sí el de la selva y el de los niños (y de la juventud, y de los espíritus juveniles, exploradores, y que se asombran ante los pequeños milagros y descubrimientos de la vida). La selva, esa inmensa porción de tierra, sobrecogedora, barroca en exceso y con dimensiones excesivas que sobrepasan las posibilidades humanas, nos entrega pequeños y sutiles detalles, nos enseña cómo la vida se manifiesta en lo sutil y cómo el más pequeño de los insectos vive ferozmente sin dejarse aplastar por ese inmenso monstruo natural. Así mismo, son los niños quienes en su pequeñez de tiempo cronológico y experiencia vital desbordan vida y magia que dejan con la boca abierta a cualquier adulto. ¿Acaso el niño, como símbolo de esa primera etapa de la vida humana, se refleja con lo salvaje, con la inexistencia de las reglas, del desborde de los lenguajes y derroche de creatividad?

La pregunta por lo salvaje en el cine de Truffaut 

El pequeño salvaje (Francois Truffaut, 1971) retoma la historia de Víctor de Aveyron. En 1797 fue encontrado en Francia un niño de más o menos diez años que había permanecido viviendo en un bosque en la región de Occitania, en el sur del país. Fue trasladado a París, donde permaneció bajo la custodia de estudiosos y personas que se encargaron de su cuidado y educación. En una escena de la película de Truffaut, el pequeño Víctor no se reconoce cuando encuentra su reflejo en el espejo, acaricia el espejo sin obtener una respuesta o reacción del frío pedazo de vidrio. En segundo plano, en el reflejo del espejo, dos de los estudiosos encargados del niño, observan de manera reflexiva su comportamiento. El encuadre de la cámara y el especial foco en el espejo transmiten de manera clara la misma idea del juego de los reflejos: dos caras, el niño salvaje y el hombre educado. 

También de F. Truffaut, pero del año 1959, Los cuatrocientos golpes; como un espejo que muestra lo contrario de El pequeño salvaje (o que refleja lo monstruoso de la civilización), también aborda la temática de la niñez; aunque el desarrollo contextual de la película es completamente citadino, se puede intuir el salvajismo desnaturalizado del pequeño Antoine Doinel. Su comportamiento evasivo y carente de reglas contundentes son invitación al salvajismo, al querer hacer lo que se desea sin controles paternos ni sociales. Acciones que por demás serán repudiadas por la misma sociedad que siempre actúa de manera hipócrita, con muchas caras. Sin embargo, vale la pena reflexionar rápidamente sobre esa expresión que fluyó tan ágilmente: “Salvajismo desnaturalizado”. Se desnaturalizan aquellas acciones que dejan de realizarse de manera automática e inconsciente, así que un salvajismo de esta índole es uno consciente, desautomatizado, y ¿tal vez necesario? ¿Acaso la civilización, la modernidad, necesita algo de lo salvaje?

En definitiva, ambas películas de Truffaut tienen los suficientes elementos para contrastar y preguntarnos por lo salvaje y lo civilizatorio y por ese fuego que nos quema como seres humanos y al mismo tiempo moldea nuestras morales, sistemas de valores, creencias, ideologías e hipocresías.

Un monstruo es también un milagro

Si bien, son muchas las narrativas culturales e históricas que podemos incluir en este modesto ranking, por ejemplo, Tarzán de los monos del estadounidense E. R. Burroughs o la historia mitológica de Rómulo y Remo, fundadores de la antigua Roma, podemos dejarlas para otro momento, y, más bien, preguntarnos con la misma curiosidad de Alicia cuando se vio reflejada en el espejo, si ese otro mundo reflejado y monstruoso, hace parte del nuestro, y es tan real y cotidiano como el de este lado del espejo, o es, por el contrario, una mera especulación imaginativa producto de la neurosis e histeria social. 

La selva, esa inmensa porción de tierra, sobrecogedora, barroca en exceso y con dimensiones excesivas que sobrepasan las posibilidades humanas, nos entrega pequeños y sutiles detalles, nos enseña cómo la vida se manifiesta en lo sutil y cómo el más pequeño de los insectos vive ferozmente

Sin embargo, por destructivo y devorador que sea el fuego, será necesario para iluminar las más oscuras aventuras humanas. Es en aquellos lugares donde los colonos humanos llegan donde la destrucción y el olvido se fortalecen y dan paso a nuevas memorias y luchas en pro de la vida y la dignidad. Tal vez sí nos convenga un poco retomar algo de ese mito griego evadido en la introducción del texto, aunque tal vez nos convenga más esa nueva versión de Mary Shelley, en la que las conquistas humanas se han dignificado y han alcanzado nuevos niveles en sus intentos por alcanzar la gracia divina. 

El hijo de Víctor Frankenstein, la creación monstruosa (en su etimología latina monstruo significa aquello que se muestra en la realidad para quienes son capaces de verlo, una especie de “disfemismo” de milagro. Hablando de manera objetiva es una revelación), innombrada y desprotegida, es también un niño salvaje sin reglas humanas, sociales ni mucho menos mandamientos divinos que lo gobiernen con misericordia, que como muchos otros tampoco logró adaptarse a esa otra cara del espejo en la que reside la civilización humana. 

El monstruo de Frankenstein, Víctor de Aveyron y Mowglí tienen algo en común que fácilmente reconocemos: estuvieron aislados, distanciados de sus civilizaciones y sus reglas, sumergidos en mundos salvajes. Aún hoy, nosotros vivimos un confinamiento, esta distancia es también la oportunidad para dejar de lado nuestra forma de ser civilizada (¡al menos un poco!) y adentrarnos en nuestras búsquedas internas y más personales para hallar esa cara salvaje que se refleja con nuestra cara más organizada y bien puesta. No es necesario que se contrapongan, juntas pueden convivir, como las dos caras de la moneda que le sonríen cálidamente al azar de la vida. 

Por: Alejandro Vega Carvajal