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Rubén Darío Pinilla Cogollo: Justicia poética

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Rubén Darío Pinilla Cogollo: Justicia poética

Capítulo 1: Un oficio elusivo

Nací a orillas del río Sinú. Aunque un par de años después me trasladé a Medellín y cada que regresaba a mi lugar de origen sentía el calor al pie del río y el sudor que dificulta almorzar al mediodía, mis mejores recuerdos son los que guardo de los retornos a las planicies de Córdoba y Sucre desde que soy consciente de mí mismo. El mar, los amplios potreros, los amaneceres y atardeceres, los corrales de ordeño, todo sirvió para sentir y experimentar la libertad y formar mi espíritu.

En Medellín recorrí los barrios Manrique, Boston, los alrededores de la Basílica Metropolitana y el Estadio. En cercanías de Prado, subiendo por la calle Ecuador, aprendí las primeras letras, en una escuela que tenía un nombre curioso, Jardín de Honor. Ahí además aprendí el amor y el desamor, la más importantes enseñanzas de esa época.

El Colegio de San José, de los Hermanos de la Salle, fue el escenario de mi adolescencia y de los primeros brotes de conciencia y rebeldía —que aún no cesan—, aquilatados en la Universidad de Antioquia, donde me hice abogado, aunque realmente quería estudiar sociología. A la Universidad le debo mucho, me ayudó a tener otra visión del derecho, a entender su sentido, el entorno social en el que se produce y aplica, y a mirar de cerca los conflictos sociales. Fortaleció mi espíritu y sentido de justicia, el cual se empezó a forjar en mi familia oyendo y viendo historias de tenacidad, dureza e inequidad.

Ahora estoy escribiendo y volviendo al oficio que se me fue desparramando de los bolsillos a medida que crecía como fiscal y magistrado, el oficio de escribir y arañarle versos a los días.

Capítulo 2: Justicia transicional, una huella en la piel

Durante muchos años fui juez en el área penal, la encargada de investigar y sancionar los crímenes que se cometen en nuestra sociedad. Pero los últimos 6 largos años tuve la oportunidad de hacerlo en un tipo de justicia que apenas empezaba a aplicarse en Colombia, y que para mí era también una experiencia nueva, la justicia transicional. En este caso, era una especie de justicia que surgió del acuerdo de Santafé de Ralito entre las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y el Gobierno de Colombia en julio de 2003. Después vendría otra con actores y diseños distintos: el Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y No repetición surgido del acuerdo de la Habana entre el Estado y las Farc.

Esa experiencia me permitió asomarme de cerca al conflicto armado en Colombia, desnudar los actores e intereses que había detrás, conocer sus efectos, descorrer los límites de la crueldad y deshumanización a la que se llegó, ver de cerca el sufrimiento de las víctimas de los crímenes de guerra y de lesa humanidad y las masivas violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, también pude ser testigo de la resiliencia de los hombres y mujeres que padecieron el conflicto y su infinita capacidad de perdonar.

Ese acercamiento también me permitió conocer y reflexionar en el terreno sobre los niveles de impunidad en Colombia y la ausencia de investigaciones serias y eficaces, juzgamiento y sanción de las violaciones a los derechos humanos.

Capítulo 3: El perdón, derrumbando fronteras, tejiendo promesas

Había esperado la audiencia largos días atravesados por la esperanza de escuchar en la voz del joven que asesinó a su hijo las razones del homicidio. Desde que varios jóvenes de la banda de “La Unión” se desmovilizaron con el Bloque Cacique Nutibara de las AUC en cumplimiento de los Acuerdos de Paz de Santafé de Ralito, asistió puntualmente a todas las audiencias a las que la citaban. Primero ante la Fiscalía y después ante los magistrados de la Sala de Justicia y Paz.

En la Fiscalía, a través del sistema de videoconferencia, había visto una y otra vez al asesino de su hijo, ahora postulado a los beneficios que le otorgaba la Ley de Justicia y Paz. Era un joven que desde pequeño era su vecino. En las audiencias, mientras lo veía, pensaba en las veces que lo había visto jugar fútbol con los muchachos del barrio, incluso con su hijo, apenas unos años menor que él. Eran otros tiempos —me dijo—. Años más tarde, los parches de los jóvenes que solían reunirse en las esquinas, o en las aceras de las tiendas, se convirtieron en combos y bandas que ya no podían verse entre sí, ahora eran enemigos.

En una de las audiencias en la Fiscalía, le habían dado la oportunidad de hacerle preguntas por escrito al joven Edilberto de Jesús Cañas, como lo había conocido, aunque en la banda le habían puesto por apodo “Cañitas” o “Bertico”. Ella solo hizo una: "¿Por qué mataste a mi hijo, si lo conocías hace tiempo, sabías que era mi hijo y era un muchacho bueno". Su pregunta no fue seleccionada.

Tiempo después, cuando la fiscalía presentó la acusación ante los magistrados de la Sala de Justicia y Paz, pudo escuchar el relato que hizo “Cañitas” del caso de su hijo. Lo había matado junto a otros dos jóvenes de 17 años, alumnos del Colegio La Salle, del barrio “El Jardín” de Itagüí, porque eran milicianos. Esa fue también la presentación que hizo el fiscal del caso. Pero ella sabía que su hijo no era miliciano, quería saber la verdad.

(Foto tomada de: https://cjlibertad.org/ecos-de-una-renuncia/)

Su abogada le había informado el procedimiento que seguía el magistrado en las audiencias en las que se realizaba el incidente de reparación de los daños. Sabía que, si quería, iba a tener la oportunidad de contar su historia, de preguntar, de hablar, de cicatrizar. Y ella lo deseaba más que nada. Cuando llegó el momento, el magistrado la hizo sentar en la mesa donde se sentaban los abogados, ahí cerquita de Edilberto de Jesús Cañas, que estaba en una mesa del lado, con su defensor y otros 6 muchachos del Bloque Cacique Nutibara, algunos compañeros de “Cañitas” en la banda “La Unión”, la banda más grande de Itagüí y una de las más grandes del Valle de Aburrá, dirigida por un señor que se hizo célebre, alias “el Cebollero”.

Pero no sintió miedo. Contó quién era su hijo, el menor, de apenas 17 años. Habló de las ilusiones que se había hecho con él, y las que él tenía, para las cuales estudiaba; expresó el dolor que sintió cuando se enteró que lo habían matado, las largas noches de insomnio, su rabia cuando dijeron que lo habían asesinado por miliciano y cuando vio esa noticia repetida en los en los periódicos.

El magistrado le preguntó entonces qué era lo más importante para superar ese daño y el vacío que le dejó la muerte de su hijo. Ella contestó que solo quería que le ayudaran con la educación de sus otros hijos y que eso no volviera a pasar, que ninguna madre tuviera que pasar por ese dolor.

Luego, el magistrado le dijo que tenía la oportunidad de dirigirse a Edilberto de Jesús Cañas. Ella repitió exactamente la pregunta que antes había escrito. Edilberto le reconoció que su hijo no era miliciano, que no lo mató por eso, que las bandas de los dos barrios eran enemigas, motivo por el cual los habitantes del barrio donde ella vivía no podían pasar al barrio Olivares, donde vivía él, ni circular por sus calles. Su hijo y sus dos compañeros infringieron esa prohibición y, aunque fueran con el uniforme del colegio, la orden era matar a los del barrio El Jardín que pasaran por allí. Él solo cumplió la orden.

El magistrado le dijo a la mujer, para finalizar, que era su oportunidad de plantear a qué se debía comprometer el responsable del asesinato de su hijo para aliviar el dolor que le generó y reparar el daño causado. Ella solo dijo: "Quiero que me dé un abrazo". Sorprendido, el magistrado le manifestó que si ese era su deseo, no había inconveniente, pero quería saber el motivo de esa petición. "Mi hijo ya no está y nadie puede devolvérmelo", contestó. "Pero yo sé que él —continuó dirigiéndose a Edilberto de Jesús Cañas— también tiene una madre que lo extraña y yo sé que ella sufre sabiendo que está en la cárcel y que si pudiera lo abrazaría. Yo puedo ser como esa madre que está sufriendo por él. Y yo sé que a mi hijo no lo voy a recuperar, pero yo quiero que él me dé un abrazo y yo se lo quiero dar a él, como si yo se lo estuviera dando a mi hijo”.

El magistrado le manifestó a Edilberto que si estaba de acuerdo, podía hacerlo. En ese momento, ambos se levantaron, caminaron el uno hacia el otro en silencio y se abrazaron. Fue un abrazo estrecho, íntimo, como el que solo una madre puede darle a un hijo.

Capítulo 4: Todos los nombres, todos los hombres, en esta tierra

I

Todo fue

en esta tierra

de ventiscas,

de ríos desbordados

y cosechas anegadas.

En otro espacio

y en otro tiempo

que es este espacio

y este mismo tiempo.

En un instante,

que fue todos los instantes.

II

En una sola noche

se reunieron todas las tormentas,

en un cuerpo

todas las heridas

y todas las miradas,

y en unos ojos

todos los deseos

y toda la desesperanza.

En el que por el mismo camino

pasaron todos los fantasmas

y todas las historias.

III

En esta tierra

dónde un nombre,

fue todos los nombres,

todos los hombres.

Y una palabra,

tantas veces repetida,

fue todas las palabras

de este vasto territorio

irreconocible

de mis pisadas.

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