Bibliotecas humanas

Melanny Ospina Peña: El viaje perpetuo

Cabecera Melanny Ospina Peña
  • Capítulo 1
  • Capítulo 2
  • Capítulo 3

Capítulo 1: Una bibliotecaria ambulante

Duermo en una cama diferente casi todos los días, me alimento saltando entre tradiciones culinarias distintas, buena parte de mi vida transcurre montada en un bus. Desde hace un par de años dejé de lado la comodidad de la ciudad para cambiar de paisaje constantemente. Soy la bibliotecaria de una biblioteca ambulante con la que recorro Antioquia de punta a punta: trabajo en la Biblioteca Móvil de Comfama.

Hacer parte de este proyecto, además de agrandar mis músculos, fortalecer mi espíritu y propiciar que me conozca mejor, me ha dado el privilegio de descubrir una Antioquia invisible a simple vista, una que no pude intuir a pesar de que estudié hotelería y turismo, y trabajo social. Desempeñarme en este oficio me hizo tener otra percepción del mundo, de la realidad, del día a día, del otro, de mí.

La Biblioteca Móvil de Comfama reúne gran parte de lo que soy y de lo que he hecho a lo largo de mi vida profesional, pero aún así trabajar en ella ha sido un constante volver a empezar, cada día es el primer día, todos los días aprendo algo nuevo y debo enfrentarme a realidades insospechadas.

Capítulo 2: Realidades invisibles

Recuerdo la primera vez que viajamos al Bajo Cauca. Días atrás me habían advertido que cuando fuéramos para Zaragoza evitáramos un viaje directo, era mejor llegar primero a Caucasia, y desde allí coger otro bus para Zaragoza. Pero, al momento de comprar los tiquetes, olvidé la recomendación. De modo que adquirí tiquetes directos. Después de cinco horas de trayecto ininterrumpido, el bus paró en Segovia. Nos indicaron que esa sería una parada rápida para comprar algo de comer e ir al baño y que no habría una nueva hasta llegar a Zaragoza. Puesto que la parada no era para almorzar propiamente, pensamos que faltaba poco para llegar.

Pocos kilómetros más adelante del casco urbano recién dejado atrás, el bus se desvió por una vía para abandonar la carretera principal. Esta nueva ruta pronto se transformó en un camino destapado. Polvo, calor y abismos pasaron a ser la constante. Hacíamos pequeñas paradas que le daban una tregua a los agresivos sobresaltos. Nos deteníamos porque el conductor necesitaba dejarle una vela encendida a cada una de las vírgenes que custodiaban el trayecto.

En un punto nos topamos con un caserío de personas viviendo en condiciones precarias. Nos dolió más ver aquella imagen que las magulladuras en nuestros cuerpos provocadas por el extenso y tortuoso recorrido. Tardamos cinco horas más en llegar. Ese día, el equipo de trabajo me odió por hacerlos padecer ese viaje tan largo, pero al mismo tiempo me agradecieron por haberles permitido ver ese pedazo oculto de nuestra realidad. Nos sentimos bien por la profesión que elegimos.

Otras historias en el equipaje

Otro día nos instalamos con la Biblioteca Móvil en el malecón de Necoclí, muy cerca del lugar desde donde salen las lanchas para Capurganá y que últimamente se ha vuelto famoso por ser el lugar donde abordan también los migrantes próximos a cruzar el Tapón del Darién. Era domingo, llegamos más o menos a las nueve de la mañana a hacer el montaje. Desde que llegamos, un grupo de niños y niñas se acercaron a ofrecernos su ayuda: querían armar las carpas, organizar las sillas, disponer los materiales. Nos contaron que habían llegado hace un par de días, que estaban acampando en el malecón y que luego se moverían para otro lugar.

Nos llamó la atención que su comentario invariable para cualquier cosa que les pedimos hacer fue: “¿Entonces primero vienen los adultos y después los niños?”. Siempre les respondimos que no, que la biblioteca era para todos, que todos podían llegar al mismo tiempo, que todos podían compartir el espacio, pero ellos insistían en la pregunta.

Mientras los adultos seguían en su dinámica —cocinando, lavando ropa, montando campamentos, conversando, jugando cartas—, hicimos diferentes actividades con los niños y las niñas: leímos, pintamos, vimos cuentos interactivos, cantamos. Aunque la idea era estar alrededor de seis horas, tres horas después de nuestra llegada el ambiente comenzó a ponerse tenso, ya que pudimos notar que abrieron un expendio de drogas contiguo al lugar donde nosotros estábamos instalados.

Justo en ese momento vi a una de mis compañeras sentada sola en una silla. Me acerqué y le pregunté si estaba cansada o si quería ir a almorzar. Ella me respondió con la voz quebrada: “Tengo ganas de llorar”. Si bien todos sabíamos que íbamos a trabajar con niños y niñas vulnerables, tenerlos ahí tan cerquita y ver sus caras de felicidad por aquello que les ofrecimos, nos hizo ser aún más conscientes de los peligros que iban a enfrentar en la travesía que les esperaba. Era muy difícil no quebrarnos esta vez. Yo abracé a mi compañera y le dije que no había problema si quería llorar. “Pero que alguien llore conmigo, yo no quiero llorar sola”, respondió. Todos nos reímos, en medio de la tristeza y lo agobiados que estábamos.

Los niños empezaron a dispersarse. El ambiente se puso cada vez más denso. Pero, antes de irnos, a causa del silencio que se produjo, pudimos escuchar con claridad una frase que estaba gritando con insistencia la persona a cargo del abordaje de una de las lanchas: “Primero se suben los adultos y luego se suben los niños”. Comprendimos la frase que tanto repetían los niños y las niñas. Nos fuimos con el corazón entre arrugado y contento. Arrugado, por la impotencia que produce no poder hacer mayor cosa para detener semejante crisis humanitaria. Contento, porque, por un ratico, pudimos cargar con otras historias el equipaje de los y las pequeñas migrantes.