Y la vida siguió…
Nací el 22 de agosto del año 1971 y, aunque nunca supe bien donde nací, si en el pueblo o en alguna vereda, sé y siento, que soy granadina, pues llevo en mi cuerpo las huellas de lo que implica nacer en el campo colombiano; desde las cicatrices de las caminadas descalzas para la escuela, hasta la memoria de los gallos cantando y los amaneceres entre las verdes montañas. Crecí en la vereda San Esteban de este municipio, faltándome cuatro días para cumplir mis seis años fallece mi mamá de leucemia, quedando seis hijos muy pequeños conformados por cinco hombres y una mujer.
Siempre la tuve clara, quería estudiar, y entre miles de dificultades, trajines y fríos que no hicieron más que fortalecerme y hacerme valiente, me gradué. Salí desplazada dos días después de la toma guerrillera del 6 y 7 de diciembre del año 2000 hacia Medellín; ya había tenido un desplazamiento dentro del municipio, por amenazas de que iban a “volar” el barrio en el que vivía el 4 de noviembre, al siguiente día de la masacre paramilitar.
El 3 de junio de 1997 comencé a trabajar como madre comunitaria y el 2001 cambié de modalidad tradicional a madre famy. Después de un proceso de diecisiete años tomé la decisión de ponerme nuevos retos, renunciando a ese trabajo, y aunque en el momento fue triste, no me arrepiento de haber tomado la decisión. Como resultado de esa renuncia, necesité acompañamiento psicológico y de allí surge una capacitación brindada por un hermano de la psicóloga que hace posible mi emprendimiento personal: “Manjares de Granada”.
Actualmente hago parte del proyecto “Memorias de la ausencia” de la Corporación Región, en el cual he tenido demasiados aprendizajes.

Capítulo uno
Aunque pensé en ser monja para poder viajar, terminé casada con un ebanista de San Rafael, con quien tengo cinco hijos; ahora él trabaja como comerciante viajando por diferentes zonas del país, porque como en el pueblo casi no hay oportunidades, nos ha tocado hacer de todo y en este momento por la situación de pandemia se ha dificultado también su trabajo.
He hecho todo lo que ha estado en mis manos para poder sacar a mis hijos adelante, para que ellos puedan lograr sus metas, y aunque no ha sido fácil, con el apoyo de ellos y de mi esposo lo conseguimos; ahora tres de ellos ya son mayores y ya tienen más claros sus sueños e ideales, y aunque cuido e intento guiarlos, me concentro más en educar y acompañar a los dos que en este momento están en el proceso de crecimiento.
Mi hijo mayor, ya es papá. En agosto del pasado año nació una hermosa niña, su hija, tuve la alegría de ser abuela. Aunque viven relativamente lejos, afortunadamente ya he compartido con mi nieta, y comparto diariamente con ella por videollamadas.
Capítulo dos
El pueblo no se había acabado de recuperar de la masacre, cuando llegó la toma guerrillera. Era un día aparentemente normal, estaba trabajando en la guardería. Entre explosiones pasó la tarde, y no hubo forma de que todos los papás fueran por los niños, entonces algunos se quedaron en la casa, haciéndonos compañía y disimulando el miedo. A las 9:30 p.m. llegó lo más temido: ¡Abran la puerta! Entre lágrimas y desespero, saqué fuerzas de donde pude, porque el amor que tenía por los niños era mayor que el susto, no iba a permitir que les pasara nada por no abrir; disfrazando el desaliento, evité dar nombres que luego hubiera que velar, cerré la puerta pensando que era un milagro que siguiera viva.
Cuántas veces le había dicho a mi hermano que se fuera de la finca, que corría mucho peligro quedándose allí, en el frío, solo. Rubén siempre me contestaba que él no tenía por qué irse, que solo estaba trabajando; sabía que se encontraba en el medio, que en un lado estaba la guerrilla, y en el otro los paramilitares, y él ahí en su pedacito de mundo, luchando por la tierra, por salir adelante.
El martes que nunca voy a olvidar, llegó la noticia: Rubén no aparecía, se me vino el mundo abajo, solté como pude lo que tenía y me monté en el primer bus que pasó. Al llegar a la casa de Rubén, el alma al piso; todo vuelto nada, la puerta forzada y entreabierta, el colchón destrozado, los papeles rociados por todas partes, en la cocina un platico con un pancito y nada más, porque lo que pudieron se lo llevaron. Siguió entonces el desespero por buscarlo, salí entre potreros, subiendo y bajando, mientras en el camino encontraba comida y balas de esos que se habían llevado a mi hermano. Por primera vez, quise encontrármelos, preguntarles qué habían hecho con él. Yo solo llamaba a Rubén, y él no contestaba, hasta ahora no ha contestado, ni contestará.

Capítulo tres
Uno siempre piensa que la vida se le está acabando, que el sufrimiento se hace tan insoportable que ya no puede más, que todo terminará ahí; y va uno a ver, y no, la vida sigue, con todo lo que eso implica. Así me pasó, se me fueron juntando los muertos del pueblo, las lágrimas y los miedos, hasta que se oscureció, porque ¿para qué salir de la casa si de pronto me agarraba una balacera en el parque?
Pero, en medio de todo, la vida no paró y no me dio respiro ni descanso, y me puso el reto de sobreponerme, de llenarme de valor, por mí, por mi hermano, por mis hijos, por mi pueblo.

Anecdotario
Cuando la masacre paramilitar, estaba trabajando; me había dedicado a cuidar niños en mi casa como madre comunitaria, y me encariñé mucho con ellos, hacía sancochos con las mamás, celebraba fechas especiales… y ese día era uno de ellos, el día del niño. Les hice muslos de pollo, de los que nunca se olvidan. En el almuerzo escuché los tiros.
En la noche golpearon la puerta de la casa, estaba con los niños y mi hermana, solo se me ocurrió decir que me iban a despertar a los niños, volvieron a golpear: ¡QUE ABRA LA PUERTA! Mi hermana me decía que no abriera que nos iban a matar, de nuevo: ¡QUE ABRA LA PUERTA QUE NO LE VAMOS A HACER NADA! Por amor a los niños y para cuidarlos tomé fuerza de donde pude y abrí, me preguntaron por quién era el encargado de la bomba de gasolina, por miedo a que lo mataran, dije que no sabía.
Siempre tuve una relación muy fuerte con mi hermano. Él vivía en una vereda cerca al pueblo, en el Cebadero; con nadie de mi familia se entendía tan bien como conmigo. En el tiempo que siguió a la toma, nos unimos más; él bajaba cada fin de semana a ayudarme con los niños mientras yo trabajaba. De esas visitas siempre quedaba algún recuerdo, una gallinita, unos huevos, o lo que hubiera en cosecha. ¿¡Cómo olvidar los repollitos morados!? En el pueblo eran muy difíciles de conseguir, y me sentía la hermana más afortunada cada que los veía ahí, en la cocina. Esa era la forma en que Rubén demostraba su amor; todos esos pequeños detalles mantenían siempre nuestra complicidad. Es que incluso en los momentos más duros y crueles de la guerra, hay espacios para la simplicidad, para las cosas sencillas y realmente valiosas.
Revive la conversación:
Explora historias de vida, saberes y pasiones que convierten a nuestras invitadas e invitados en bibliotecas humanas.
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