Cuando tenía nueve años, la profesora de español organizó un concurso de poesía. Yo, que nunca sacaba buenas notas y tenía pésima ortografía, decidí participar. Escribí un poema titulado Las rosas y, más allá de su calidad, al construirlo me sentí un escritor. A la profesora le encantó y fui uno de los elegidos para leer en voz alta, frente a toda la escuela.
Desde ese día tuve la necesidad de escribir y, cada vez que sostenía un libro entre mis manos, imaginaba mi propio libro. Uno con un título llamativo, me imaginaba algo así como El viajero de los vientos y podía ver mi nombre escrito debajo del título, en un tamaño moderado pero visible que hablase de un escritor sencillo pero talentoso, con una imagen de una hoja siendo arrastrada por el viento y un lomo grueso, porque iba a ser un libro enorme. En la parte de atrás, una sinopsis que empezaría así: “Esta es una obra motivadora y sensible, una lectura imperdible de la literatura contemporánea”.
Algunas veces, mi ensoñación era interrumpida por una pregunta; ¿cómo se hacen los libros? Y, aunque por mucho tiempo me bastó saber que lo más importante era escribir, en algún momento sentí la necesidad de ver ese sueño materializado.
Recurrí a la única persona que conocía con su propio libro escrito y publicado. Un artista y poeta que tenía siempre consigo una copia de su manuscrito y se hacía llamar a sí mismo Soñador. Ese no era de lomo grueso, pero al menos tenía lomo. Él me propuso un trabajo colectivo junto a otros jóvenes con el mismo sueño.
―¿A qué editorial vamos a ir? ―pregunté ingenuamente.
Él, que tenía una personalidad directa, un tanto tosca respondió:
―A ninguna, ¿Vos creés que a alguien le interesa lo que tienen por contar cinco peludos desconocidos de un pueblo cualquiera? Lo vamos a hacer nosotros mismos.
Y así fue. nos reunimos, escribimos, compartimos, nos editamos, nos dibujamos y cada uno, como pudo, hizo su aporte para comprar los materiales. Soñador nos enseñó a diagramar, fuimos juntos a elegir el papel y, con una grapadora de oficina y un tablero de corcho como mesa, encuadernamos nuestros libros. El resultado fueron 50 ejemplares de lomo muy delgado que sí le interesaban a alguien: a mí, a mi abuela, a mi profesora de español, a mis compañeros, al soñador...
Ese día, aunque no lo sabía todavía, hice mi primer fanzine. Desde entonces, dejé de soñar con un libro enorme, quería hacer libros con mis propias manos, libros que cualquiera podía escribir, libros para el interés de “cinco peludos de un pueblo cualquiera”, para unos cuantos o para muchos.
Pasó el tiempo y, con esa idea, llegué a la biblioteca San Ignacio. Ya no escribo mucho, es más, casi no escribo este artículo, pero disfruto hacer Fanzines, es decir, y dándome el permiso de decirlo en mis propias palabras: libros o revistas hechos con el propio cuerpo, artesanales, autónomos y motivados exclusivamente por la necesidad de narrarnos, dibujarnos, retratarnos. Porque todos tenemos la necesidad de contar algo.
La fanzinoteca de San Ignacio es un espacio en el que cohabitan fanzines locales, nacionales y otros tantos hechos a mano, aquí mismo, en nuestra biblioteca. Estos últimos no son otra cosa más que vehículos para mirarnos al espejo de la escritura y reconocernos en el devenir de los libros. Aquí, en San Ignacio, todos podemos narrar y ser escritores.