Sonia aprendió a querer, a pesar de la distancia, gracias a la pandemia por la covid-19. Una historia que demuestra que los años de la plenitud son años para amar.
Sonia Romero no se sintió sola hace 26 años cuando se separó de su único marido, de quien conserva el apellido; ese día decidió partir hacia Medellín. Tampoco cuando su hija, la del medio, se mudó a Costa Rica; ni cuando la mayor, hace más de 12 años, se fue a vivir a Estados Unidos. Quedaba uno, el menor, quien años más tarde decidió casarse.
Dice que sería egoísta sentirse triste por la felicidad de sus hijos. Por eso, desde ese día decidió rehacer su vida. Construyó un refugio en casa: se trata de su patio, allí está su jardín, una mesita donde está un computador y el lugar donde reza, recibe aire fresco y mucha luz.
A veces, reconoce, siente un vacío en el pecho. Razón por la cual visitó a su médico. Ese día entendió que, aunque es fuerte, también extraña los abrazos y la compañía. Cuando siente que la tristeza aparece, «desbarata la casa», cambia las cosas de lugar, abre las ventanas para que entre el sol, escucha música o saca a Grachi, su mascota, a la que rescató en un viaje.
A sus 72 años Sonia decidió volver a aprender. Lo hizo porque sabe que aún le quedan muchos años para amar. Por eso, quería empezar a hacer videollamadas para conectarse con sus hijos y nietos. Reconoce que, en alguna ocasión, ya había asistido a clases para aprender a manejar su computador sin éxito.
Esta vez tenía una nueva oportunidad. Tal vez, así, al ver y hablar con su familia desaparecería el dolor y volvería a sentir su casa como una mansión y no como el lugar donde pasaba el confinamiento.
Para ayudarla, su nieta, le regaló un iPad que reemplazaría el viejo computador de escritorio, ya cumplía 10 años de estar ahí. Las clases empezaron por teléfono, con paciencia, también con determinación. En cuestión de semanas ya lo hacía de forma natural. Parece ser que esta vez era más grande su motivación.
Todos los días a las ocho de la mañana doña Sonia se conecta por videollamada, para que sus hijas se rían de su pelo que ha crecido en pandemia o para esperar las primeras palabras de la bebé de la familia que se llama Mía.
Todavía recuerda el pasado julio, el mes de su cumpleaños, le hicieron una fiesta virtual a la que asistieron sus hijos, nieta y bisnieta. No lo podía creer. Era la primera vez que veía reunida a toda la familia. Esa noche, desde diferentes partes del continente, tomaron vino, escucharon música, lloraron y se rieron hasta el amanecer.
La distancia física no es sinónimo de distancia emocional. Doña Sonia lo sabe porque vive años para amar.