Más que un puerto
Fue por este extremo norte por el que entraron los barcos de vapor con esclavos negros que venían de África, y que trajeron consigo la tradición bullerenguera que hoy sienten en la sangre, más viva que nunca, sus bisnietos. Después de viajar dos horas por carretera desde Arboletes se llega a un hervidero urbano lleno de paisajes contrastantes. El Waffe, un muelle que la nariz detecta cuando los barcos de mercancía atracados en las aguas negras comienzan a moverse; Bocas del Atrato, una vereda acuática a la que solo se llega de día desde Playa Dulce, una playa familiar donde cada sábado truenan picós con vallenatos. Los atardeceres plateados del barrio Obrero, las lavanderas del muelle y el alma silenciosa de los pescadores de atarraya quedarán para siempre en las escenas que el artista Juan de la Cruz ha inmortalizado con óleo sobre troncos milenarios que llegan en las corrientes del Atrato hasta las playas distópicas de Simona del Mar.
En las calles polvorientas de Turbo convergen las tradiciones afro, costeñas y paisas. La manera de ser del turbeño combina la fuerza Pacífico, la fuerza Caribe y la fuerza de Panamá, y por esta razón «mucha gente no se halla en Turbo», explica Urabá Ruiz. «Esa manera de contacto tan orgánica, pasional y cercana, a través de cuerpos expandidos, exuberantes, que se mueven de manera muy rápida, con unos ritmos que uno a veces no entiende, genera resistencia con lo paisa», agrega.
Acá no puede hablarse de una sola comida típica: chontaduro con sal, borojó, yuca, pescado y bandeja paisa se sirven por igual. Y cuando solo hay lo que tienen a la mano, comen animales extraños para un paladar tradicional: guagua, babilla, paloma, animales de monte como el armadillo o el conejo. Y cuando hay tiempo y un poco de nostalgia comen las menudencias tradicionales de buche, ubre, costilla, chorizo, morcilla y cangrejo en la Casa de los Fritos, de Bertilda Murillo.
El parque principal tiene forma de barco y lleva el mismo nombre del puerto Pisisí. Mario Escobar Velásquez escribió en Muy Caribe está que pisisí era el sonido acaramelado y agudo de las aves. Juan Mares dice que esas aves son los patos pisingos, y que Escobar no precisó si fueron los cunas o los katíos los que le dieron ese nombre onomatopéyico. Algo aclara el poeta campesino Tomás Corpas Díaz en el primer párrafo del himno: «Escribamos nuestra historia / empezando desde Pisisí / primer nombre de Turbo / en memoria del patito pisingo de aquí». La cabeza del mencionado patito corona el emblema del escudo.
Decía que en ese parque en forma de barco y nombre indígena se juntan en uno solo los cantos de la centenaria Eustiquia Santana Amaranto, la bisabuela de los cantaores de bullerengue que se reúnen cada año en festivales de San Juan o Necoclí; los tambores de la dinastía Escobar del barrio Chucunate y los bailaores tradicionales que aprendieron las danzas de sus ancestros al lado de Jairo Romaña.
Jairo cuenta que en los años setenta el bullerengue era un asunto de viejos y ver a una señora verseando era objeto de burlas, pero él, en sus palabras, era «un joven viejo porque siempre estuve rodeado de los ancestros y siempre supe que eso no se lo podían llevar a la tumba y comencé a rescatarlo». A finales de los años setenta, cuando Jairo tenía unos veinticinco años, empezó a cantar bullerengue. «Cuando murió el único tambolero que había, Martín Pérez, nos quedamos Martina Balceiro, del grupo Cantadoras de Urabá, y yo, entonces empecé a trabajar con los muchachos», y fue muy duro, porque no querían aprender. Hasta que un día Jairo, en una clase de danza, les dijo que iban a hacer la danza del bullerengue. Así se fueron motivando hasta que salieron los primeros tamboleros. Poco a poco y con el apoyo de Luis Vélez en la Casa de la Cultura fueron llegando a los festivales nacionales. «Así logramos que se metieran en el cuento. Si eso no hubiera pasado, no tuviéramos bullerengue», dice.
«El origen del bullerengue viene de África, pero hay bullerengue en todos los pueblos de América donde llegaban los esclavos en barcos. Es un lamento de cansancio que se escuchaba en las duras jornadas de trabajo», explica Pedro Escudero desde el barrio Chucunate, donde aprendió hace 45 años a tocar el tambor.

Brisas africanas
El bullerengue, el teatro, los títeres y los zancos llegan a los barrios en carruseles culturales a través de líderes comunitarios como Pedro y Happy Escudero —ambos de la dinastía Escudero—, Joider Isaac Quejada —miembro de la iglesia Ecce Homo—, Francisco Montoya —fundador y director de Cuarto Creciente—, José Luis Rivas —fundador de Juventud sin límites—, Héctor Murillo —fundador y director de Mezclarte—, Alberto Beitar —director de Brisas Africanas—, entre otros actores que ven el arte como una herramienta de transformación social.
Ellos intentan desde sus corporaciones, iniciativas personales y proyectos financiados por organizaciones no gubernamentales llegar a barrios marginales donde ser joven es sinónimo de «pandillero», «sin futuro», «problema». Brisas del Mar es un barrio al lado de un puerto húmedo donde circulan noticias como esta: «La banda de macheteros de Brisas del Mar mata a jóvenes de El Bosque —el barrio de enfrente—». Dicen que esos jóvenes no se pelean por plata, sino por honor y respeto. Pero fue en honor a su barrio y a sus ancestros africanos que Alberto Beitar creó el grupo Brisas Africanas, el primer grupo de Urabá en ganar el concurso de comparsas del Carnaval de Barranquilla: «Lo que no puede faltar en Urabá es la danza, por medio de ella nos encontramos nosotros mismos como personas y expresamos nuestros sentimientos», dice. Las personas lo admiran porque les enseña a los miembros del grupo a valerse por sí mismos mediante el trabajo y entre todos recogen el dinero que cuesta hacer los trajes de carnaval con los que participan en los encuentros locales y nacionales. «Cada ocho días hacemos arroz de leche, postres, panzerottis con Hit, bingos, a veces vamos a los semáforos y la gente nos da su aporte», dice. Beitar está convencido de que «si uno está en el arte, nunca se le pasa por la mente estar en bandas o drogas».
Así lo confirma el testimonio de niños como Breiner Díaz, habitante del barrio El Pescador #2, cuyas vidas literalmente dependen de procesos culturales como el que les lleva Happy Escudero. «Yo era muy malo, no me gustaba nada de baile. Me decían “El más grosero”. Pero desde que llegó Happy con el bullerengue me transformé. Nos llegó a todos como el frío que se siente cuando lo abrazan a uno con toda el alma», dice. O la vida de niñas como Catherine Yisel Murillo, que llegó al mismo barrio desplazada con su familia de una vereda de Quibdó y, según cuenta, tenía tanta rabia «que me mantenía doliendo esta garganta de tanto que le gritaba a todo el mundo de qué se iba morir». Hoy Catherine no grita, canta. Y compone canciones como esta, que pudo dedicarle a Turbo en el desfile anual de su cumpleaños:
A Turbo le debo mucho
porque él me ha visto jugar (bis)
Hoy día de tu cumpleaños
Lo queremos festejar...
Estos zancos fueron barcos
Cuando los jóvenes del Obrero que pertenecían a Cuarto Creciente le contaban a Francisco Montoya lo que pasaba en su barrio, lo hacían como si fuera una película de terror: «Pasó el de la pandilla y los de la fuerza pública estaban afuera del barrio esperando a que se terminara el enfrentamiento para ellos entrar a recoger a los muertos». Francisco rescata de esta anécdota que los integrantes del semillero lo veían como espectadores. «Logramos prevenir que fueran actores de ese conflicto. Hoy son solo espectadores», dice.
Desde 2001, año en el que nació la corporación, ha hecho alrededor de treinta obras de títeres y diecinueve obras de teatro con las que han llegado a muchas comunidades y poblaciones vulnerables. «¿Para qué está el teatro en Turbo, para qué están los títeres, para qué están los zancos? Para construir mejores seres humanos, mejores ciudadanos». Una de sus últimas obras de títeres se llama De rumba y aborda la salud sexual y reproductiva. «Con esa obra estuvimos de gira. La hemos presentado más de cien veces en colegios de la región y hemos reemplazado los títeres tres veces porque no han resistido tanto trajín».
La madera de los barcos y los machetes también pueden transformarse y servir a otros fines. A Héctor Murillo le sirvieron para hacer sus primeros zancos con unos palos de madera que sacaron a hurtadillas del astillero del papá de un amigo: «La madera para barcos es pesada y por eso los zancos que hicimos a punta de machete fueron medicinales. Cuando en Turbo se inundaban las calles salíamos en ellos para que vieran que no se nos mojaban los pies», recuerda. Después creó Mezclarte, una corporación de zancos y teatro callejero —de las pocas que se encuentran formalizadas en la región—, con la que Héctor ha tratado de cambiar la idea de que todo lo de Turbo es turbulento. A donde llegan sus comparsas envían siempre este mensaje: «Turbo es la tierra del sol, la fuerza y la energía». Ahora hacen los zancos con maderas roja de abarco, un material menos denso que balsea en el agua cuando en la práctica se caen al mar.

Algo similar ocurrió con José Luis Rivas, de Juventud sin Límites, un proceso cultural que adelanta en Currulao con jóvenes que se están graduando del colegio. Cuando José Luis estudiaba Licenciatura en Educación Preescolar —por recomendación de su novia— pensó: «Si se quiere hacer un cambio con los jóvenes, hay que trabajar desde la primera infancia». Inició un semillero de investigación con sus compañeras de la Institución Universitaria ITM —donde pudo estudiar gracias a una beca—, e identificaron que la mayoría de los niños y las niñas del barrio vivían como él había crecido: lejos de sus madres y padres, en casas de abuelos y abuelas que no saben ni leer ni escribir. «Así nació la Escuela de Padres para orientar a los pequeños con las tareas». Esta iniciativa lo convenció más de consolidar el proyecto de jóvenes que estaba ensayando desde que era un líder en el colegio, cuando animó a sus compañeros a crear un grupo de tango en un pueblo donde suena bullerengue y champeta: «Lo que pasaba era que los muchachos que yo conocía cuando salían del colegio caían en las drogas o los mataban, entonces comencé a llamarlos para decirles algo que nadie les había dicho. Les dije que todos eran artistas y líderes». Y con esa convicción se han mantenido hace cinco años con un colectivo de música, teatro y danza, que cruzan con la formación audiovisual.
«El pandillismo podría ser un síntoma de otras esferas que nos hace falta analizar», dice Enrique Mena, de Visaje Negro, quien, junto a Rosa Mena, su hermana, intenta poner otras agendas políticas y mediáticas en la región. Dicen, por ejemplo, que las investigaciones de la universidad sobre la violencia y las pandillas no abordan los problemas psicológicos, la falta de afecto, o cómo viven el amor los jóvenes de Urabá; preguntas que serían importantes para abordar el conflicto que viven desde otras perspectivas.

Por eso, cuestionar las estéticas preestablecidas, hablar sobre esclavitud, etnicidad, territorio, y autorreconocimiento ha comenzado a tener incidencia. Recuerdan que hasta hace unos años los afro se hacían trenzas únicamente para salir al carnaval del once de noviembre, fecha en la que conmemoran la llegada de bolivarenses a Turbo ante el auge de la tagua. «¡Pero salimos de la esclavitud y seguimos con el tema del cabello liso!», dice Rosa. «Los que se alisaban el cabello decían que era un modo de esclavización moderna». Ahora se pueden encontrar emprendimientos y locales destinados exclusivamente al cuidado del cabello afro.
Nuevas preguntas
En estas nuevas agendas, el cambio climático también aparece cada vez más en las conversaciones cotidianas. Los habitantes de Turbo han podido presenciar en una o dos generaciones la desaparición de los manglares y la formación de nuevas playas. Ya han sido testigos de cómo el mar inundó una gran extensión de tierra donde había casas y la convirtió en Playa Dulce, un sitio de atracción turística donde todos los sábados y domingos las familias comparten sus tardes jugando en la playa o tomando cerveza al lado de enormes picós con música vallenata. Pero lo dulce puede tornarse amargo si el agua marina sigue tocando la puerta de las casas que aún quedan, obligando a la construcción de diques de contención improvisados para retardar lo ineludible.
Así piensa Lenin Flórez, profesor de Oceanografía en la Facultad de Ciencias del Mar de la Universidad de Antioquia y líder del proyecto Los Niños Azules, con el que buscan preparar a los niños y las niñas de las escuelas de secundaria para esta pregunta: ¿cómo combatir el cambio climático a través de la etnoeducación ambiental y desde la perspectiva científica? Con estudiantes de una escuela de Bocas del Atrato implementaron el primer Solmáforo de Urabá que mide la radiación UV, responsable del cáncer de piel. Los mapas de estaciones que tienen en el golfo son otro recurso pedagógico para su aprendizaje, y gracias a estos también han descubierto procesos de bioluminiscencia que eran desconocidos. «Descubrimos los organismos que la generan y ahora sabemos que hay algas que son tóxicas y tienen impacto en la pesca», explica Lenin.

La Corporación Académica Ambiental y la Facultad de Ingeniería también desarrollaron el Plan de Ordenamiento Pesquero Lopegu, con base en el intercambio que hicieron con pescadores y habitantes de las zonas costeras. Con este tipo de proyectos intentan visibilizar la importancia de compartir saberes ancestrales de la academia para tomar mejores decisiones, sobre todo en este momento, que se espera el inicio de la construcción de tres puertos adicionales a los dos que ya existen.
El primero, puerto Antioquia, estará ubicado en el corregimiento Nueva Colonia, un sector históricamente sitiado por la guerra y poblado por personas que viven de trabajar la tierra. Darién Port, el segundo, que se desarrollará en el municipio de Necoclí y tendrá un propósito turístico. El tercero es el puerto Sol de Oriente, que se espera sea construido por chinos entre Necoclí y San Juan de Urabá, cerca de un santuario de reserva natural y una ciénaga. Ese santuario ardió durante 19 días en 2018, dejando 4.400 hectáreas de bosque destruido y 350 especies de fauna silvestre calcinadas, un daño irreparable para el ecosistema, que tardará, según expertos ambientales, más de 50 años en recuperarse.
En este momento el desarrollo de la región está concentrado en la extracción y la explotación de recursos naturales, pero con los puertos se espera que su economía se transforme hacia el tránsito de mercancías que los conecten con el mundo. Se están construyendo bodegas para almacenar mercancía en las carreteras, y las universidades empiezan a hablar de formación técnica para que sus habitantes puedan emplearse en los nuevos trabajos que ofrecerán los puertos.