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Los tiempos del bullerengue

Un mototaxi desde Carepa hasta Chigorodó se tarda media hora en atravesar un paisaje de plátano y banano que se combina a tramos con cultivos de piña y palma africana. En 1912, el gobernador Clodomiro Ramírez ordenó separar de Turbo una franja de tierra del río Juradó para ser agregada al río Pavarandocito, que sería un lugar conocido entre esa fecha y 1878 con nombres como Nombre de Dios o El Crucero, pero finalmente se llamó Chigorodó, que significa en lengua indígena «río de guaduas». Ante la disminución de la explotación de la tagua por parte de los bolivarenses, a partir de 1915 empezaron a cultivar arroz y cacao y a explotar la madera para sacar por el río León hasta Turbo. Hasta que llegaron los paisas por la carretera al mar, y detrás llegaron las fincas bananeras y el ganado.

Máximo Yanes es un puente entre el pasado y el presente del bullerengue en Urabá. A sus 88 años vive solo en una casa de ladrillo del barrio Brisas de Urabá, un barrio periférico de Chigorodó. Fue agricultor y cantaor de bullerengue. Entre sus familiares cuentan que llegó a tener mucho dinero, pero le gustaba tanto la calle, bailar y tener amigas que se lo gastó en ellos. Hoy vive con un pie enfermo que se hincha cuando camina, y por eso la mayor parte del tiempo permanece quieto en una silla de plástico en la sala polvorienta de su casa. En la misma calle vive su nieta Leidy Paola Garlacio, una bailarina que le heredó su amor a la cultura y al bullerengue. De vez en cuando viene a saludarlo y a charlar un rato para hacerle compañía. Hoy está sentada a su lado cogiéndole la mano. Máximo quieto, sentado en su silla, cierra los ojos enfermos de cataratas y luego los abre mirando hacia arriba, como si ese mecanismo ocular reviviera la película rodada en aquellos días de Turbo, a donde le encantaba ir a bailar, y los de María La Baja, donde aprendió a tocar y a componer bullerengue. De esa película de aquellos días de juventud habla cada vez que alguien le toca la puerta para hacerle la visita.

Yanes dice que Chigorodó es una cuna de artistas, de bailarines, de danzantes. La tradición de las fiestas y todos los eventos de celebración del municipio se acompañaban con danza y bullerengue, al ritmo de los grupos de Son Candela y Danzas del Ayer. Si le preguntan por la historia de Chigorodó a Leidy, ella cree que ha cambiado porque ya no ven grupos de baile, «sino grupos de pandillas». Para ella la juventud y la danza eran una sola cosa: «Antes lo que se veía era grupos que se enfrentaban con danza. Ahora es muy triste que sea por medio de armas». Recuerda por ejemplo el festival de danza y teatro en el que todos los grupos del municipio recorrían las calles. «Yo me acuerdo de que se avisaba por la radio para que la gente asistiera. Hacían unos muñecos grandes, se vestían de fábulas y leyendas. Era espectacular, espectacular. Eso era muy bonito, pero eso se ha perdido ya».

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Prácticas vitales

Al otro lado, en otro barrio de Chigorodó, vive Carlos Manco, director y coordinador de clases de teatro, música y baile de la corporación Múcura, que se inspira en Urabá para hacer su trabajo todos los días:

«He nacido en tierra campesina

entre hombres de machete de azadón;

he crecido entre ríos y montañas;

y, en las tardes, me he tatuado con el sol.

He escuchado historias de los abuelos,

he sentido añoranzas de la mar [...]

He nacido en tierra de cunas y catíos,

Pa’ mi suerte, he nacido en Urabá».

(Carlos Manco)

Hace más de veinte años empezó a trabajar con la metodología de habilidades socioemocionales que aprendió en la Fundación Mi Sangre y en Oscul. Con Ana, su compañera, decidió que podían construir su propia metodología a través del arte, y crearon Múcura, una corporación que opera como una casa cultural del municipio, y desde donde quieren incidir en la reducción de los factores de riesgo para los jóvenes y los niños que «tienen pocas oportunidades para hacer cosas distintas».

Chigorodó ha vivido todas las violencias: primero la guerrilla, luego el paramilitarismo y ahora el microtráfico, cuya peor cara es el pandillismo. «Hoy existen fronteras invisibles en este municipio y eso me parece absurdo. En Medellín uno sabe que las bandas están organizadas en los barrios, pero acá un pelado no sabe por qué le dan un machetazo o un navajazo si va de un barrio a otro», dice Caliche.

Gracias a esta metodología, Carlos y Ana se han enfocado en generar impacto social en la región a través de montajes artísticos que, más allá de ser una muestra cultural de tradiciones, son procesos investigativos de danza y teatro que expresan ideas concretas y permiten evidenciar fragmentos de realidad de la región: «Urabá Exportación es un montaje en el que mostramos todo el proceso de las fincas bananeras. En escena, las mujeres se convierten en bananos, los hombres hacen el laboreo de la finca, y puedes ver el barco llevando las palé a Europa». Unibán los contrató para celebrar los cincuenta años de fundación y montaron la obra Urabá Muncariruma. «Un montaje investigativo que lleva a escena cómo llegaron las etnias a la región. Al indígena, al negro con sus tambores, al paisa con su industria». En otro montaje de danza que se llama Urabá Étnico muestran al negro del pacífico paliar los negocios del paisa y no podría decirse que son currulaos y cumbias, sino que puede verse como una revista étnica.

En este mismo sentido apunta la práctica de Ana Rosa Castro Maturana, profesional en Gestión Cultural de la Universidad de Antioquia, que trabaja con proyectos artísticos y culturales en el área de danza de la Casa de la Cultura de Chigorodó y tiene a cargo el grupo Son Candela Juvenil. Ana Rosa resalta la tranquilidad de Chigorodó, a diferencia de otros municipios que están enfocados en el crecimiento y el desarrollo. Al mismo tiempo reconoce que en medio de la riqueza de su tierra no ha sido fácil para nadie vivir atravesados por la violencia. Ella misma tuvo que salir desplazada hacia Cali durante las masacres en las bananeras, a mediados de los noventa. Pero fue de allá desde donde regresó con la convicción de que se puede trabajar en procesos de resocialización a partir del arte.

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Ana estudió Gestión Cultural porque hasta hace poco era la única oferta académica de la región cercana al mundo del arte y al sector cultural. Y a pesar de que los artistas reconocen que no es la formación más afín a su vocación artística, la mirada de la gestión cultural le permitió a ella elevar sus procesos a estados más amplios, a ver vínculos y relaciones de la danza con asuntos como el medio ambiente. «La comunicación academia-sociedad ha sido lenta. Se ha sentido la ausencia de la academia en la región en temas artísticos y culturales», dice. Para complementar esta oferta, hace poco la Universidad de Antioquia abrió la Licenciatura en Teatro. Ante esta carencia, ella ha tratado de que sus clases, más allá de ser espacios de ocio y de recreación, puedan convertirse en un proyecto de vida para los adolescentes que participan y provienen de contextos muy vulnerables. Los procesos adelantados por ella han implicado que ellos mismos vayan identificando su crecimiento artístico, una metodología que aplica como un reflejo de su propia experiencia. Con este trabajo espera aportar a la conservación de las manifestaciones dancísticas de ritmos folclóricos, al tiempo que aplica metodologías de investigación-creación. En esta medida los participantes de su grupo pueden aportar a la construcción colectiva de una coreografía o una puesta en escena «y esto les ayuda a saber por qué lo están haciendo, a tener un discurso propio», dice.

La cultura en su casa

La mayoría de los procesos culturales que hemos mencionado se desarrollan en la Casa de la Cultura Jaime Ortiz Betancur que dirige Ramiro Castrillón desde hace quince años. Hace veinticinco llegó del frío de Guarne al calor de Chigorodó buscando algo para hacer y acá se quedó. Empezó a trabajar con una empresas de gaseosas, después montó una boutique, pero luego sintió algo: «Sentí la necesidad de ejercer mi profesión de administrador y me fui a trabajar en política con un amigo que me puso de almacenista». Como ya estaba en política, le dijo al alcalde del momento que quería trabajar en la Casa de la Cultura y ahí lo puso de director desde 2005 hasta 2013, cargo que retomó nuevamente en 2016. Es así como en Chigorodó se crea música andina colombiana, con la estudiantina de Ensamble Sonoro, que nace de la necesidad de los jóvenes de recuperar el género andino colombiano. También hay vallenato, «que siempre habla de los quehaceres, de la vida cotidiana y de los desamores». Y bullerengue, con grupos de más de cuarenta años de tradición.

Uno de los profesores de la Casa de la Cultura es Rubén Darío Bejarano, quien trabaja desde 2005 como formador de teatro. Es licenciado de teatro de la Universidad de Antioquia y dramaturgo de la Academia de Teatro de Antioquia. Nació hace 36 años en Apartadó y se crió en un campamento bananero que ya no existe, pescando en canales de ríos, colgado de garruchas entre plataneras. Las fincas bananeras tenían campamentos inmensos donde vivían los trabajadores con sus familias y la suya quedaba en El Retiro de Carepa, donde vivió con sus padres hasta que hizo tercero de primaria y se trasladaron a Chigorodó.

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«Lo primero que recuerdo de Chigorodó es el bunde de las invasiones en El Bosque, un barrio que se estaba fundando en ese momento como lo estaba haciendo La Chinita, en Apartadó. La gente llegaba de todas partes de Antioquia, Chocó, Córdoba buscando trabajo en las bananeras, pero como no había campamentos no tenían dónde vivir», cuenta. Recuerda que Urabá se oscureció durante cuatro u ocho meses después de que la guerrilla voló las torres que generaban energía. Las noches se hacían más largas en la oscuridad después de ver en el día «cómo nos paraban a veces los carros donde íbamos, bajaban tres trabajadores y a la hora ya estaban muertos».

Cuando tenía diecisiete años y recién se había graduado del bachillerato escribió Señora República, una obra en la que una actriz representa el dolor que vivieron en la violencia de «los oscuros años noventa», dice. La estrenaron en 2001. Desde ese momento empezó a escribir más y más obras: Sangre, Escalera hacia el Mesías —sobre las repercusiones que tienen las decisiones del poder para los artistas y los medios—, La cuna vacía —sobre las implicaciones que tiene el aborto para los seres humanos—. Después escribió Soledad llega a las tres, una obra sobre la violencia intrafamiliar que representó a Urabá en uno de los festivales de Antioquia Vive el Teatro. Una de sus últimas obras se llama El escape, y la escribió hace tres años, cuando quiso dejar a un lado los temas dramáticos y se pasó a la comedia.

Cuando terminó sus estudios se fue un año para Medellín, y de regreso trabajó durante dos años en una bananera, hasta que entró a hacer parte del equipo de la Casa de la Cultura gracias a las obras de teatro que había montado para el festival de teatro Jaime Ortiz, que cumplió recientemente veinticuatro años. Pudo estudiar teatro gracias al programa Colombia Creativa, de la Universidad de Antioquia, con el que tuvo que viajar muchas veces a Medellín para poder graduarse. Hace cuatro años se graduó y hoy dice orgulloso: «¡Soy licenciado!».

Por: María Isabel Naranjo