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Capas de vida

Martín Jaramillo dice que el municipio hacia el que salimos es el más antioqueño de todos, aunque el acontecimiento más importante del año sea una celebración chocoana: la Fiesta de San Pachito, en noviembre, y este año esperan hacerla con un concierto de góspel.

Dicen que el poblamiento de Carepa inició en 1950 cuando Luis Benítez construyó un rancho con cercos y techo de caña flecha y empezó a vender lotes para la construcción de vivienda de dabeibanos que venían huyendo de la violencia. Jaramillo cuenta que entre los terrenos que empezaron a vender había unos que eran de la finca Vijagual, de su papá, conocido como el Ronco Jaramillo. Así lo recuerda:

«Mi papá era hijo de ascendencia liberal, aunque él no era de partidos políticos. Los liberales habían fundado dieciocho pueblos por aquí a través de la tagua, y cuando empezó el gobierno de Laureano Gómez, esos mismos dieciocho pueblos fueron quemados. Mi papá en Vijagual tenía una mula ensillada día y noche por si venía la policía chulavita o el ejército y le tocaba volarse. El día que nací fui a visitar a mi mamá en Dabeiba y la policía chulavita lo cogió y lo metieron a la cárcel de la Ladera en Medellín como jefe máximo de las guerrillas de Urabá. Pero esas guerrillas no eran como las de ahora. Era gente campesina que se tuvo que meter al monte para que el gobierno conservador no los matara. Cuando subió Rojas Pinilla fueron amnistiadas varias personas, entre ellas mi papá. Y cuando regresó a su tierra ya habían montado Carepa».

Toma solo media hora hacer un trayecto entre Apartadó y este municipio por la carretera al mar. Por la vía todo el tiempo transitan buses que trasladan de un lugar a otro una población de sesenta mil habitantes que trabaja en su mayoría en las fincas bananeras y se acuesta temprano.

El ruido más fuerte que se escucha entre semana es el de las volquetas de la empresa El Cóndor, cuando llegan por la noche con los trabajadores para dejarlos en las puertas de los hoteles después de extraer todo el día material del río Carepa. A las nueve de la noche no hay muchas personas en la calle, excepto los martes y los jueves, cuando los trabajadores de las bananeras salen más temprano de las fincas y aprovechan para comer patacón con pollo y queso costeño en algún parque.

Como todos los pueblos de Urabá, Carepa está partida en dos por la carretera al mar y algunos opinan que la Casa de la Cultura fue construida en el lado contrario hacia donde va el crecimiento del municipio. La última reunión cultural que se celebró en septiembre de 2019 tuvo como invitado al Ejército Nacional de Colombia. Los uniformados llegaron con una carpa para armar en la calle y adentro dispusieron un escenario boscoso para que los estudiantes de secundaria que asistían al evento pudieran tomarse selfies portando elementos de guerra.

Al frente de la construcción blanca de dos pisos hay una manga donde pueden verse varios almendros que visitan cada octubre las familias de papagayos que bajan del oriente desde Piedras Blancas, uno de los tres corregimientos de Carepa, junto a Zungo Embarcadero y El Silencio. «Cuando los vemos llegar nos alegramos mucho porque es como si nos visitaran los dueños del territorio», dice el monseñor anglicano Hermes Díaz, coordinador de la biblioteca Papagayo, cofundador del Consejo Comunitario Martin Luther King Esperanza 2000 y asesor del Consejo Municipal de Cultura. Lleva colgada del cuello una pequeña réplica de Jesús crucificado —pero con las manos amarradas— y debajo un collar de chaquiras típico de los indígenas, dos símbolos que revelan los pensamientos de su portador. Cuando fue nombrado bibliotecólogo hace veinte años pudo haberle puesto su nombre, pero en cambio eligió el que los indígenas decían cuando veían a los loros volar en su tierra: Carepa. Hace cinco años vio el último grupo de papagayos pasando. Eran quince. «Pueden haber matado a su guía o si algo está pasando en su hábitat se movieron para otro lado y por eso no han regresado», es la explicación que él se da.

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«No podemos olvidarnos de la historia de esta región. Se requieren unas diez generaciones para limpiar toda esa estela de miedo y dolor», dice Hermes. La historia a la que se refiere tiene que ver con la Unión Patriótica y el Ejército Popular de Liberación (EPL), que fueron objeto de persecuciones y exterminios masivos a manos de paramilitares, en complicidad con el Estado. Él cree que la transición intergeneracional se está dando como se hacen las molas coloridas de los emberá katíos: capas de vida sobre capas de vida que tienen un futuro incierto.

La identidad como revolución

En los últimos cinco años las dinámicas de Carepa han cambiado mucho según Aldaís Romero, un abogado de veintitrés años que nació en San Pelayo, Córdoba, y se considera hijo adoptivo de este municipio. «En San Pelayo la vida es estable porque sobrevivís con lo que te ganás en un jornal cuando salís a recoger algodón, sorgo, maíz», dice. Pero su papá se vino a trabajar a una finca bananera en Zungo Embarcadero, cerca del río León, donde le enseñó a amarrar y a sembrar plataneras, caña y yuca, actividades que cambiaría en su adolescencia por el liderazgo.

Desde su mirada de líder analiza que la alcaldía dejó de hacer procesos con jóvenes, pero en contraste han surgido colectivos juveniles en todos los barrios que se sienten como una nueva ola. «Tenemos más conciencia de nuestra cultura e identidad. Empezamos a definirnos de una forma diferente, una que nace a partir de lo que somos». En el contexto de las pandillas, por ejemplo, surge un colectivo que se llama Benkos Biohó, que empezó como un performance de peleas en la calle y pasaron poco a poco al teatro y a la danza.

El mismo Aldaís se define como pansexual, animalista y en proceso de ser vegano. Fue educado por chocoanos y por los profesores que tuvo se enamoró del quehacer social y cultural. Hoy es constructor de paz con enfoque de género y étnico en un proceso LGBTIQ con indígenas trans del resguardo indígena de Mutatá. «Ser marica en Urabá es muy difícil. La doble moral antioqueña y urabaense es así, en el día nos insultan y nos pegan y en la noche nos quieren meter en la cama», dice. Con este colectivo creó la primera mesa diversa de la región. En 2019, recibieron apoyo de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y pudieron hacer un encuentro subregional de colectivos y mesas diversas. Recuerda que hicieron una marcha en Chigorodó en la que participaron tres mil personas. «Era la primera vez que mis chicas bailaban en público en Urabá. Y gracias a ellas y a este colectivo fui consciente de lo que significa construir paz a través del cultivo de mi identidad de género y de mi identidad étnica». Ahora están trabajando en la Red Diversa Regional para la construcción de políticas públicas con enfoque de género en toda la región, y tienen un programa de televisión que se llama Atrévete a soñar, que se transmite por Urabá TV.

Entechar la casa abandonada

Waddel Guardia, director de Lunita Viajera, un centro artístico adscrito a la Fundación Bananitas, de la cual fue su fundador hace veinte años, dice que en Carepa hay un florecimiento que está basado en las inversiones millonarias en infraestructuras como el centro deportivo de Catherine Ibargüen, la presencia de la Universidad de Antioquia y de otras entidades de educación superior. «Hace años una columnista escribió que Colombia antes del proceso de paz era como una casa abandonada, y que el proceso era como ponerle un techo. Ya se le puso techo. El Estado hizo presencia más allá de lo militar. Todavía hay goteras, pero ya hay techo en Urabá», dice Waddel.

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Una de esas goteras que siguen cayendo son los papás y las mamás sobrevivientes de la violencia, que no tienen formación, y Waddel opina que a un hijo no se lo puede criar con la cabeza vacía. Los jóvenes de Carepa que están en pandillas no son la mayoría, pero sí son una cantidad suficiente para que la «historia de los jóvenes» se esté escribiendo desde ese lugar. La convicción que tienen en Lunita Viajera es que cuando un niño no aprende a leer y a escribir bien, las oportunidades que tiene son menores. «Cada vez que un niño pierde un año escolar, se instala en él un sentimiento de desesperanza. Se dice a sí mismo “yo no sirvo pa nada; yo no voy a aprender; mejor me meto en una bananera y ya”. Ese niño se vuelve preso de la violencia y de muchas enfermedades sociales como el pandillismo», dice. Por eso desde Lunita desarrollan el programa Desenrédate, para ayudarles desde la psicología a «desenredar el mundo de las ideas» y a expresarse mejor.

Roberto Murillo es el encargado de mantener las calles de Carepa limpias con su programa Mi Carepa Limpia y creó la Fundación para el Desarrollo y los Saberes (Fundesa). Al igual que Waddel y Aldaís, Roberto opina que la región ha ido cambiando paulatinamente, y que muchos de esos cambios se deben a la Cátedra Afro. «Si usted va al hospital se va a encontrar con una médica, si va a una finca va a ver ingenieros agroindustriales con especializaciones y todos son hijos de obreros, policías, militares o trabajadores de bananeras». Ahora están pidiendo no solo que lleguen empresas a generar empleo, sino que hablen de desarrollo sostenible. «El desarrollo sostenible es aquel que satisface las necesidades presentes sin agotar los recursos naturales. Queremos generar riqueza pero también tenemos que mirar cómo y qué papel vamos a jugar en ese punto, porque el desarrollo cogió a Urabá con la ropa abajo».

Hermes Díaz trae a esta conversación con Roberto las palabras de Martin Luther King cuando dijo: «Los cambios se dan a través de la revolución, pero no hay que ir a las armas para defender la justicia». Una convicción que refuerza su esperanza: «Creo que podemos vivir y trascender en la medida en que entendamos el respeto a la vida, a la diferencia. Este es el paraíso que hemos construido y queremos conservar para vivir en paz».

Por: María Isabel Naranjo