Primero ríos, después fronteras
De Turbo salimos en mototaxi y seguimos el viaje hacia el sur, atravesando treinta kilómetros de mares de plátano y banano por una carretera plana, que al cabo de una hora se torna somnolienta de tanto verdor. Edificios, vallas, un enorme centro comercial llamado Río Plaza y un equipamiento urbano que no tiene comparación en ningún otro municipio de la región. Es la puerta de entrada a la nación paisa: Apartadó.
«Cuando ya se levantan fronteras invisibles del tipo “acá empieza Turbo”, “acá empieza Apartadó”, la gente empieza a chistarse por pequeñas cosas que no nos pertenecen culturalmente; acá siempre ha habido unos corredores de ríos por los que nos conectábamos», explica Urabá Ruiz.
El Día de la Antioqueñidad, por las calles de Apartadó desfilaron negros con ruana, carriel y alpargatas. Al mediodía, en la inauguración de un restaurante sinuano que ofrecía como especialidad los platos típicos de Córdoba, como el mote de queso y la viuda de pescado, no faltó quien entrara a preguntar si tenían bandeja paisa.
«A las fincas llegaron desde los primeros años trabajadores paisas, chocoanos, cordobeses», dice Juan Mares, poeta y fundador del Taller de Escritores de Urabá. Cada uno se destacó en algún trabajo: los chocoanos eran buenos en la apertura de canales, hasta que llegaron las máquinas; los cordobeses eran muy buenos para sembrar y desmontar bananeras y los paisas eran aún mejores para dirigir, ordenar y planificar. A Martín Jaramillo le parece que los paisas le deben a los chocoanos un reconocimiento porque ellos hicieron más de 4.800 kilómetros de carretera a punta de pala. Y que esta tierra debería ser de los cordobeses porque los paisas, que solo sabían sembrar café, trajeron a los samarios que ya tenían experiencia en la Ciénaga del Magdalena para que les sembraran en las fincas el banano. «Y ahí empezaron a llegar de todas partes, porque lo que menos sabían de banano eran los paisas», dice.
El lunes primero de enero de 1968, se fundó Apartadó. Martín Jaramillo dibujó en la parte superior del escudo del municipio recién creado un apretón de manos —una mestiza y la otra negra—, y en la inferior una mazorca de cacao, un par de piñones de la industria y un racimo de plátano. En el medio un sol naciendo entre las montañas que representan la serranía del Abibe, donde nacen 18 quebradas, con un tramo del río León a la altura de Puerto Girón, por donde sale el banano hacia el Golfo.

«“Aparta” significa plátano y “do” significa río. Apartadó es río de plátano en embera katío», explica Juan Mares. La frase «Nau drúade bemata Jamáunta yodimemberá» que remata el escudo también está en emberá y traduce: «Esta tierra es de todos».
Inicialmente, esta frase estaba escrita en latín, pero Mares y Jaramillo insistieron en hacer un homenaje a los indígenas katíos. Las discusiones para la aprobación del escudo en el Concejo duraron un día, hasta las tres de la mañana, y así la recuerda Martín: «El presidente del Concejo me decía que el escudo estaba muy bonito, pero que esa frase estaba muy enredada. Y yo le dije: “Concejal, con todo respeto, si a usted le da brega leer español, imagínese emberá”. Y todo el mundo se largó a reír».

«Yo soy más viejo que Apartadó», dice el poeta y teatrero Fernando Ñungo. «Nos la pasábamos navegando por los ríos de fiesta en fiesta, de bullerengue en bullerengue hasta salir por el golfo». Recuerda que los caminos antiguos eran los ríos Churidó, Apartadó, Grande, Canalete, León, Mutatá. En la orilla de esos ríos los niños se paraban a ver pescaditos mientras sus madres lavaban la ropa de los trabajadores de las bananeras. «Nos bañábamos tirándonos de los puentes, hacíamos sancocho y montábamos en balsa», recuerda Ñungo. «Pero la guerra nos quitó el río. Hoy en día todas las aguas sucias desembocan ahí», concluye.
Las tensiones empezaron cuando los dueños de las fincas necesitaron más tierra para sembrar banano. La violencia de los años ochenta y noventa marcaría con terror la vida de todos los que hoy intentan hacer catarsis a partir del arte. Pero la cosa viene de mucho antes.
Así lo recuerda Martín Jaramillo pasando las hojas de un libro que escribió un amigo antropólogo y que él mismo ilustró: «Aquí, entre el 48 y 53, empieza la época de la violencia a la que llamamos “El empalamiento”, porque decapitaban y empalaban las caras [sic] en los postes. Aquí está una foto de Pueblo Quemado, donde nació Apartadó. Se llama así porque el ejército del gobierno de Laureano Gómez llegó a quemar el pueblo. La gente salió huyendo. Había un obispo que se llamaba Miguel Ángel Builes, de Yarumal, y desde el púlpito decía: “Toda semilla liberal hay que exterminarla desde el propio vientre de la madre”». Por eso y porque cuando tenía tres días de nacido un policía le pegó en los brazos de su madre por ser un «manzanillo liberal», es que Martín no quiere a los conservadores.
Treinta años después de ese acontecimiento, Juan Mares ya se había hecho popular por contar cuentos en las fincas bananeras, declamar poesía en las cantinas, hablar de literatura en la radio la Voz de Urabá y fundar el primer taller de escritores de la región.
La Flor de Arizá es un árbol endémico de las tierras de Mutatá y es considerado un árbol sagrado por los habitantes de la región. Dicen que en su corazón está la imagen de una cruz y que las mujeres pueden beber su infusión para controlar la menstruación según las fases de la Luna. Beberla en creciente hace que un periodo escaso crezca; y en menguante que uno abundante se contenga. Juan Mares recuerda que cuando el taller de escritores se consolidó decidieron crear un premio para las personas que se dedicaban a las artes plásticas, la literatura o las danzas. «A mí me habían hablado de todo ese conocimiento ancestral del Arizá en el Sinú y nos dijimos: “tenemos tanta sangre que hay que regularla con una flor sagrada”», dice Mares. Entonces nombraron al premio Flor de Arizá. Más de cuarenta años después, los árboles sagrados de Arizá florecen en toda la región.

Lo que se siembra, florece
«Lo exótico, lo seductor, lo excitante de Urabá es que lo que siembras, florece, porque se necesita», dice María Victoria Suaza, socióloga y artista de la Escuela Popular de Arte de Medellín, que llegó a Apartadó en 1985, cuando hacer arte, teatro y generar procesos culturales en la región era una condena anticipada de muerte. El teatro, por ser «el más colectivo y el más popular de las artes ha tenido una alta incidencia política», dice. Recuerda el exterminio de la UP como algo aterrador que se vivió en Apartadó, pero que al mismo tiempo generó muchos procesos culturales de resistencia. Cuando el DAS asesinó en Medellín a la alcaldesa de la UP, Diana Cardona, en el barrio que después de este hecho llevaría su nombre, los artistas encendían fogatas culturales para responder a la violencia. «Es lo que contrarresta las dos caras del teatro: la tragedia y la resistencia a través del carnaval y el rito, para no perder la esperanza».
Desde el principio, María Victoria supo tejer buenas relaciones con instituciones públicas y con aliados privados que le han ayudado a sostener por tres décadas el diálogo y la interlocución comunitarias. «Hablar de comunidad en Urabá es algo bien bonito. Aquí tienes que convivir en la misma cuadra con tres o cuatro cultos religiosos; con el chilapo, con el afrodescendiente, con el paisa colonizador y con el indígena. Eso es paz. El discurso pluriétnico es que día a día en barrios e instituciones como esta nos toca concertar la diferencia», dice.
Justamente en uno de esos barrios que se han levantado en medio de la guerra, en el Policarpa Salavarrieta —conocido antes como Poliplomo—, donde habitan personas que han llegado desplazadas de distintos lugares de Colombia, hace cinco años María Victoria construyó junto a la comunidad la sede del Teatro Camaleón de Urabá, los mismos años que tiene el alcantarillado del barrio. «Son barrios que todavía están haciéndose y Apartadó está en deuda con ellos», dice.
Desde hace nueve años, Camaleón adelanta en ese barrio el programa Artistas Saludables, un proceso de conciencia alimentaria que incluye dietas y entrenamientos corporales. Trabaja con las familias para que aprendan a reconocer fuentes de alimento esenciales como la bolea y el plátano verde. «Son esos cambios pequeñitos que alivianan un poco la vida cuando hay tanta cosa maluca», dice ella, y cita un poema: «Pequeñas personas haciendo pequeñas cosas en pequeños poblados, generando grandes transformaciones. Es la única».
María Victoria reconoce la labor de otras organizaciones que ya no existen pero tuvieron el valor de «sacar el machete para matar la culebra y abrir la trocha», como Urabá Tierra Viva, el Teatro Experimental de Urabá (TEA), el Carrielito de Elkin Quintero; de personajes que todavía se encuentran en la escena como Fernando Ñungo, Martín Jaramillo y Juan Mares, y de los procesos de la Casa de la Cultura de Apartadó que fue en su momento un referente de resistencia del movimiento cultural en la región.
«Toda la vida crecimos escuchando: “qué pesar tanta guerra en Urabá, pero como hay de talento”. ¿Por qué venden a Urabá como una región de talento, si acá la academia no llega?», sostenía públicamente María Victoria antes de que la Universidad de Antioquia, la Universidad Luis Amigó, la Universidad Nacional, Bellas Artes y otras veinte instituciones universitarias y técnicas hicieran presencia en la región. «Hasta hace diez años solo había universidades de garaje», dice Suaza.
Justamente ese es el tiempo que la Universidad de Antioquia viene abriendo paulatinamente programas de arte, música, teatro y gestión cultural. Programas que han implicado una interacción constante y dinámica con los actores culturales de la región, sin contar con las investigaciones que se han hecho sobre el bullerengue, los cantos del río Atrato y la danza en el norte de Urabá.

Joel Padilla tiene un Doctorado en Filosofía, es músico, docente y coordinador del programa de Licenciatura en Música en la Universidad de Antioquia. Vive entre Apartadó y Carepa, pero cada que puede, regresa a Necoclí al mar de su infancia. Recuerda que cuando estaban a veinte horas de Medellín, el hielo llegó junto a la energía en los años ochenta. Antes lo traían en camiones desde Montería en unos cubos grandes envueltos en cáscara de arroz para enfriar las fiestas del coco. «Eso parece una pendejada, pero para el que vive a temperaturas de 33 grados centígrados con una humedad del cien por ciento, tener hielo era un lujo que proporcionaba mucho placer», dice. También recuerda el Banquete del Millón que se hizo en 1995: «Mientras en Medellín la gente estaba pasando del DOS a Windows, en Necoclí estábamos haciendo una campaña para comprar máquinas de escribir». Por eso Joel piensa que Urabá es mucho más que el conflicto que se enuncia desde Medellín. «La relación con el hielo da cuenta de las carencias que hay, de lo lejos que estamos nosotros del mundo moderno», dice.
Cuenta que para la Facultad de Artes implicó una gran movilización tener el programa de Música con profesores de la región. El programa capacita y profesionaliza a músicos, pero también le da un sentido crítico a esa formación. «En otras palabras, esto es mucho más que profesionalizar artistas; es formar sujetos políticos, de contexto, que tienen una historia y que van a reflexionar a partir de esa historia sobre unos problemas», dice Joel, e insiste en que en la región hay personas con capacidad de comprender, «no necesitan que vengan a comprenderlas». En esto es enfático.
La investigación que han realizado desde este y otros programas ha sido vital para convertir problemas cotidianos de la región como la comida, la música o la industria bananera en problemas de investigación. «Eso ha permitido también un relacionamiento interesante con la gente, porque implica acercarse, preguntar, escuchar». Pero, sobre todo, les ha servido para conocer y escucharse a sí mismos.
Desde 2018, se realizan charlas itinerantes en las que reconocen esa diversidad que hay en la región. Se llaman En su Lugar, porque van al lugar donde nacen las cosas para intercambiar saberes con la gente. Por ejemplo, la primera charla se hizo en Necoclí y fue sobre el vallenato. Se llamó: «El vallenato del golfo». La segunda charla sobre bullerengue con la invitada Eustiquia Santana Amaranto, cantaora de bullerengue de Turbo. En Apartadó hubo un encuentro sobre el tango en la Carreta, porque acá tiene mucha tradición. «También vamos a hacer la parte académica del Festival de Bullerengue y estamos organizando el Tercer Coloquio de Investigación Artes y Territorios, de la Facultad de Artes, en clave bullerenguera», dice.
Romper el estigma
Una de las mayores transformaciones culturales ha sido la alianza público-privada con la Fundación Rosalba Zapata, que está ayudando a articular la herencia de todos los procesos culturales con la administración municipal.
Esta fundación pertenece al grupo empresarial Bananeras de Urabá, compuesta por seis fincas bananeras que ya cumplieron cincuenta años y cuyas exportaciones pueden alcanzar los dos mil millones de pesos anuales. Su propietaria, Rosalba Zapata Cardona, decidió exportar en 2005 bajo el sello fairtrade —o comercio justo—, lo que exigió que en 2008 se creara la Corporación Rosalba Zapata y que fuera administrada por los mismos trabajadores. Por cada caja con el sello de fairtrade que la empresa exporta, la corporación recibe un dólar en el mercado europeo. Cuando exporta para el mercado americano recibe la mitad. Los primeros proyectos de la corporación estuvieron enfocados en vivienda y educación para ellos y sus familias, pero después de un tiempo el trabajo se extendió a hacer proyectos de impacto a la comunidad. «Hemos desarrollado infraestructuras como parques, unidades deportivas. Algo con lo que incidimos mucho fue con la construcción de un espacio que hemos denominado el Centro Cultural Rosalba Zapata Cardona en Apartadó», cuenta Ginna Godoy, asistente administrativa de la corporación.
En el barrio Obrero la corporación construyó urbanizaciones para los trabajadores, dos placas polideportivas y un auditorio. «Pensamos en el Obrero porque ha sido muy estigmatizado por la violencia, muy pobre de recursos, había mucha resistencia. La gente no iba porque allá hubo muchas masacres», dice Ginna. El auditorio, con capacidad para 300 personas, se hizo con la idea de entregárselo a la comunidad pero el alcalde de ese momento (2015) no lo recibió porque la administración no tenía recursos para operarlo. Ese año se asociaron con varias entidades, entre ellas, la Filarmónica de Medellín. «En el evento que hicimos con la Filarmónica logramos llenar al auditorio con personas de todos los estratos y romper ese estigma de muchas personas que no iban al Obrero porque era un barrio peligroso», dice Ginna.
En 2017, la corporación decidió dar un giro y llegaron a un acuerdo con la alcaldía para administrar la oferta cultural del municipio. «¿Cuál es la idea? Maximizar los recursos aprovechando esa infraestructura. Nosotros aportamos todo el mantenimiento del Centro Cultural y hacemos un aporte en efectivo de 30 % de lo que vale el convenio y el municipio da 70 %». En este momento la corporación maneja toda la oferta cultural. El municipio hace los planes, pero la corporación tiene autonomía para administrar. Gracias a este convenio y a la participación de la Universidad de Antioquia, han logrado llegar a todos los corregimientos de Apartadó.
La noche del perro negro
Dicen que acá la memoria se vuelve monte y el monte todo se lo traga, pero… «En los últimos años ya no ve tanto periodista en las calles como otrora», cuenta Fernando Ñungo. «Cuando se comportaban como goleros en un palo esperando la noticia de un cadáver, mientras las funerarias hacían competencia», puntualiza. En los últimos años sus habitantes se han esforzado por cambiar los discursos, los símbolos, el lenguaje. «Sin desconocer que hemos sufrido, hemos empezado a ver y a hablar de personas y procesos culturales que son ejemplo», dice Urabá Ruiz.
En esas nuevas corrientes está Mateo Santero Peña. Acaba de cumplir 25 años, es poeta y gestor cultural. «Siempre veía llorar a mi amigos cuando Fernando Ñungo declamaba: “¿Dónde están los muchachos, dónde están los pelaos?” Y terminaba con: “Ya llegaron los muchachos, ya llegaron los pelaos, unos envueltos bandera en patria y otros envueltos en bolsas negras los han tirado. Ya llegaron los muchachos, ya llegaron los pelaos”. Ahí entendí donde estaban los hombres de mi barrio, y entendí el poder de la palabra», dice.

A la poesía se acercó porque su abuela siempre lloraba cuando le hablaba de un tío que él no conoció, y esa fue la primera pregunta que le hizo a la poesía: «¿Por qué se llora por alguien que no está?». Y con esa pregunta empezó a ir a los talleres literarios en la biblioteca municipal «donde la mayoría que iba eran viejos paisas que hablaban de emprendimiento, de que hay que leer para superarse», dice. Luego conoció en esa misma biblioteca el libro Monografía de Apartadó, de Julio Martín Jaramillo donde estaba la «Leyenda del perro negro».
Dicen que el barrio Ortiz fue una finca bananera donde Jaime Ortiz hizo un pacto con el diablo.
El pacto consistía en que cada diciembre tenía que sacrificar a su mejor trabajador a cambio de riquezas. Y qué casualidad, ese trabajador siempre era un negro. «¿De qué manera lo sacrificaba? En la fiesta familiar de diciembre lo mandaba por un racimo de banano para la fiesta. La gente siempre veía un perro negro, grande, con ojos de fuego acompañando al que se iba y nunca volvía», explica Mateo. Y así se creó la leyenda, pues la mayoría de los barrios de Apartadó son invasiones, pero la tierra de Jaime Ortiz nunca fue invadida. Así también nació el colectivo La Noche del Perro Negro, con el que Mateo y sus amigos llegaron a una decisión: «Sacrificar nuestros silencios, nuestras tristezas para crear nuevos poemas, nuevos espacios. Para hacer de la fiesta una gran revolución».
Con parrandas literarias y encuentros de neoperreo empezaron a hablar de patrimonio oral, memoria histórica e identidad en una zona que no la tiene. La pregunta que se han hecho desde el colectivo es: «¿De qué manera se puede gozar la vida en una ciudad llena de muertos?». La respuesta a la que han llegado: «A través de la lectura y la escritura creativa. Pero esa lectura no es solo de textos, sino también de leer el contexto, el territorio, el cuerpo, los sentidos». Los jóvenes de Apartadó se están preguntando qué significa ser joven en esta región a partir de otros referentes. «Y hemos llegado al punto de pensar que ser joven no significa construir tu vida a partir del éxito o tener mucho dinero; ser joven significa vivir la vida, viajar, escribir, hacer del arte una forma de vida», dice Mateo.
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Cuando el chileno Mauricio Araya llegó a Necoclí sintió una felicidad que nunca había tenido y desde ese momento este músico extranjero también está promoviendo nuevos ritmos que fusionan la cultura y la memoria ancestral de Urabá. Creó con músicos de la zona la agrupación PaloEMango, un colectivo de músicos que fusiona bullerengue con ritmos de electrónica, entre los que se encuentra Pedro Escudero. Tiene un estudio en Apartadó que se llama Nativo Sound Record, en el que trata de no cobrar muy caro porque sabe lo difícil que es juntar la plata, grabar y plasmar las ideas en un estudio. En este momento está haciendo los discos de cuatro agrupaciones: «Una es Urasón, que es de salsa, otra es Alma Negra, hay también unos muchachos que hacen rock y estoy grabando el vallenato de la zona. Mi aporte es este emprendimiento, para que hagan sonar su música en las emisoras, en el celular, en el picó».
Una de las cosas que más le sorprendió de esta tierra fue ver tanta gente feliz. «Algún mecanismo deben tener para despertarse después de tanta violencia a bailar sus penas. Alguien me decía por ahí que el banano tiene serotonina que los hace estar felices. Y fue en esta tierra donde me di cuenta de que en todas las situaciones pasadas de mi vida no había conocido la felicidad, eso fue lo que al final me hizo quedar acá».
