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Venecia

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Podemos decir lo que fuimos, pero no lo que somos 

Una finca cafetera centenaria con nombre de mujer, enclavada en las montañas del suroeste antioqueño, a 1.400 metros sobre el nivel del mar, todavía les recuerda a los venecianos que hace apenas un siglo eran un corregimiento de Fredonia. La Amalia, «madre de los pobres» y de la cultura cafetera, tan próspera que llegó a tener su propia moneda, acaba de cumplir 130 años y es más vieja que Venecia, la de Antioquia, llamada así por la creencia de que estas tierras fueron antes un gran lago que la hacía semejante a su hermana europea, como lo canta en un poema el decimero veneciano Hernán Herrera Tirado: «El Mediterráneo sirvió de marco / para fundar, bañada en ese charco, / la Venecia con góndolas de Italia; / y aquí se fundó la agrícola parroquia / con trapiches, Venecia la de Antioquia, bañada por las aguas de La Amalia».  

Venecia, la de Antioquia, empezó en un caserío de bahareque y paja con una centena de habitantes que en 1898 ya tenían algunos almacenes y tiendas, pero no habían construido una parroquia. Los colonos que habían llegado de Amagá, Caldas, Angelópolis, animados por la primera misa que ofreció un padre llamado Germán Aguilar, empezaron a contemplar el sueño de la fundación de un pueblo custodiado por un gigante, un vigía, un cerro indígena y piramidal. Una década entera les tomó recoger los fondos para levantar su propia iglesia —que recibió un nombre sin compañía, La Soledad—, en el predio de un antiguo tabacal donado por Tomás Chaverra. Con el auge del café a finales del siglo xix, los colonos se tomaron muy en serio la necesidad de independizarse de Fredonia e hicieron gestiones eficaces ante el gobernador, Nicanor Restrepo. Al poco tiempo, el 7 de mayo de 1909, el entonces presidente de Colombia, Rafael Reyes, ordenó por decreto su erección como municipio.  

Siguiendo un antiguo camino indígena que pasa por el alto de la Nigua se llega a la vereda La Mina, un nombre que recuerda las minas de oro que ya se agotaron y solo perviven los vestigios de esta «simbiosis histórica»: el centro de salud es de Venecia, la capilla es de Fredonia, y en una misma calle se encuentra la frontera de ambos, a un solo paso de distancia. Por esta estrechez de vínculos «la relación con los fredonitas era muy tensa». Mery Cardona, docente e integrante del Centro de Historia, habla de eso en la sala de su casa, ubicada sobre la calle Bolívar, la primera que se abrió en el pueblo, por la que pasaron hombres armados con hachas en una lucha contra la selva, abriendo los caminos hacia Chocó y Valle del Cauca. El hijo de Mery, Mauricio Gaviria, profesor y también cantante, asegura que durante la colonización antioqueña el dicho popular era: «Este no va a llegar a ningún Fredonia». Después, cuando las hachas habían ganado ya la batalla y pasaron los límites del departamento para expandirse hacia el eje cafetero, el dicho cambió por: «Este no va a llegar a ningún Pereira».  

«Podemos decir lo que fuimos, pero no lo que somos», dice filosofando en una mesa del hotel Media Luna Víctor Hugo Restrepo, emprendedor turístico y guía local del Museo Cerro Tusa Zenufaná, tratando de explicar por qué algunos habitantes afirman que no tienen una identidad definida. ¿Y qué es lo que fueron? Un pueblo cafetero, como se evidencia en las rimas del decimero: «Toda Arabia comprende un gran cañón / donde llegaron hombres cafeteros / de dura cerviz como pioneros / y sembraron de El Narciso hasta Morrón. / En el cerro, La Amalia y El Rincón, Media Luna, La Antigua y El Vergel, el café lo producían a granel / como cuota a la marcada profusión». Víctor Hugo señala que acá es donde se produce más café por hectárea en el mundo, así que no es producto del azar que sea donde se conformó el primer Comité de Cafeteros, ni que sea la sede de El Rosario, la única granja experimental de Antioquia, administrada por Cenicafé. «En esa granja se han inventado cosas», dice. Acá se ha desarrollado la variedad Castilla que predomina en Colombia y están sacando variedades diferentes que funcionan en la sombra.  

Pero Venecia tiene dos pasados. Además de la cultura cafetera, un eco prehispánico viene tomando fuerza desde que llegó el turismo a cerro Tusa, que es tan importante para ellos que en su honor celebran cada diciembre las fiestas que llevan el mismo nombre. Un museo arqueológico y un monumento «a la india» en el parque principal, son dos símbolos que podrían interpretarse como una búsqueda por reivindicar un pasado que fue borrado de la historia antioqueña.  

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¿Cómo saber que existieron los caciques Sinifaná, Bolombolo y Popala? El arqueólogo Pablo Aristizábal, Ph. D. de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París, es una de las personas que más ha ayudado al municipio a construir este relato sobre los indígenas que habitaron la región. «Según él hay muchas confusiones. No sabemos bien si a lo que llamamos “piedra del altar de sacrificios” era realmente para eso, porque no tenemos evidencias. Lo que pasa es que hacemos asociaciones de ideas de otras culturas». «Aparte es feo. Si yo fuera una deidad no pediría sangre, sino cosas bonitas», dice Víctor Hugo. En el 2019, se aprobó una ordenanza que decreta cerro Tusa como parque arqueológico y natural, dando a esta zona la importancia histórica y natural que merece y al municipio la oportunidad de impulsar su actividad turística. 

 

Ya no hay plátano, café ni caña

«Más la suerte cambia y se ensaña / porque ineptos labriegos sin cautela / tiraron por la borda sus parcelas / y ya no hay plátano, café, ni caña. / Cuando la tierra pasó a manos extrañas / dejó graves secuelas / pues solo produce, aunque nos duela, / unos prados que podan con guadañas». Hernán Herrera. 

Hernán Rico es un jardinero que siembra cactus y se preocupa por la falta de vigor del samán que hay en el parque principal. Es un jardinero con una «voz social» que dice lo que es bueno y lo que es malo. Un jardinero que, en sus palabras, se dedica a «informar a la comunidad». Gestiona natillas, promueve donaciones de útiles escolares, hace la veces de guía local y sueña que un día haya una caseta en el parque con artesanías a la venta y con información local para los turistas.  

Dice que lo que sobra en Venecia son ganas. Hernán saca el pecho como un pavo real cuando habla de que fueron los primeros de todo el Suroeste en tener un taller de guadua, con el que le vendieron «hasta al Éxito», dice. Le gustaría recuperar el teatro y proponer actividades culturales cada quince días, como cuando había trovadores, cuenteros, escultores, pintores y juegos de la calle. 

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Recuerda la época de 1970 a 1990 como la mejor. «Todo lo que veías en la montaña era café y caña», pero después de una ley que obligaba a los terratenientes a pagar los catastros de sus trabajadores; cultivar caña y café dejó de ser rentable y convirtieron los cultivos en potreros. El ganado pegó. Los cerdos pegaron. Y después estuvo el paisaje. Los mafiosos se enamoraron de él, así lo aseguran en una conversación en la Casa de la Cultura algunas personas. «Ya no se madruga como antes, cuando éramos agricultores y nos levantaban a las 4:30 de la mañana a moler café mientras escuchábamos bambucos y pasillos. Pero en los años ochenta, algo pasó», dice uno. «Las mafias llegaron y acabaron con pólvora todo el pueblo», dice otro. «Y después los ricos, un poquito más decentes, llegaron a hacer piscinas», responde el último.  

Hernán dice que la cultura cafetera la acabaron la roya y la broca cuando bajaron el precio del café y de la tierra, y los campesinos vendieron baratas sus tierras. Entonces, ¿de qué viven?, parece una pregunta sensata. «¡De milagro!», responde Hernán. De eso y de los recursos que genera el turismo, porque ahora se proyectan como un municipio turístico, aunque en la oficina de planeación tengan un mapa gigante que indica que la búsqueda del desarrollo apunta hacia la minería de carbón.  

 

Tradición contada a voz e instrumento 

En el Plan Nacional de Música para la convivencia, las escuelas de música tradicional buscan rescatar la identidad cultural de los pueblos a través de la música popular. Fabián Vergara es el director de la escuela para Venecia. Aprendió trova pequeño con su papá y tiple en su juventud de manera empírica.  

«Yo fui hijo de un arriero, me criaron en una finca y lo primero que aprendí fue a escuchar bambucos en la radio. Como los arrieros son jocosos, mi papá me enseñó a trovar. A los diez años participé en un festival de trova departamental y lo gané. El tiple es reconocido como el instrumento tradicional que acompaña las trovas. Cuando tenía dieciocho años me encontré uno de esos todo empolvado que perteneció a la estudiantina que había en el pueblo en los años setenta. Empecé a tocar de forma empírica. Me enamoré de un señor de ochenta años que tocaba tiple en Fredonia, Emilio, y comencé a ir hasta su casa a pie para tomar clases. En el trayecto, con el tiple al hombro, me demoraba tres horas. Fui cuatro veces hasta que un día, el señor Emilio se cayó subiendo las escalas de su casa con el tiple al hombro y se mató. Eso fue muy triste para mí. Ya no tenía quién me enseñara». 

Pero continuó aprendiendo tiple con un libro que encontró en la biblioteca del campesino. A los veinte años partió como muchos a Medellín. Estudió en Bellas Artes y trabajó durante diez años en una compañía de electrónica. Durante este tiempo, cada fin de semana viajaba a Venecia para tocar en el Dueto Memorias que conformaba con Virgilio Pérez y Jhon Mario Calderón. «Los días de la madre tocábamos desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. En esa época yo veía a doña Rosalba ordeñando una vaca y al lado un bebé, en una manga, al lado de la vaca. La niña era Gloria, la bibliotecaria, y la vaca era de don Alfredo. Pero de eso voy a hablar después». 

En el 98 comenzó a dar clases de guitarra en la Casa Musical Hernando Montoya, de San Antonio de Prado, estudiaba ingeniería geológica en la Universidad Nacional y se enamoró, como dice él «hasta las güevas». Pero todo se acabó al mismo tiempo.  

«El 24 de diciembre de 1999, se acabó el trabajo, la universidad y el amor. Y me devolví para Venecia a recuperarme. No salí durante tres meses de mi casa. Ya tenía treinta años y ningún amigo. Entonces cogí un instrumento de viento y por arte de magia empezó a sonar. Dando clases de música conocí a una niña de doce, con mucha chispa musical. Un día ella me invitó a su casa y apenas vi las condiciones en las que vivía se despertó en mí un llamado de servicio. Me vinculé con esa familia desde ese momento. Todos los días le llevaba a ella el desayuno al colegio. Luego entendí que eso fue como un llamado espiritual, una necesidad de ayudarla, de darle amor sin pedir nada a cambio. Hoy, esa niña tiene 33 años. Era Gloria, la niña que yo veía al lado de la vaca de don Alfredo cuando tenía veinte años». 

Cuando era pequeña Gloria tenía el don del canto y tocaba saxofón. Cuando cumplió catorce años Fabián le regaló una guitarra y empezó a enseñarle a tocarla. Fueron juntos a todos los festivales de música colombiana, en Jericó, Ituango y otros pueblos. Ella los ganó todos. Cuando Gloria le dijo que se iba para Medellín, Fabián puso treinta rosas a la salida de su casa como despedida. «Al otro día prendí el televisor y la vi cantando en Televida. Hace siete años la vincularon a Caracol. Es la locutora de Q’hubo Radio y estudia comunicación en la Luis Amigó. Ahora tenemos un grupo musical, hacemos presentaciones. Somos amigos y siempre lo vamos a ser». 

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En el 2005, apareció la convocatoria del Ministerio de Cultura para las escuelas de música tradicional y empezaron con las capacitaciones en la región del Centroccidente, que comprende al Valle del Cauca, Risaralda, Caldas, Quindío y Antioquia. En 2007, empezó el programa de formación en Venecia. A la escuela de música tradicional llegaron jóvenes metaleros, rockeros y raperos que aprendieron a tocar el tiple, la bandola, la guitarra.  

«El objetivo de las escuelas era rescatar la identidad musical. Al año siguiente comencé la iniciación musical haciendo canciones de manera lúdica. Se fueron formando niños y cantores y me convertí en el profesor del coro. Ellos iban a ser también los niños de la estudiantina. Descubrí una metodología para llevar a los niños cantores a niños instrumentistas. Entre 2008 y 2015, pasamos todos los departamentales, y en 2013 éramos el mejor coro a nivel departamental. Tuvimos un ensamble con Jorge Velosa, con el coro de Sabaneta y fuimos a todos los Antioquia Vive la Música. En 2015 hicimos un ensamble con Tierra Adentro y Petrona Martínez. Desde esa fecha hasta hoy hay nuevos semilleros de iniciación musical, una estudiantina y un dueto de música colombiana». 

Por: María Isabel Naranjo