Un pueblo de siete mil años
«Sobre Támesis puedo decir que no podíamos ser normales. En este pueblo la gente está cargada de felicidad», así empieza a describir lo que conoce bien Carlos Mario Velásquez, historiador y escritor tamesino, autor de Los iracundos, su primera novela. «Estamos en la región del “país del sol sonoro”, donde León de Greiff se enamoró de una negra tetona y bizca. […] Tuvimos un alcalde gay, escritor, que hizo el relleno sanitario porque su mamá le dijo un día que no volvía a entrar a la casa si no le “descontaminaba” el río Claro. Y hasta hubo un restaurante vegano en este pueblo de carroñeros».
El maestro de historia de la Institución Educativa Víctor Manuel Orozco enseña sus conocimientos en la media técnica de Turismo con metodologías nada ortodoxas. No se detiene en los datos históricos que aparecen en la Cátedra Municipal, que fue su tesis de grado. No habla del agente comercial de la casa Echeverri y Cía. Pedro Orozco, quien donó cerca de treinta cuadras en 1858 para fundar a Támesis, en un terreno donde había «varias casas pajizas y una capilla donde rápidamente se ofreció una primera misa», pues al pueblo llegaron numerosos colonos «atraídos por las guacas y por la feracidad de los terrenos», como cuenta el historiador Juan Carlos Vélez en su libro Los pueblos allende el río Cauca. No repite esa versión popular según la cual doña Rafaela, la esposa de Orozco, cuando vio por primera vez la tierra envuelta en neblina pensó en esa lejana ciudad de Londres que había visitado y por eso la nombró igual: Támesis. No repite como los viejos que se sientan todos los días en las jardineras del parque a saborear un tinto conversado después de misa: «Y en este peñasco tosco se cayó don Pedro Orozco», dicen, y aseguran sin un pellizco de duda que pueden llevarte al lugar exacto donde este hecho «historicómico» ocurrió.
No hace nada de eso. El maestro de historia sale a caminar con sus estudiantes como lo hacía Fernando González con sus discípulos, y mientras recorren a pie las montañas rocosas hasta lo alto, donde pueden divisar la inmensidad del Valle del Cartama, los farallones de La Pintada, y el Cerro de Cristo Rey, nombran los vencejos, los colibríes, los barranqueros, los rastrojeros, los atrapamoscas, los pechirrojos, las tangaras que los acompañan en el camino sobrevolando los árboles nativos, que forman bosques protectores de agua. Los estudiantes hacen preguntas y toman fotografías a los pájaros que cantan, a las cascadas que chorrean feroces las piedras volcánicas, crean imágenes que servirán luego para estampar en camisetas para ayudar a dar a conocer su biodiversidad. Porque eso es lo que hay en este «cañón mágico» de 273 kilómetros cuadrados, «hay más biodiversidad que en los 24 millones de kilómetros cuadrados de Norteamérica», comenta el exalcalde Juan Martín Vásquez cuando hablamos en la sala de la casona colonial de su familia y sede de su nueva campaña a la alcaldía, detrás de la iglesia Santa Ana.
Maximiliano Perdomo, un tamesino de diez años que colecciona piedras y se babea cuando ve arbustos de moras y frambuesas silvestres, me enseña un reguero de piedras andesinas que hay en una de las pendientes que subimos para llegar a Monte Mágico, en el cerro Cristo Rey. Saca una botella de su mochila arahuaca y riega un poco de agua sobre una de las rocas en un punto específico donde no se ve nada, pero él sabe que algo está ahí. El agua empieza a bajar por la piel de la roca y en una especie de «revelado húmedo» deja al descubierto la cara de una figura antropomorfa con ojos de alien mirando al cielo, un dibujo que estremece porque conecta el pasado con el presente con algunas preguntas: ¿qué es?, ¿quién lo hizo?, ¿qué significa?, ¿qué indígenas habitaban esta región?

«¿Cómo trabajar en la escuela la identidad de un pueblo con una historia que está oculta?», pregunta Carlos Mario Velásquez. Por eso cuando encuentran algún camino prehispánico en sus expediciones con estudiantes, el maestro grita: «¡Por acá pasó Cieza de León!». En el Museo Cartama hay colecciones de piezas, vasijas de barro, réplicas de joyas de las culturas precolombinas, con notas muy bien escritas sobre la cultura antigua a la que pertenecieron y algunas posibles interpretaciones sobre el uso que les dieron. Pero no hay ninguna referencia a la «expedición de guaqueros» que llegó con la colonización antioqueña a saquear las tumbas indígenas.
Dicen que Víctor Manuel Orozco, sobrino de los fundadores del municipio, fue uno de los primeros en notar los «jeroglíficos» en las piedras tamesinas, pero fue el médico Manuel Uribe Ángel —un sabio que también recogía piedras en los bolsillos— el que registró por primera vez estos incipientes hallazgos en su Geografía general y compendio histórico del Estado de Antioquia, en 1885: «Se dice que hay en el distrito de Támesis grandes rocas con grabados que representan figuras humanas, obras atribuidas a habitantes primitivos, pero están ya tan confusas que con dificultad pueden ser percibidas». El sabio ya anotaba la dificultad de encontrar las figuras a simple vista.

Cien años pasaron como tatuajes invisibles en la superficie aterciopelada de las piedras del Valle del Cartama, hasta que Graciliano Arcila, un antropólogo amagaseño determinante en la creación del pregrado en Antropología de la Universidad de Antioquia, se interesó en los años ochenta por esas figuras que esperaban con paciencia de reino mineral que un día por fin les quitaran de encima la capa de líquenes y olvido que las cubría. El antropólogo registró cuarenta figuras y documentó doce formas que empezó a nombrar «petroglifos». El maestro historiador las llama «rocas que hablan», aunque todavía no sepamos nada de lo que nos dicen.
«En la escuela nunca me hablaron de arqueología. Solo me hablaron de doña Rafaela, como si tuviéramos 150 años. ¿Qué tal si pensamos que Támesis tiene 7.000 años y que su historia es tan sólida como los petroglifos?», es la pregunta que se hace Rodrigo Echeverri, un rastreador de petroglifos, conocedor autodidacta de la historia de los indígenas y fundador de Ecocartama, una empresa turística que promueve el turismo de aventura y cultural e histórico para conocer la riqueza que hay en Támesis.
Rodrigo viene acompañando hace algún tiempo a dos estudiantes de astronomía que intentan demostrar que los petroglifos tienen relación con ciertos momentos estelares.
En los últimos treinta años, investigaciones de arqueólogos como Pablo Aristizábal y Alba Nelly Gómez han ayudado a enriquecer el registro y a avivar el interés de los tamesinos por este patrimonio cultural inmaterial y también la conciencia sobre su cuidado. Pero son los indígenas de los resguardos del Suroeste los llamados a contar esta historia. Así lo cree Cristian Zapata Cértiga, líder cultural de La Mirla, el resguardo indígena de Támesis: «Con los petroglifos veo una oportunidad de trabajar desde el conocimiento indígena y rescatarlo. En Colombia somos 104 pueblos indígenas y tenemos 82 idiomas, y casi todos tenemos las mismas formas y símbolos: los del Cauca, los Nasa, los Guambianos, todos los pueblos indígenas se sienten identificados con los petroglifos y tienen conocimiento de esas formas milenarias».
Por ahora, los monigotes de lagartijas y soles han empezado a colonizar, poco a poco, la pintura de los balcones, los zócalos recién hechos de las casas y las artesanías. Se siente como si este pueblo de colonos necesitara resignificar su pasado indígena, para darle sentido a su presente. Y en eso la cultura juega un papel muy fundamental.
En defensa del paisaje
Luis Perdomo recuerda haber visto cuando era estudiante de la escuela Víctor Manuel Orozco un antiguo mapa de Támesis con una pica y una maza cruzadas. «Ese mapa se me quedó grabado porque hoy estamos defendiendo lo contrario: que no somos un pueblo minero», lo manifiesta parado frente un mapa que, colgado en una de las paredes de Campamento Lechuga, un refugio animal ubicado en la vereda El Rayo, donde viven veinte perros, doce gatos, dos burros, un caballo, una vaca llamada Vaquita y una piedra preñada de petroglifos que asocian a la maternidad.
Organizaciones como el Cinturón Occidental Ambiental (COA), Comité por la Defensa Ambiental y del Territorio (Codeate) o la Alianza Ciudadana por la Defensa de T ámesis (ACTA), son espacios donde los habitantes se movilizan activamente en torno a la defensa del territorio y el agua, y Luis hace parte de ellos. Codeate es una organización de campesinos de Támesis que ha logrado contener los intereses de la multinacional Anglo-Gold Ashanti y la puesta en marcha del Plan Departamental de Aguas, que pretende privatizar el agua de 24 acueductos veredales que hay en las 37 veredas de Támesis. Y esas dos cosas, la protección del agua y la defensa de la tierra que les pertenece, son innegociables para ellos en el siglo xxi.
Para el año 2011, en el Suroeste se habían concedido 219 títulos mineros que abarcaban más o menos 107.000 hectáreas, y en este momento, 90 % del municipio está comprometido con alguna solicitud de exploración minera.
«Si bien la ley nos da derechos, las multinacionales no cejan en su empeño de cooptar a nuestros gobernantes. La plata nos gusta mucho y la educación no ayuda a que defendamos lo que tenemos ni que trabajemos lo propio de manera asociativa ni comunitaria», comenta en el corredor de su finca en La Mesa, Gonzalo Pérez Giraldo, uno de los líderes comunitarios que más está apoyando la resistencia campesina en Jericó por este mismo tema.

Así como ellos, en Támesis defienden su vocación agrícola por encima de los intereses de las multinacionales mineras. Algunos recuerdan todavía los cultivos de cañaduzales, las paneleras, los madroños. La sede de la Nacional de Chocolates está en la vereda El Líbano por la tradición de sus cacaotales. La principal actividad independiente pequeña y mediana que se mantiene es el café, y desde la gobernación de Sergio Fajardo los campesinos se han convencido de la rentabilidad que significa mejorar sus procesos de producción de cafés especiales, para vender su cosecha a un mejor precio.
Pero es difícil sostener la economía en el campo. Los campesinos, desde hace décadas, están vendiendo sus tierras para dar paso a grandes empresas como Frudelca, la naranjera que produce el jugo que vende la cadena D1. Los cultivadores de aguacate hass están comprando grandes extensiones para hacer rentable la exportación de este producto, a costa de una alta concentración de agroquímicos que termina contaminando las fuentes de agua. En las tierras altas, el cultivo de pino y eucalipto para la producción de papel y estibas para empacar mercancía pone en peligro la flora nativa y la vida acuática. Muchas personas como Rodrigo Echeverri señalan al narcotráfico como el principal culpable de la destrucción de su identidad cultural. «A esta tierra hermosa llegaron los narcos comprando tierras y eso fue lo más perverso que pudo pasarle al Suroeste: la gente se acostumbró al dinero fácil y dejó a un lado la agricultura».
Pero la esperanza de Támesis está contenida en las palabras de Mónica Peña, directora de la Banda Juvenil Santa Cecilia: «Estamos en un sitio privilegiado. Tenemos una magia especial que se siente en el paisaje, en el clima, en la gente, en el agua, en las aves, en los caminos. ¡Es precioso! Creo que precisamente por esa visual que tenemos del paisaje es que hemos sido soñadores y nuestra única salvación es retornar y proteger el campo».
El camino de La Mirla
«¿Usted sabe cómo surgió el mestizaje? Hace 500 años, después del saqueo, hubo varias etapas. Matanzas. Decían que los chamanes eran demonios. La iglesia los señalaba y los inspectores les ponían orden de captura por diablos, salvajes, brujos. Tenían que ser adoctrinados, bautizados para ser personas, para ser humanos». Así empieza mi entrevista con Cristian Zapata Cértiga, un emberá chamí de Urabá que fue desplazado por la violencia y hoy vive en el resguardo La Mirla en Támesis.
«En 1996 fui desplazado de Urabá y me fui para el resguardo indígena de mi familia, en Valparaíso. Ese año apenas se estaban conformando los cabildos en Támesis. Yo sabía leer y escribir porque había hecho hasta quinto de primaria y me dijeron que me necesitaban. Al mes de que iniciaran los procesos con Hernando Cértiga, vinieron a hacer una visita a Támesis y ahí comenzó el resguardo. vino el Incoder, el Ministerio de Educación y se instaló un cabildo con 6 familias y 24 habitantes. Ahora somos 30 familias y 160 habitantes».
El proceso de formación del resguardo no ha sido nada fácil. Los cambios de ciclos políticos y el poco reconocimiento de los otros —instituciones y pueblos— debido a su reciente creación, les ha cerrado puertas a espacios para encontrarse y mostrar su riqueza cultural.
«Empezamos muy bien porque había un alcalde muy consciente y en menos de un año tuvimos educación, salud y tierra. Creamos un banco de proyectos que se llama Fondi a través de una norma en el Concejo municipal. Después de él, los alcaldes que siguieron nos apoyan con lo más básico, pero ha sido muy difícil el reconocimiento y el presupuesto para apoyar actividades en el resguardo. Cuando hay eventos departamentales no tienen en cuenta al resguardo. En los museos muestran imágenes de otras partes. Por ejemplo, la gente que viene a Támesis ni siquiera sabe que hay un resguardo. En la Casa de la Cultura no hay información sobre nosotros. Nos sentimos solos».
Ahora entre las treinta familias tienen proyectos para trabajar la tierra, cultivan café y caña que venden los municipios cercanos. Se están preparando para empezar un proyecto de cría de cerdos, y a la par tejen artesanías, en comunidad o de manera individual, porque la organización interna también es un proceso que se ha ido aprendiendo con el tiempo y en la marcha.
Pero lo que más le interesa a Cristian es la cultura, cómo cultivarla, recuperarla, transmitirla y darla a conocer. No cree en la división entre mestizos e indígenas y aboga por la coexistencia desde las aulas de clase hasta las universidades. En el turismo, en las ciencias y hasta en el reguetón.

«En el proyecto de microcentros educativos estamos recogiendo información ancestral para sacar cartillas. Estamos aprendiendo los números de todo el sistema occidental en nuestra lengua para rescatar nuestro conocimiento ancestral. En los programas educativos estamos pidiendo un sistema de educación propio intercultural. En el resguardo tenemos una escuela con una profesora indígena que no enseña bajo el reglamento indígena, sino únicamente bajo el estándar del ministerio. Pero creemos que la educación debe ser cincuenta por ciento conocimiento occidental y cincuenta por ciento cultura indígena. Por ejemplo, las ciencias naturales deben ser de la riqueza del resguardo, la biodiversidad propia, las plantas de nuestros médicos tradicionales. Hubo un tiempo en el que los indígenas y los campesinos compartíamos conocimiento. Estamos abiertos a que los kapunias indigenistas vayan a los resguardos a compartir su conocimiento, pero el Gobierno quiere que compitamos. Para nosotros el maestro no es el que tiene el título, sino el que tiene conocimiento. Un día le propuse a la universidad un proyecto de prácticas universitarias en los resguardos para compartir nuestro conocimiento, por ejemplo, ¿en qué luna se siembran semillas? o ¿qué entendemos con la luna llena? Pero no pasó nada. Nosotros queremos abrir las puertas del resguardo para que vengan a conocer nuestros cuentos, tradiciones, y que eso ayude a sostener a nuestras familias y a fortalecer nuestra cultura. Nuestros jóvenes tienen pena de danzar nuestra música, de hablar nuestra lengua. Por ejemplo, a los reguetoneros emberá de Valparaíso les aconsejé: si van a ser reguetoneros, tienen que hacerlo desde su cultura. Eso es lo que la gente va a querer conocer. Es un vehículo para promover nuestra cultura».