El pueblo de las cuatro efes
Los antioqueños decimos popularmente que hay un pueblo de las tres efes porque es feo, frío y faldudo, o bueno, de las cuatro, porque su nombre también empieza con efe: Fredonia. Por esa tradición paisa tan pícara y «montadora», los apelativos de los pueblos derivan en características que no son necesariamente ciertas. Así lo cree Aníbal Parra, un joven músico fredonita, estudiante de Filosofía, que cambió el significado de los tres adjetivos de su terruño por otros más amables: «fantástico, fabuloso y fenomenal». Y los explica: «Fantástico no solo por las fantasías de las leyendas, sino porque aquí se puede fantasear. Fabuloso por el “golpe de vista” que ofrecen sus paisajes, en especial el de cerro Bravo. Fenomenal por el fenómeno que siempre aparece cuando lo cotidiano nos abruma». Los sentidos de las palabras son otra forma de manifestación del arraigo.
No importa que sean extranjeras, como «freedom», palabra anglosajona que significa «libertad» y sería el origen de la primera sílaba del nombre: «Fre». En esta gramática bicentenaria, Fredonia significa: «tierra de hombres libres», nombre sugerido por el ingeniero inglés Tyrell Moore en 1830, dueño para ese entonces de la famosa y rica mina de oro El Zancudo. Sin embargo, este consenso ha sido cuestionado por miembros del Centro de Historia fredonita, como Javier Moreno, quien dedica un artículo completo a este tema en la revista 60 de Fredonia Histórica. Cuenta que la verdadera «tierra de hombres libres» es el municipio de El Retiro, pues fue allí donde Javiera Londoño liberó mediante su testamento a más de cien esclavos en 1776, ochenta y cinco años antes de la abolición de la esclavitud en Colombia. En su lugar, explica, el nombre se deriva de la palabra «freed», que antiguamente significaba «paz» y, por lo tanto, Fredonia en realidad quiere decir: «campo de paz». Para no omitir ninguna versión, en algunos textos han juntado las dos acepciones dándole el sentido de «tierra de paz y de hombres libres», en definitiva, una utopía.
El pueblo fue edificado en las arrugas de una montaña de la cordillera Central, en estribaciones de cerro Bravo, un observatorio natural desde donde se puede contemplar el extenso paisaje de pliegues rugosos y verdes que ofrece la geografía del Suroeste. Cerca de allí había un poblado que se llamaba Guarcitos, donde los exlibertos de Javiera Londoño resistieron la inquina de los blancos católicos que reclamaban como suyas las tierras heredadas. Pero de esta historia poco se sabe, más bien se ha convenido con Manuel Uribe Ángel y su texto de Geografía general, que este ha sido siempre un pueblo «de gente ennoblecida por el trabajo, de hijos de Envigado, de Itagüí, Medellín y Amagá», con «hábitos en el hogar sanos y primitivos», y apellidos que todavía resuenan «Santamarías, Montoyas, Uribes, Restrepos, Vélez, Fernández, Escobares y Ochoas», que se identifican con los de sus primeros pobladores.
Se dice que el sitio de la fundación fue donado por Cristóbal Uribe Mondragón, al pie de las faldas de cerro Combia, en La Mesa del Obispo. Fueron ocho cuadras y media donde se construyeron un templo, una casa cural, la cárcel, la plaza y el cementerio. La fundación oficial se decretó el 2 de octubre de 1830, y un mes después, por decreto eclesiástico, se erigió la parroquia: «La nueva parroquia llevará el nombre de Santa Ana de Fredonia; gozará perpetuamente de cura propio; los vecinos estarán obligados a satisfacer los derechos, primicias y obvenciones y a celebrar la fiesta de la santa que han elegido por patrona», dice un fragmento de la pieza apostólica.
Ubicado entre las hoyas de Poblanco, del Cauca y de la quebrada Sinifaná, «Fredonia pudo considerarse como punto avanzado o como cuartel general, para facilitar las operaciones de los colonos del suroeste, y para iniciar la campaña en contra del bosque, las fieras y el clima que se emprendió desde entonces, con el fin de alcanzar la victoria que ya se había conseguido», escribió en su libro Uribe Ángel.

En esta historia, contada por blancos, los indígenas que vivían en las faldas de las montañas cerca a lo que hoy es Fredonia y tenían sus cultivos de maíz, caña y plátano cuando llegaron los españoles, primero, y los colonizadores antioqueños, después, apenas si aparecen mencionados en algunos textos que hacen referencia a las expediciones por la selva y las fundaciones de los pueblos; sin embargo, según consta en los escritos de Uribe Ángel «eran numerosísimos en uno y otro lado del río Cauca y en las faldas respectivas de las montañas que encajonan a este, desde la desembocadura del Chinchiná hasta su confluencia con el Nechí».
Los indígenas se refundieron en la historia de este municipio de brujas, apariciones, espantos y luces nocturnas, todos disfraces supersticiosos de lo que realmente fue un saqueo a las sepulturas de los indios, que acostumbraban enterrar los cadáveres de su pueblo en lugares altos, al lado de vasijas de barro repletas de oro. Emilse Deossa, profesora de preescolar en la Institución Educativa Efe Gómez, asegura que un día secaron una laguna completa para buscar el tesoro del cacique Pipintá, siguiendo las indicaciones de José Blandón Marulanda, un guaquero en retiro que hoy vende películas en DVD en el parque principal y dice que tiene en su poder tantas piezas arqueológicas de los indígenas que podría armar con ellas un museo, administrado por él, por supuesto. Este personaje se dio a la tarea de recoger algunas historias orales de diablos, brujas, maldiciones y documentos del municipio en un libro que imprimió de su bolsillo y que se llama Fredonia y su maldición. En el epílogo se lee un eco de ese pasado indígena acomodado a la superstición antioqueña que se mantiene desde la colonización: «No sabrán la fecha ni la hora donde vendrán los espíritus de los caciques indígenas, chamanes, brujos, a tomar limpieza de su tierra que tanto amaron y cuidaron».
Antes y después del café
La cultura en Fredonia es el café y la tradición de los alimentos cocinados en leña, como la mazamorra, los fríjoles y el sancocho; el mercado campesino de los sábados y los domingos, y los paseos al atrio.
A la gente le gusta pasearse por ahí y tomar café.
Juan Valdéz, ícono de la cultura cafetera de Colombia en Estados Unidos, nació en la vereda la Garrucha, de Fredonia. Vestido con sombrero, poncho, carriel y acompañado de una mula llamada Conchita, Carlos Sánchez fue durante 37 años la imagen de la marca del café colombiano «más suave del mundo». El café llegó a Colombia traído de Europa en la década de 1730 y ayudó a recuperar la economía del país después de las guerras de independencia. El general Rafael Uribe Uribe, dueño de la Hacienda Gualanday, le escribió una carta a un amigo donde le decía: «El consumo de café negro debería ser obligatorio en Colombia y el complemento digestivo del almuerzo, la comida y la cena». Le encontraba, además, muchas ventajas para combatir el hambre y el alcoholismo. Para 1898 ya representaba 50 % de las ventas al exterior. Treinta años después, el censo cafetero del municipio daba cuenta de más de 7 millones de cafetos con una producción de casi 22.000 arrobas. Según la revista de cafés especiales del Centro de Historia fredonita, fue Mariano Ospina Rodríguez quien empezó por primera vez a experimentar con algunos granos en las faldas de cerro Bravo y concluyó que los suelos compuestos de humus y ceniza volcánica de las faldas de Fredonia eran los mejores para sembrar café.
Así se fueron llenando de cafetales y estas tierras ocuparon el primer puesto de producción del país durante buena parte del siglo xx.

La caída de los precios empezó en 1989, y aún así la economía de Fredonia y otros municipios del Suroeste siguen dependiendo de las dos cosechas de café que hay en el año. Hay veintisiete marcas de cafés especiales, y algunas haciendas de tradición cafetera han abierto sus puertas a planes turísticos que ofrecen recorridos para conocer de cerca todo el proceso de producción del grano, como Los Frailes, Don Chucho, Luna Llena o Santa Isabel. Otras ofrecen servicios de hospedaje y piscina en medio de los cafetales. Otras instalan nuevos laboratorios para experimentar con las semillas. Pero son muchas más las familias que están buscando otras alternativas para sostener su economía frente al cambio de vocación económica que viven.”
Es evidente la preocupación sobre algo que académicos como el historiador Roberto Jaramillo aseguran que está ocurriendo en las narices de todos desde hace décadas: los jóvenes se están yendo del campo. «En estos cuarenta años no hemos tenido otra opción sino el desplazamiento a la ciudad para encontrar empleo. Las empresas le dan más garantías al trabajador. En las fincas no se pagan pensiones ni hay sueldos ajustados a la ley, por eso el trabajador no llega a adquirir lo que se necesita para la vejez», dice Héctor Emilio Flórez, un fredonita que no quiso «ser arriero ni tirar azadón», y fue a Medellín por más de cuarenta años y ahora vive de su pensión en Fredonia.
En este mismo sentido habla el concejal Fernando López: «80 % de la población es rural y somos 23.000 habitantes. Estamos preocupados porque no hay empleo y los jóvenes se están yendo a la ciudad a engrosar los cinturones de miseria, pero en Fredonia hay pocas opciones de formación académica. La Normal es una institución donde los jóvenes se gradúan de licenciados, pero los muchachos no quieren ser maestros. El Sena forma para trabajar en procesos productivos y procesos agrícolas, pero no encuentran puestos de trabajo. Y no hay muchas opciones distintas, más allá de trabajar en el único supermercado».
Cerro Bravo
Lo que siempre quisieron hacer los muchachos de Cerro Bravo fue, en palabras de ellos: «Hacer música para entretenernos y mirar cómo desde este arte podíamos aportar a rescatar la cultura latinoamericana». Así lo cuenta Luis Fernando Rodríguez, o Chacho, para más señas en Fredonia, el profesor del Conjunto Musical Cerro Bravo.
Desde 2012, cuando regresó al pueblo después de una temporada larga de ausencia, se encontró con sus amigos músicos, la mayoría empíricos que se conectaron con la música andina en Itagüí: Cristian Camilo Hurtado, Simón Botero, Aníbal Parra, Juan Esteban Cano Posada. Hablaron de proyectos y vieron la necesidad de crear semilleros, talleres y espacios musicales en la Casa de la Cultura, aportando lo que sabían sin ningún tipo de lucro. «El mal de Fredonia es que la cultura depende de las administraciones», dice Luis Fernando, pues cree que todos los procesos se cortan y muchos jóvenes talentosos se pierden por falta de procesos.
Por eso su sueño es crear la Escuela de Música Cerro Bravo, un lugar donde los niños y las niñas de Fredonia puedan aprender música y conectarse con grupos de otros municipios, sin depender de la administración. Creen que lo que necesita este municipio es que los artistas capacitados se apoderen de los espacios culturales y que los mismos no dependan de lo político. «Y esto se logra creando conciencia de que la cultura necesita un pago para que puedan garantizar procesos», responde Cristian Hurtado, director de la banda de música de Fredonia y uno de los miembros más activos de este grupo musical.
En su estudio de grabación —una pequeña habitación en la antigua casa materna adaptada como ensayadero y estudio—, me cuentan que hacen presentaciones, conciertos y eventos, con conciencia social: «Por ejemplo, el último concierto lo hicimos en honor a la memoria de Darío Henao Torres, que fue un luchador de los derechos sociales de Fredonia que perteneció a la Unión Patriótica (UP) y conmemoramos el aniversario de su asesinato. Como algunos somos docentes en otros espacios o instituciones del municipio, a veces vinculamos los semilleros y tocamos en conjunto».
Cerro Bravo hace música andina, música para aportar a la salud mental, dicen, tanto propia como de su público, música de la tierra, de la reflexión, de la denuncia y el rescate de la tradición de los pueblos, «no conseguimos plata, pero sí ratos de tranquilidad». En el 2012, ganaron el reconocimiento como mejor grupo popular en Antioquia Vive la Música. Han tocado en la Fiesta de la Música, en Sabaneta, como invitados de honor en el Festival internacional del Libro de Támesis y han compartido escenario junto a Ekhymosis.
Actualmente están desarrollando la metodología «Semiótica Musical y Composición Juvenil», que ganó estímulos del Ministerio de Cultura, y trabajando en un proyecto de música que se pregunta por el patrimonio de Fredonia. Con este material quieren sacar su segundo disco compacto. «A través de la música buscamos realizar los principios de formación que lleven a la autonomía, es decir, la capacidad de volver a sí mismo. A través de eso tomamos decisiones. En el proyecto de música como patrimonio buscamos eso, apropiarnos de lo que es Fredonia».

Pero además de tener su propio disco y estar en gestación del segundo, Cerro Bravo tiene también una app. «Sí. La app Cerro Bravo es una herramienta que permite el encuentro de los integrantes del grupo en un solo espacio virtual, dadas las características con las que cuenta el grupo, pues se trata de integrantes de cuatro municipios distintos, a saber: Fredonia, Támesis, Amagá y San Jerónimo. La app funciona como un banco de partituras y arreglos musicales que se va actualizando cada tanto, y así todos los integrantes del grupo pueden acceder al material en cualquier momento y lugar. Lo interesante es que este no es cerrado, cualquier persona con la app puede acceder a las partituras. Es compatible con el sistema Android», explica Chacho.
Cerro Bravo es un trabajo en red. Van a conciertos, dan charlas, apoyan procesos. «Tenemos un vínculo con Támesis con la población que nos acogió y con el profesor Luis Carlos Perdomo. En Concordia también tenemos un vínculo musical. Tenemos música en Fredonia gracias a Itagüí, porque cuando éramos niños íbamos allá a aprender música Andina. Todavía vamos y hacemos proyectos, construimos instrumentos con Esaú. Nuestro primer trabajo se llamó Caminos precisamente por eso, porque somos tres generaciones abriendo caminos: Itagüí, Fredonia y lo que viene».
Y eso es el segundo disco compacto, pero más adelante Cerro Bravo sueña con tener una sede cerca al parque, con una escuela que genere formación musical, espacios de integración familiar, cine, charlas, conciertos, venta de café, helados. Que sea autosostenible y al mismo tiempo aporte a la cultura y al aprovechamiento del tiempo libre, aunque para ello, como dice Chacho, hace falta lo que «siempre necesitamos los músicos: recursos».