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Caramanta

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Caramanta

Cinco minutos de euforia frente al nacimiento del mundo

Fantasmal. No hay otra palabra que describa un pueblo envuelto en niebla, que da la sensación de estar a punto de desaparecer. Los cinco mil habitantes que acá viven no alcanzan a llenar las calles anchas, con letras en el piso que invitan a vivir «DESPACIO». Las noches iluminadas apenas por una tenue luz sódica, permanecen en un silencio helado de diez grados centígrados, donde solo se escucha cada hora el tañer de las campanas de la iglesia gótica diseñada por el belga Agustín Goovaerts.  

De los tres apelativos que tiene: «Capital de la Ruana», «Cuna de la Solidaridad» y «Mirador de Antioquia», el que más se le acomoda es el último, pues sus montañas son balcones naturales hacia el departamento de Caldas y el cañón del río Cauca. Hay que sentarse a ver el sol nacer a esta altura montuna, y presenciar el momento justo en el que la bruma se disipa con los primeros rayos del sol y la fumarola gaseosa de la cumbre nevada del Ruiz se va esclareciendo al fondo en la cordillera de los Andes. Cinco minutos de euforia frente al nacimiento del mundo

Cuesta creer que este nudo de montañas a los que se llega por sinuosos y abisales caminos, a cuatro horas de Medellín y tan solo media hora del departamento de Caldas, haya sido el boyante epicentro comercial de la colonización antioqueña liderada por Gabriel Echeverri y Juan Santamaría en 1835.  

Postales de Antioquia Suroeste

A 2.050 metros sobre el nivel del mar, este es uno de los pueblos más altos de Antioquia. Que no se haya hecho a orillas del Cauca o del río San Juan, es una muestra de la ambición de los colonos por el oro aborigen que ya había sido saqueado por los españoles en su primera visita. Al ser las tierras altas preferidas por los indígenas para realizar sus entierros junto a sus preciadas piezas de oro, fueron también preferidas por los conquistadores, de ahí que su primer nombre haya sido «Sepulturas», y «sepulturiar» un verbo que usaron para describir el acto de saquear las tumbas indígenas.  

Las notas de la investigación Los pueblos allende el río Cauca, del historiador Juan Carlos Vélez, sirven para entender el papel que tuvo Caramanta en la historia de la colonización del Suroeste. 

El camino de Caramanta fue una ruta comercial de gran importancia, por la que se importaban y exportaban productos hacia la provincia del Cauca. En 1850 era un pueblo muy dinámico donde se comerciaban los abastecimientos para los nuevos poblamientos que iban apareciendo en las montañas conforme los bosques iban cediendo, picados por las hachas de los colonos.  

Gabriel Echeverri era el principal dueño de las montañas de Caramanta y concesionario exclusivo de ese camino hacia el norte del Cauca. Tenía todo el control sobre los comerciantes de la región que se estaba consolidando y este poder se sentía en Medellín, donde Echeverri gozaba de gran influencia política, ocupaba altos cargos públicos. «Luego de demarcar el área de la población y de señalar amplios locales para la iglesia, la escuela, la cárcel y el cementerio, Echeverri repartió muchos solares entre pobladores», cuenta Juan Carlos Vélez en su libro. Los pobladores eran «hombres desterrados, perseguidos, expulsados» del interior de la provincia, que en esta montaña obtenían parcelas para cultivar a cambio de dedicar parte de su tiempo a la construcción y el mantenimiento del camino que necesitaban los ricos comerciantes e inversionistas para integrar los mercados con el sur del país.  

Gracias a este «método de colonización empresarial» implementado por Echeverri, el camino estuvo listo en 1841 y Caramanta pasó de ser una selva inhóspita a la despensa de la zona minera de Marmato y otras poblaciones vecinas. Ese mismo año, siendo Gabriel Echeverri gobernador de Antioquia, erigió el pueblo en provincia, y oficialmente decretó su fundación como Nueva Caramanta, para diferenciarla de la antigua Caramanta, que estuvo ubicada en un sitio geográfico distinto, cerca de La Pintada. Dicen que sus condiciones de acceso eran muy difíciles, y ante la apertura de mejores rutas para el tránsito, el pueblo dejó de tener visitantes y con el tiempo desapareció. 

 

El Niguatero 

William construye pirámides con palos de paleta que sirven como lámparas, y una publicación mensual que imprime y escribe él mismo: El Niguatero. Lo conocen como Pepe Niguas, como le decían a su padre. «Mi papá fue famoso porque primero no salía sino de cachaco y luego le tocó caminar sin zapatos». Y precisamente las niguas son unas pulgas que, en la época del padre, solo les daban a los pobres que no tenían zapatos.  

A William lo encontré en el parque principal de Caramanta, al frente de la Casa de la Cultura, montado en una escalera raspando con una paleta la pintura vieja de la estatua de Bolívar. «Hace veinte años que nadie se le arrima a este busto», dijo cuando le pregunté por lo que hacía. A juzgar por la vejez descascarada de la pintura verde, nadie ha mirado en todo ese tiempo a Bolívar. Su entrega a esta labor de paciencia no remunerada es admirable. Lo hace, según dice, para ayudar al alcalde: «Yo quiero ayudarle a Mario porque hemos crecido juntos. Estudiamos juntos. Nos graduamos juntos. Y le dimos patadas a las mismas pelotas». 

William nació en Caramanta, estudió primaria y bachillerato, y en 1981 se graduó. Justo en la mitad de todo eso empezó a sentir inclinación por los periódicos. «No fui tirapiedras, pero me gustaron los periódicos para arengar», dice. Por eso en la introducción de su folleto aparece escrito a dos columnas: «El Niguatero nace de la necesidad de crear y tener un canal abierto, poder expresar lo que sentimos, necesitamos y aportar algo en el desarrollo y futuro de Caramanta». 

«Ahora no tenemos cárcel, solo hay una regional que queda en Támesis», dice de repente, como si hablar de cárceles fuera un tema recurrente mientras conversa y toma café. Pensé que era por los índices de criminalidad en el municipio, pero dos policías me dirán: «para qué cárcel». En estos primeros días de enero solo tienen seis condenados a pasar una fría noche en la inspección de policía, por haberse peleado borrachos el lunes en la madrugada, después de la famosa Feria de Ganado. Pensé que el tema le parecía importante porque alfabetizó en la cárcel de Caramanta cuando estaba en el colegio, como me diría luego, pero no, tampoco esa es la razón para que Pepe Niguas hable de las cárceles con frecuencia.  

Tuvo un programa en la emisora comunitaria que se llamó La Tertulia, donde recordaba la historia de Caramanta desde los años veinte. Otro que se llamó Perfil caramanteño, donde llevaba a líderes del pueblo para conocer lo que estaban haciendo por el municipio «y que no se quedará en el anonimato». Y otro programa, Caramanta y el campo, en el que invitaba a los presidentes de las JAC (Juntas de Acción Comunal) para hablar de sus proyectos, «pero eso comenzó a levantar ampollas». Hasta que un día le dijeron que los micrófonos se habían perdido y no le permitieron hacer más programas.  

«A la gente del pueblo dejé de gustarle por dos cosas. Primero por decir lo que pienso sin pelos en la lengua y segundo por haber estado en la cárcel de Bellavista». El crimen que cometió Pepe Niguas fue fumar bazuco y andar con más dosis de las permitidas por la calle. Estuvo dos años en la cárcel, se recuperó de su adicción y aprendió a hacer las lámparas que hoy intenta vender por las calles del pueblo. Pero antes, cuando volvió después del encierro y vio que la gente se irritaba con su presencia, prefirió autoexiliarse. Se fue diez años para Marinilla, se encarretó con la política y se ganó el mote de «el concejal número 14 de Marinilla».  

Regresó a Caramanta a vivir con su madre. Se rebusca el dinero con las lámparas de palos de paleta, hace encargos, camina hasta las veredas para dar charlas gratuitas en las escuelas sobre cómo prevenir el consumo de drogas, restaura bustos olvidados, le da al alcalde ideas para el progreso de su municipio. Y así y todo, con las uñas y hasta sin ellas, no deja de publicar de su bolsillo El Niguatero, un periódico que no es un pasquín «porque todos saben quién lo hace». 

 

Lunes de feria 

Hay un día en el que parece que Caramanta tuviera más caballos que personas.  

El primer lunes de cada mes, lunes de feria, comienza con un sonido lejano de cascos. Chac chac chac chac se escucha todo el día por la calle principal y a un costado de la iglesia. Chac chac chac desfilan despacio las yeguas con hombres corpulentos o flacuchos con ruana y media de guaro en el cinto, mujeres peliplanchadas, boquipintadas, con botas de cuero hasta la rodilla, niñas de ojos negros, todos con sombrero, montados en un caballo arrastrado por un lazo que lleva otra persona adelante. 

En las paredes de la cafetería El Oasis, al lado de la terminal de buses, don Rodrigo Sánchez exhibe una colección de fotos históricas como parte del mobiliario. Algunas son de un lunes de feria como hoy, hace sesenta años, con toldos al aire libre donde comercian carniceros, campesinos y ganaderos, en medio de caballos atados a los árboles del parque. Don Rodrigo cuenta que los carniceros eran los primeros que salían a la plaza a vender la carne del matadero, y si a las tres de la tarde no se había vendido toda, se regaba el rumor en el pueblo y lo que quedaba se ofrecía a mitad de precio. Era un día festivo en el que se comerciaba con otros municipios, sobre todo con los del vecino departamento de Caldas, por medio del cual se estableció una red de comercio que conectó a Antioquia con el Valle del Cauca, cuando se acabaron la selva y se establecieron los pueblos de la colonización antioqueña.  

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Estas ferias de ganado desempeñaron un papel fundamental para la integración del Suroeste en el siglo xix. El historiador Juan Carlos Vélez escribió en su libro sobre los pueblos allende el río Cauca que en 1875 «los distritos ganaderos ubicados al sur de Medellín, entre los que se contaban Jericó y Caramanta, aportaban dos terceras partes del ganado de la región central de Antioquia, y esta, a su vez, era la que aportaba el mayor número de cabezas de ganado». Para Roger Brew, la realización regular de estas ferias de ganado, en las que se concentraba gran parte de la actividad comercial y económica subregional, contribuyeron a integrar los mercados, que sin ellas hubieran quedado completamente aislados.  

Un siglo y medio después, a las cinco de la tarde, la plaza está llena de toldos vacíos, pero las cantinas donde suena música carranguera a todo volumen tienen las mesas llenas de gente, servidas con copas de aguardiente y coquitas con naranjas, limón y sal. Los carniceros en sus carnicerías. Los campesinos en sus legumbrerías. Dos atados de yeguas en una esquina del parque y un menudeo de jinetes que desfilan todo el día por la calle principal.  

Hoy es lunes de feria, hoy es el día de «raspar», o sea, montar las yeguas sin ensillar y arrearlas luego por la calle chac-chac chac-chac chac-chac, en una carrera que pretende demostrar que pueden cabalgar borrachos, sin caerse, dando la vuelta de «las ochocientas», que no es más que un «vueltón» a una manzana de 800 metros cuadrados que inicia en el parque y que normalmente los caramanteños practican en sano juicio por las tardes, cuando no hay mucho más qué hacer sino salir a caminar DESPACIO, como indican las letras de tránsito dibujadas con pintura blanca en el asfalto, poniendo cuidado de no tropezar con los montoncitos de boñiga que casi siempre hay desperdigados por ahí.