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La última ruana perrileña

El taller está en la última habitación de la casa. Luz Mery Villa se acerca al bastidor. Se asegura de que la lana esté bien ajustada a la estructura de madera. Solo ha tejido una pequeña franja. Hacen falta varias horas de trabajo para que la pieza tome la forma de una ruana perrileña. Quisiera seguir con su labor, sin parar, como lo hacía cuando aprendió este oficio en una fábrica artesanal del municipio de Sonsón. Pero los tiempos han cambiado. Se acerca el mediodía y se apresura a terminar las tareas pendientes: prepara el almuerzo, tiende la ropa que acaba de lavar y acompaña a Alejandra al médico. Ella, la mayor de sus tres hijos, la convertirá en abuela en un par de meses.

La tarde llega acompañada de una neblina espesa que baja de las montañas y recorre las calles de Sonsón. Para esquivar el frío, Luz Mery se abriga con un buzo azul y prepara un tinto. Regresa a su cuarto, a ese pequeño espacio donde conserva una tradición que está a punto de desaparecer. Se sienta en un banco, cerca de la ventana que da al patio de la casa. Enciende el motor del hilador y con paciencia trenza la lana de ovejo. Necesita varios carretes para confeccionar la ruana que le encargó un campesino de El Santuario.

«Este arte es de Perrillo, no lo busque en otro lado», dice Luz Mery que está concentrada en el hilador. Se queda en silencio unos segundos y hace una aclaración: «Mejor dicho, este arte era de Perrillo, porque ya ni Perrillo existe». Se refiere al lugar donde se fabricaban las ruanas perrileñas, las que ella aprendió a hacer en 1966, cuando apenas tenía trece años. En esta vereda que limita con el departamento de Caldas y está ubicada a ocho horas del casco urbano de Sonsón, ya no vive nadie. El conflicto armado, que se agudizó entre 1998 y 2005, desplazó a esta comunidad que vivía de sus cultivos y de la venta de ruanas y cobijas tejidas con lana de ovejo.

«Perrillo era una mata de ovejos. Allá no se veían cultivos de papa o lecherías, solo rebaños. Las familias enteras trabajaban en esto: mamás, papás, hijos. Todos tenían que ver con este arte», recuerda Luz Mery. Ella conoció este oficio en una pequeña empresa liderada por cuatro mujeres que fabricaban y comercializaban las ruanas en Sonsón y en otros municipios del Oriente antioqueño. Una de ellas era Dioselina, su madrina, quien le enseñó, paso a paso, a tejer estas prendas que protegen del frío y repelen la lluvia. Aprendió a lavar la lana, a hilarla, a tejerla en el bastidor y a cardarla hasta que quede suave. Veinte días fueron suficientes para elaborar su primera ruana. Desde ese momento no paró de tejer. Con sus manos, cada vez más ágiles, confeccionaba una ruana al día; en total, ocho a la semana, y todas se vendían en la empresa de su madrina.

En el 2001, los enfrentamientos entre los grupos armados eran constantes y los campos minados impedían que los campesinos recorrieran las montañas con tranquilidad. Las casas se quedaron solas, los cultivos se perdieron y los rebaños de ovejos empezaron a desaparecer. De un momento a otro, Luz Mery y otros artesanos se quedaron sin lana en sus talleres y las tradicionales ruanas y cobijas perrileñas se dejaron de fabricar: «Mi madrina se murió y las catorce familias que trabajaban con esto renunciaron. El producto se puso escaso cuando empezó esa violencia tan fuerte».

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Luz Mery paró de tejer un par de años. En la última habitación de la casa guardaba sus herramientas como si se negara a dejar atrás ese oficio que la hizo sentir orgullosa de fabricar, con sus propias manos, una prenda que habla de la identidad sonsoneña.

En el 2005, desempolvó el bastidor. Aunque la lana no es de los ovejos que pastaban en las montañas de Perrillo, la técnica y la calidad siguen siendo las mismas. Ahora, solo teje por encargo. Su taller es el único que queda en Sonsón. «Ojalá que esto no se acabe porque ahora todo se hace en fábricas, el trabajo manual ya no lo apoyan», dice Luz Mery, mientras sigue hilando con paciencia la lana que necesita para confeccionar una ruana más.

El sabor de Sonsón

Nelson Valencia Castaño conoció las montañas de Sonsón a lomo de mula. Cuando era niño, esperaba con ansias las vacaciones: guardaba los cuadernos y se iba a buscar aventuras a la finca de su papá, en la vereda Boquerón. Sus vecinos, campesinos que se dedicaban a la producción de panela, lo invitaban a recorrer los caminos que unen a Antioquia con el departamento de Caldas. Las mismas trochas que abrieron los colonos en el siglo XIX para expandir fronteras hacia el sur del país.

La jornada empezaba a la una de la mañana. A esa hora, los arrieros cargaban panela, café, maíz y otros productos en una recua de veinte o treinta mulas. Nelson se levantaba sin protestar y seguía atento los pasos de sus vecinos. Los más viejos iban contando historias. En esos recorridos, escuchó hablar de los perros que acompañaban al Sombrerón, de los lamentos de la Llorona y de los encuentros de los leñadores con la Madremonte.

Pero lo que más recuerda de esos viajes son los manjares que disfrutaban los arrieros. En la mitad del camino, cansados y con hambre, hacían una pausa para tomar aguapanela, comer bizcochos y compartir los fiambres. Las mulas, después de beber aguasal, estaban listas para continuar el camino hasta la plaza del pueblo.

Cuando las vacaciones terminaban, Nelson desempolvaba los cuadernos y regresaba a la escuela. Fueron muchas las historias que compartió con los arrieros antes de graduarse del Liceo Braulio Mejía. En 1970, viajó a Bogotá y su espíritu aventurero lo llevó hasta Canadá, México y Estados Unidos. A miles de kilómetros de distancia, recordaba esas anécdotas y anhelaba la vida tranquila del campo: «Usted para captar las cosas tiene que salir. Yo me di cuenta de que en Sonsón tenemos mucho potencial. Nosotros nos morimos encima de la riqueza», dice Nelson, que heredó el talento de su padre para los negocios.

En 1980 regresó al pueblo con un propósito: recuperar los sabores de la cocina sonsoneña, esos que disfrutó en las largas jornadas de arriería. Mientras recopilaba recetas y escribía poemas en su libreta, Nelson montó una marquetería, se casó con Olga Lucía Naranjo y tuvo tres hijos: Óscar Felipe, Juan Martín y Alejandra.

Después de conocer los secretos culinarios de muchas abuelas, decidió recrear las típicas quesadillas, unas galletas hechas con miel de caña que los arrieros llevaban en el carriel. Fueron cinco años de ensayo y error: «Yo las había probado cuando era niño y eso se perdió. Al principio me quedaban duras, malucas. Entonces, yo iba anotando hasta que di con la receta», recuerda Nelson.

En el 2009, llevó sus quesadillas al concurso Antójate de Antioquia, donde conquistó los paladares de los jurados: «Con el premio me dieron el código de barras, el registro del Invima y el diseño del empaque que lleva el nombre de las galletas: Bocado de Arriero».

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Ese reconocimiento fue el comienzo de un nuevo negocio: a media cuadra del parque principal está la tienda Productos Sonsoneños, atendida por su propio dueño. En el mostrador, además de las galletas, hay palitos, panderitos, dulces y otras recetas típicas de la gastronomía local. Nelson espera a sus clientes en el mostrador, les da una degustación o les comparte uno de sus poemas, versos que escribe para recordar las aventuras que vivió con los arrieros y declararle su amor eterno a Sonsón.

El bullerengue de la montaña

Los instrumentos están listos para el ensayo: el llamador, el alegre y la totuma son suficientes para que suene el bullerengue. Sergio Castro es el primero en llegar al salón. Es el director de Yimalá, una agrupación integrada por diecisiete jóvenes que recrean con sus voces y movimientos la tradición palenquera, esa que celebra la libertad de los cimarrones que se revelaron en contra de la esclavitud.

Mientras espera a sus compañeros, sus manos hacen resonar el cuero del llamador, el tambor que marca el tiempo y la cadencia de la música del Caribe colombiano. Cuando el grupo está completo, se escucha la primera canción, Somos Yimalá*. Angie Marín, una de las cantadoras principales, empieza el ritual: «Montaña de mis amores, mi corazón me has robado, ahora te perdí de vista tu cima se ha nublado». Los integrantes del coro responden con sus palmas y repiten el verso. Una pareja de bailadores entra en escena: María Elena Osorio mueve su cuerpo al ritmo del llamador y Andrés Gutiérrez le coquetea con la mirada y trata de alejarla de Sergio, el tamborero. Angie continúa con su canto: «En las tardes de arreboles que van cubriendo tu cima hay montones de colores que alimentan esta rima».

La letra está inspirada en un paisaje distante de las costas donde nació la tradición bullerenguera. A más de quinientos kilómetros de la región de Urabá y de los departamentos de Bolívar y Córdoba, Yimalá le canta a Sonsón, un municipio del Oriente antioqueño acostumbrado a los acordes de la música andina: «Yimalá significa “montaña” en el idioma palenquero, y creo que es un nombre idóneo para nosotros que vivimos entre montañas, que tenemos un páramo», dice Sergio.

El grupo, que hace parte de la Escuela de Música Municipal Mercedes Ramos Toro, se creó en febrero de 2018. Los estudiantes de percusión se acercaron a las músicas del Caribe y se enamoraron del bullerengue. A Daniela López, directora de la Escuela de Música, también la cautivó este ritmo. Ella, acostumbrada al sonido dulce de la flauta traversa, se atrevió a cantar y bailar el bullerengue, ganándose el aplauso de los sonsoneños: «Nuestra propuesta ha sido muy bien recibida, sobre todo, en San Miguel y La Danta, corregimientos que están al lado del río y son de tierra caliente. En la zona fría, es un poquito más raro porque la gente no está familiarizada con este tipo de música; sin embargo, hay muchas personas que se acercan, que bailan con nosotros».

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En Necoclí se encontraron por primera vez con las raíces de este género. En octubre del 2018, participaron en el Festival Nacional de Bullerengue. Cuando vieron a las agrupaciones de la región en tarima, se dieron cuenta de que a Yimalá le hacía falta un elemento esencial: la danza; así lo recuerda Sergio: «Fue la apertura a ese mundo, a esa vida bullerenguera. Fuimos desentendidos de lo que era el bullerengue, no sabíamos qué representaba, no sabíamos que era necesario bailar, solo fuimos con nuestra parte instrumental y coral».

Después de muchas horas de ensayo, lograron recrear y comprender el significado de esta danza ritual. Ya estaban listos para demostrar que sí es posible bailar y cantar bullerengue lejos del mar. En los festivales de Marialabaja, Bolívar, y Puerto Escondido, Córdoba, fueron reconocidos como grupo revelación. En octubre de 2019, regresaron a Necoclí y se quedaron con el primer puesto. Para los integrantes de Yimalá ese triunfo significa el comienzo de la tradición bullerenguera de Sonsón: «Nosotros somos el bullerengue de la montaña, somos el bullerengue blanco del interior de Antioquia», dice Sergio.

Cuando Angie entona el último verso de Somos Yimalá, el ensayo termina. Los instrumentos vuelven a su lugar, en el último salón de la Escuela de Música. Aunque todavía sienten en sus cuerpos el calor del bullerengue, se abrigan bien y salen a las calles de Sonsón.

* Esta canción la escribieron Daniela López, Cristian Valencia y Rodrigo Ocampo, integrantes de Yimalá.

Por: Lina María Martínez Mejía