Dos maestros errantes
El trabajo de Maicol López y John Bairo Cabello tiene las dimensiones de un apostolado. A la semana le exprimen cada hora, en ocasiones parece que sus días tuvieran minutos adicionales, en su trajín cotidiano expanden el día justo lo necesario para sincronizar las clases, empalmar horarios, cumplir con su itinerario inamovible, dirigir a todos los grupos que tienen a cargo.
Maicol es profesor de teatro y John Bairo de danza. El primero lleva cuatro años trabajando en San Jerónimo, el segundo ajustará más de veinte en esa labor. El teatro y la danza les exige a sus ejecutantes ser móviles, gráciles, precisos, expresivos, impetuosos. Cualidades que se adhieren al carácter de estos dos maestros y se reflejan en el modo en que intentan involucrar a las personas del municipio en sus artes.
Difícil ver quietos a los dos profesores. San Jerónimo tiene 38 veredas y tanto Maicol como John Bairo se reparten la semana para visitarlas todas e instruir a los niños y los jóvenes que conforman sus grupos. «Todos los días vamos a una vereda diferente. Hay lugares muy retirados y la accesibilidad es difícil pero siempre vale la pena ir», comenta Maicol.
Entre sus alumnos, Maicol tiene un grupo particular en la vereda Llanos de San Juan, a diez minutos de la cabecera municipal. Lo más común en su proceso formativo es cautivar la atención de jóvenes y niños. Convertirlos en reclutas de sus semilleros. Un día, mientras trabajaba con los niños de la vereda, les preguntó a sus madres si ellas también querían hacer teatro; seis voluntarias aceptaron la propuesta y se convirtieron en alumnas asiduas.
El escenario de los ensayos es la escuela rural Francisco Herrera Campuzano. Allí han aprendido a seguir el ritmo de los ejercicios que Maicol propone: trabajar la voz, ganar agilidad, moverse siempre, improvisar, memorizar los textos de las obras. Al grupo lo llamaron De la Casa a las Tablas, y en dos años de trabajo sus integrantes ya pueden contar un buen par de anécdotas sucedidas tras bambalinas. A Marcela, de treinta años, le causa gracia recordar los papeles que estudiaba con juicio, memorizando cada parlamento, acudiendo sin falta a los ensayos, esforzándose, muy comprometida ella con el resto del elenco para lucirse en la presentación, y cuando llegaba el momento de la verdad, frente al público, escrutador implacable, se quedaba en blanco, su mirada clavada en los espectadores y lista para desplegar el plan b que tenía bajo la manga: un pacto con sus compañeras que consistía en cubrirse la espalda. Si alguna olvidaba el parlamento, se paralizaba, rompía en carcajadas o en llanto, temblaba por los nervios, se desmadejaba o le sobrevenía cualquier otra calamidad escénica, las demás debían proseguir con el acto, como si nada hubiera pasado, hasta que la caída en desgracia pudiera recobrar el hilo de la acción.

A lo largo de dos años, el grupo ha ensayado obras cortas, cargadas de mucho humor, nutridas con la cotidianidad de las mujeres. Cada presentación demanda un aumento en la frecuencia de los ensayos y la remuneración es el cariño de un pueblo que quisiera verlas reiteradamente en los escenarios. Maicol, por supuesto, es un profe orgulloso y cuando se ve obligado a emitir un veredicto solo menciona la unión del grupo y el compromiso de las mujeres. En el teatro han encontrado una voz, la posibilidad de respirar, de cultivar la empatía al ponerse en el lugar de los otros y encontrar una cofradía de amigas.
Baile en la casa de las monjas
Así como los profesores de teatro y danza tienen que inventarse el modo de repartir su tiempo para tantos alumnos, tantas veredas y tantas clases en el pueblo, los espacios destinados al arte y la cultura en San Jerónimo se tuvieron que multiplicar.
La Casa de la Cultura del municipio abarca un largo tramo de la calle 9A. La fachada es tan amplia como para contener siente ventanas de madera. Además, tiene un bello patio central, con plantas florecidas que parecen celebrar ese acogedor verano permanente en el que parece estar envuelto el pueblo. Pero en este espacio tan generoso no cabía todo el mundo, sus salones apenas si alcanzaban para las clases de música y los ensayos de las bandas conformadas allí. Por eso fue por lo que la danza y el teatro tuvieron que mudarse a la Casa del Arte y la Cultura, un satélite de la Casa de la Cultura.
Cuatro años atrás, esta casa se encontraba abandonada. Las monjas que enseñaban en la Normal se fueron y dejaron la vivienda deshabitada. El Ministerio de Cultura y la Gobernación de Antioquia aportaron el presupuesto para convertirla en lo que es hoy, aunque en el pueblo no dejan de llamarla la casa de las monjas.
John Bairo es uno de los responsables de darle a esta casa de techos altos y paredes gruesas una atmósfera acogedora y festiva. Comparte el crédito con los niños y los jóvenes que no dejan de acudir a los ensayos y las presentaciones. En las paredes del patio cuelgan las fotografías de los grupos de danza a los que John Bairo ha instruido durante veinte años. En esas dos décadas se ha convertido en un maestro experimentado, querido por la gente del pueblo. «Con el tiempo me he vuelto como un mueble necesario. La gente me ve en la calle y me dice: “John Bairo, tengo este sombrero, tengo esta tela, este encaje, esta falda, tengo esta blusa que de pronto te pueden servir”». Y al parecer, ese mueble necesario —si es que a alguien cuyo oficio es moverse y saltar y girar y aplaudir y zapatear se le pudiera llamar mueble— no rechaza tanto que le ofrecen. Una de las habitaciones de la casa de las monjas es la impresionante bóveda de la utilería y el vestuario que John Bairo ha reunido durante estos años. En estanterías cuidadosamente ordenadas tiene flores, canastos, colchonetas, sombreros, tambores, cajas, telas blancas con franjas rojas, telas de cuadros de colores, telas verdes de franjas anchas, azules con flores diminutas, vestuarios clasificados según la edad de sus alumnos, el traje infantil de cumbia, el traje juvenil de currulao...

Tal variedad es también la evidencia de los terrenos que pisa John con sus danzas. Con sus alumnos se desplaza de la milonga a la bachata, incurren en el pasodoble, reinciden en el bolero, incursionan en los bailes folclóricos, persisten en el porro. Las clases son multitudinarias. John Bairo estima que en los procesos de danza participan por lo menos 250 personas, además coordina la chirimía de los niños y le queda tiempo para organizar el vals de las quinceañeras. Con tanta actividad y cercanía es difícil que no lo quieran en las familias. Cuando algún alcalde ha querido prescindir de sus servicios, al inicio de una administración, los padres y las madres y los niños y las niñas se amotinan, protestan, presionan, y nunca han perdido: le cuidan la espalda al maestro de danza y él corresponde el gesto procurando que en la casa de las monjas no se deje de bailar.