Tesoros detrás de las puertas
La casa de Lucelly Higuita Santa tiene una puerta de doble ala que ella abre con hospitalidad a quien quiera conocer las reliquias que alberga en su interior. La puerta es de madera, pintada con un café de tonos profundos, acogedores, que abre paso a un zaguán en cuyos bordes se empiezan a apreciar las primeras piezas de su museo: pilones de barro, tinajas indígenas, vasijas, estatuillas ceremoniales indígenas, piezas de metal que han soportado el rigor de siglos y otras reliquias arqueológicas recuperadas de las veredas Bubará y La Cordillera, y del corregimiento Tabacal.
La pasión de Lucelly es la historia y durante más de dieciocho años se ha dedicado a recuperar esos tesoros que suelen aparecer en las veredas circundantes, que en el pasado constituían los dominios del legendario cacique Buriticá, por lo que no es raro que mineros y campesinos encuentren urnas funerarias, vasijas donde se fermentaba la chicha entre otros objetos. «Se me ocurrió esta casa museo porque vi que algunas piezas arqueológicas se estaban perdiendo, se las llevaban para Medellín o no las veía muy bien cuidadas, por eso decidí empezar a conservar», dice Lucelly, quien también ha recopilado libros y volúmenes que hablan sobre la historia de Buriticá.
En la narración que hace, se describe como una mujer que ha recorrido bibliotecas, archivos y otros lugares buscando en las páginas cualquier mención de su pueblo. «Todos los libros que tengo están rayados. Donde se habla de Buriticá rayo; y todo eso, las vasijas y mis libros, es patrimonio de la comunidad».
Esta misión en la que Lucelly se empeñó parece secreta, un propósito personal que en otras circunstancias estaría nublado por el anonimato, pero en Buriticá se destaca junto a un grupo de personas unidas por la Ruta del Cacique.
La llegada de la multinacional Continental Gold trajo a Buriticá proyectos de inversión social como prestación de la empresa por extraer los recursos auríferos del municipio. Uno de esos proyectos fue el de Vigías del Patrimonio, un grupo de veinte jóvenes que, después de investigar y reconocer las prácticas y los lugares de interés patrimonial en el pueblo, propusieron la Ruta del Cacique: diecinueve lugares de interés histórico y turístico que dibujan sobre el mapa del pueblo un camino que serpentea por casonas antioqueñas de techos altos e incluye cafés y edificios tradicionales como el templo parroquial o el hospital.
La primera estación es la casa de la familia David Manco, en la parte alta del barrio Sabanitas, donde un jardín lleno de flores y un bosque pequeño en el que habitan aves y mamíferos representan la riqueza natural de la zona. A partir de esta edificaci ón, una de las primeras que se construyeron en Buriticá, el visitante puede conocer la casa de los hermanos David, construida a finales del siglo xix; o probar la chicha que se fermenta en la Casa de la Familia Rivera y luego parar en La Tocata Verde, un sitio con más de cuarenta años donde se puede degustar un buen café e intentar marcar alguna carambola en sus mesas de billar.

La ruta no podría excluir el templo de San Antonio ni el parque Principal, alrededor de los cuales se congrega gran parte de la vida social del pueblo. A un costado de la iglesia está la escultura del cacique Buriticá, líder de los indígenas katíos que habitaron en la zona antes de la llegada de los españoles. La figura está inmortalizada en la posición del suplicio que vivió el cacique cuando fue condenado a la hoguera por el español Juan Badillo, quien arrasaba el territorio y sus gentes buscando oro. En el pedestal que sostiene la estatua, existe una cápsula del tiempo que será abierta en el año 2064 y dará a conocer a las generaciones de ese tiempo el legado de los buritiqueños del presente.
Adentrándose más en la Ruta del Cacique, se pueden conocer los otros lugares declarados patrimoniales por el grupo de vigías, como la Tienda El Colmado, la más antigua del pueblo, que provee de víveres a sus habitantes desde 1953; o la Casa del Artesano de la Madera, donde trabaja César Augusto García sacando del interior de los troncos de teca águilas, caballos, flores... César es un hombre de pocas palabras que ha vertido su ingenio en la talla de madera, aprendiendo de manera empírica la pericia necesaria para esculpir obras en alto y bajo relieve.
El trazo de la Ruta del Cacique une los extremos de Buriticá. El recorrido a pie por las calles del pueblo es un viaje por la historia y la tradición, por los oficios que han definido la identidad del pueblo y las casas que han dado cobijo a los protagonistas de su historia.
La memoria en imágenes
A Luis Eduardo Varela no le hacía falta un cuarto oscuro para revelar sus fotografías, esperaba la noche: cerraba las ventanas y con todos los medios a su alcance protegía las películas de la luz.
Desde muy pequeño lo aprendió de sus hermanos. A los siete años los veía metiéndose debajo de las cobijas, donde se dedicaban a ampliar las fotos que tomaban. Para un niño, tal cosa representaba un prodigio encantador, y a sus 83 años Luis Eduardo no ha perdido el asombro, aunque hace mucho tiempo, por la llegada de la fotografía digital, dejó de tomar fotos.
No obstante, la tecnología y la profusión de cámaras de megapíxeles en ascenso, Luis Eduardo no ha abandonado su territorio natural, en el que se siente como pez en el agua. Su casa, ubicada en una de las calles principales de Buriticá, hace parte de la Ruta del Cacique y fue bautizada como Casa de la Fotografía. Si no fuera la residencia en la que Luis Eduardo vive felizmente con su esposa Fernandina, todavía muy enamorados —ella no deja de llamarlo «mi amor» cuando los visitantes recorren su morada—, podría decirse que esa casa de puerta azul celeste es uno de los archivos visuales más importantes de Antioquia.

En las paredes ya casi no hay espacio para una fotografía más. Las escenas de la vida pueblerina de hace 60 años están desperdigadas en los corredores y habitaciones de la casa. Luis Eduardo ejerció su oficio con tenacidad. Capturó con sus lentes los eventos sociales de varias generaciones: primeras comuniones, bautizos, matrimonios, posesiones de alcaldes, encuentros deportivos, fiestas patronales. En su archivo está registrada la llegada del primer carro al pueblo, «un jeep que trajo el padre Ospina», dice Luis Eduardo exhibiendo una memoria precisa, se diría grabada en las emociones, pues no habla de fechas exactas ante las imágenes, más bien retrocede hasta el momento en que las captó y dice: «Esa la tomé hace 50 años, esa la tomé hace 20, esa otra la tomé hace 60». Su esposa, con quien lleva casado 52 años, es el polo a tierra que le ayuda a ser riguroso con sus recuerdos. Juntos atesoran una colección de miles de negativos y cámaras fotográficas clásicas, algunas de las cuales todavía funcionan.
En los años sesenta, Buriticá estaba todavía más alejada de Medellín, las vías eran agrestes, el viaje era tortuoso y tomaba horas. A pesar de este aparente aislamiento, Luis Eduardo pudo hacerse con sus cámaras. La primera que tuvo fue una Brownie de cajón y detrás de esta llegaron la Olympus-Pen, la Zenith, la Cannon. De Medellín también traía el papel para ampliar las fotos, los químicos para revelar las películas. En sus incursiones al almacén Oduperly, en Junín con Maracaibo, iba aprendiendo los secretos del oficio, pues allí lo asesoraban.
Con los años, Luis Eduardo fue convirtiéndose en el albacea de la memoria familiar de los buritiqueños. En ocasiones alguien toca a su puerta y pregunta, por ejemplo, por sus fotos de la primera comunión o de su bautizo o de cuando estaba en el colegio, momentos ocurridos décadas atrás. Entonces Luis Eduardo lo recibe, hospitalario, y esculca en su archivo hasta dar con el negativo o la copia correspondiente.
El visitante puede tener la fortuna de llevarse también un buen par de anécdotas, porque para Luis Eduardo ser el fotógrafo del pueblo era un disfrute, una aventura. Si lo llamaban a tomar las fotos de un matrimonio, no cobraba porque participaba de la fiesta, dando buena cuenta de viandas y tragos. Si no tenía un bombillo rojo para ampliar las fotografías en su cuarto oscuro de la noche, se las arreglaba con una velita. En una época ejerció de reportero gráfico, enviaba sus fotos al periódico El Colombiano como un colaborador de las regiones. En años más recientes, los últimos del oficio, disparó y disparó el flash sobre los rostros de quienes necesitaban una foto para sus documentos. Pareciera que cada destello de luz no solo grabó las imágenes sobre las películas de Luis, sino que esculpió el laberinto de su memoria. Ante las fotografías no deja de comentar sus recuerdos: «Esas niñas son las señoras de ahora», dice señalando la imagen en blanco y negro de unas estudiantes. «Esa foto tiene más de sesenta años, mi esposa era la profesora». Es curioso que en esa conjugación con la que Luis Eduardo habla del pasado no se siente el paso del tiempo. Los recuerdos evocados por su amplia colección de imágenes son frescos, como si los reveladores y fijadores con los que lograba su alquimia de luz no hubieran terminado de secarse y los modelos todavía aguardaran en el estudio para saber si quedaron pispos en la foto.