La educación del ojo
Los veían con la cámara en la mano y era peor que si los hubieran visto empuñando un arma. Les huían, se escondían, guardaban silencio, no soltaban las historias que salían a buscar a las calles de Ituango. Así fueron los inicios del Colectivo de Comunicaciones: encontraron una pared. Por esa época, Ituango seguía apareciendo en los medios solo cuando la guerra daba un nuevo coletazo. Llegaban los periodistas a preguntar por el dolor, por la muerte, por la violencia. Pocos escapaban de la imagen de carroñeros. Para mostrar la otra cara del oficio que García Márquez llamó el más bello del mundo, los periodistas Wilson Cartagena y Karla Giraldo iniciaron el colectivo. Reunieron jóvenes, les enseñaron a empuñar una cámara, a olfatear las buenas historias, a esgrimir preguntas y, sobre todo, les enseñaron a escuchar.
Y los aprendices de reporteros salieron a mirar, a escuchar, a recoger las voces que contaban esas historias de Ituango que no salían en los medios. Encontraron resistencia, pero a fuerza de insistir la vencieron. Grabaron, contaron, mostraron lo que podían hacer. Sergio Andrés Carvajal tenía 13 años en 2014, cuando empezó el colectivo. Fue un discípulo consagrado: todo lo preguntaba, todo lo quería aprender. Cuando Wilson y Karla vieron que podían soltar las riendas del colectivo para enfocarse en su profesión, delegaron el liderazgo en Sergio, que continuó con el trabajo de envolver a otros jóvenes con el oficio.
«Queríamos contar las historias positivas, que los jóvenes nos vieran y empezaran a preguntar por las cámaras, que aprendieran con nosotros». El efecto que buscaban no tardó en realizarse. El Colectivo de Comunicaciones empezó a acoger jóvenes de todas las edades. Los formaba en manejo de cámara, edición, fotografía, guion. «Puedo decir que le robamos varios muchachos a la guerra».
Con el acompañamiento de entidades como Viana Producciones, el apoyo de la Alcaldía y la tutela de los periodistas fundadores, el colectivo ha realizado cortometrajes, documentales, producciones que han circulado en festivales de cine de la región.

Por la inminente inundación de parte del territorio a causa del proyecto Hidroituango, rodaron un documental sobre el puente de Pescadero, obra arquitectónica patrimonial que quedaría bajo las aguas. Memorias de Pescadero reconstruyó la historia del puente y reunió los testimonios que daban cuenta de su importancia para los ituanguinos. «Nosotros queremos contar las historias de vida de nuestros personajes, la cotidianidad del municipio, las historias de los arrieros, trabajamos para rescatar el patrimonio, la cultura, la memoria histórica con nuestros cortometrajes y documentales».
Sergio habla en plural cuando se refiere al colectivo. Incluye siempre a sus compañeros. Los diez que lo acompañan en el casco urbano en las reuniones semanales y los rodajes. Y también incluye a aquellos que desde las veredas asisten a los talleres y educan la mirada para detectar las historias por las que quieren ser recordados.
Susurro de los Andes
En Ituango todos cantan. Más que una creencia es una certeza: se lleva la música en el alma, en la sangre, se transpira en la piel. Julio Alfonso Pérez, director de la Escuela de Música, lo dice; Carlos Mario Fernández, profesor de cuerdas, lo dice; Héctor Evelio Ruiz, músico empírico, lo dice y también lo ha vivido. Nació en Ituango en 1944 y, como si todavía los escuchara, habla de los grupos, los conjuntos, los tríos de la región. Porque no era solamente en el pueblo, en las veredas abundaba la música. Cuenta que familias enteras se dedicaban a tocar, sin maestros, descifrando el modo de hacer cantar los instrumentos por su propia cuenta. Un Julio Rodríguez tocaba el tiple como nadie, un Ángel Mesa honraba su nombre cuando tocaba la bandola, un señor Jaramillo, de San Juan de Rodas, era un violinista y lector de pentagrama. «¡Imagínese, un campesino que leía el pentagrama hace 40 años! ¿Cómo se explica uno eso?».
No habla Héctor Evelio de sus propios méritos. Su pareja Alicia Calle sí, y lo narra como recién enamorada, se le sonroja el rostro, la sonrisa jamás se desvanece: «El señor aquí presente, sin saber nada de música, a los 18 años, se lanzó a dirigir la banda parroquial».
Y así la dirigió durante ocho años. Cuando se fue de Ituango a hacer su vida en otros pueblos, ya tenía 18 músicos.
Héctor Evelio Ruiz lleva la música en el alma al igual que los campesinos virtuosos que él recuerda. Solo pudo dedicarse completamente a ella cuando se jubiló a los 55 años. En su juventud trabajó en juzgados de varios pueblos, terminó sus días laborales como secretario de juzgado penal en Medellín. Libre de las obligaciones de oficina se sintió en libertad de desbocarse: pulió lo poco que sabía, aprendió lo que ignoraba. Empezó a componer y no paró. Lo demuestran más de 200 composiciones que tiene registradas. Participó en concursos de canción, quedó de finalista en algunos, se llevó el primer premio en otros. En Festivales de Ibagué, Florida Blanca, Mariquita y Armenia fue ganador indiscutible. Siempre canción andina, un género que evoca las montañas y el silencio de los bosques, el olor de la tierra recién sembrada, el coraje de los colonos que abren camino. “Cuando uno es campesino, la música expresa el sentimiento de humildad, el trabajo, la berraquera. Uno trata de plasmar las vivencias en las letras, yo compongo cuando estoy triste, berraco, cuando estoy enamorado”.

El rostro de Alicia Calle resplandece con la mención del amor. «No me dejó ser viuda», cuenta. Ya se conocían de la juventud, pero cuando Héctor Evelio regresó a Ituango, hace seis años, coincidieron en la misa por el esposo recién fallecido de Alicia. Él interpretó un himno al señor de los milagros; ella, que dirigía el coro, conocía la letra y empezó a cantar. «Cantamos esa misa juntos y ya no nos volvimos a separar». Y lo que ha unido la música, como se sabe, que no lo divida el hombre.
El derecho a contar
Los caminos del cine son azarosos. A la mexicana Susana Bernal la han conducido a través de comunidades rarámuris y al ártico. La han llevado por ciudades cosmopolitas y provincias polvosas. Una de sus últimas estaciones fue entre montañas que en las noches todavía son oscuras porque el bosque denso que las cubre oculta cualquier huella humana, las montañas de Ituango. El viaje desde el D. F. hasta Colombia no parecía arduo: cinco horas de avión, unas cuantas más para llegar al festival de cine que la había invitado. Su recorrido desde la capital antioqueña hasta el municipio más alejado del Norte la enfrentó de nuevo con esas rutas de asombro a partir de las cuales nacen sus documentales.
En el VII Festival Internacional de Cine de Ituango presentó dos de sus producciones: un documental que sumerge a quien lo mira en la intimidad de una familia rarámuri o del pueblo tarahumara, famoso por correr a pie limpio distancias maratónicas a través del desierto, y otro en el que exploró esa tierra extraña, lejana y congelada del ártico. Las imágenes de sus obras contagiaron la perplejidad que ella vivió cuando las filmó.
Los jóvenes de Ituango la rodeaban después de las funciones. Le preguntaban por sus viajes, por el arte de su cine, como si quisieran ver lo que sus ojos habían visto.
México fue el país invitado del séptimo festival. En los cortometrajes de pueblos olvidados parecía retratarse el propio Ituango. Juan Pablo Calle, con 17 años, semejaba estar ante la maravilla del cine por primera vez. ¿Se puede contar una historia así? Llegó a preguntarse. En los dos años que lleva como miembro del Colectivo de Comunicaciones de Ituango ha aprendido que existe cine más allá de Venom o cualquier otra producción de superhéroes. Encontrarse con un trabajo como el de Susana y otras producciones que llegaron desde el país hermano fue hacerles nido a las preguntas por lo diferente, lo marginal, lo silenciado.
Susana conversó con muchos jóvenes durante su estadía en Ituango para decirles que las historias así, por supuesto, se pueden contar. Hay que encontrar la manera, un ángulo, una voz. Las proyecciones programadas en la séptima edición mostraban muchas maneras, muchos ángulos, muchas voces.
Los proyectores arrojaron sobre las paredes de Ituango imágenes de grafiteros perseguidos, campesinos ejerciendo resistencia, mujeres indígenas peleando por el derecho a ser elegidas, madres reclamando a sus hijos desaparecidos, negros defendiendo su identidad con la música.
Había que ver a niños y adultos juntos en la proyección final del festival. Los más pequeños daban rienda suelta al bullicio, pero las imágenes de Ciro y yo, documental colombiano sobre la guerra que se encarniza en una familia, en un hombre, en un joven que no tuvo la oportunidad de ser niño, lograron convocar un silencio de plomo, roto solamente con el aplauso que se desató con el fundido a negro del final. Los niños recuperaron el bullicio con el que habían entrado y quizás la historia brutal haya permitido que se fueran de la sala con alguna secreta ganancia.