La pequeña universidad
Cuando el visitante llega a Carolina del Príncipe se encuentra cercado por el esplendor de las fachadas coloniales. De los balcones que merecen cada año un festival, cuelgan materas con melenas, helechos, enredaderas, flores de nombres musicales: hortensias, begonias, geranios, anturios, hemifloras, juncias. Los balcones, en el pueblo, son cuidados como jardines monumentales. El parque principal del municipio es el epicentro de la maravilla, pero el esmero se extiende hasta los márgenes; aun el modesto, el oculto o el de las afueras, cuenta con ornamentos dignos, plantas sanas, pétalos que se abren a la luz del sol.
Sobre la calle Cartagena, a pocos pasos del kiosco municipal, un balcón ha reemplazado las plantas por pinturas explosivas de instrumentos y notas musicales. No es difícil adivinar que es la sede de la Escuela de Música del municipio, lo inesperado es intuir el modo en que esta escuela ha tomado posesión, durante casi treinta años, como una hipnótica enredadera, de barrios y veredas.
A un costado de la puerta principal, una placa metálica refiere el nombre con el que la bautizaron hace cuatro años: Escuela de Música Rigoberto Montoya Ortega. El homenaje contiene algo de rareza porque no es póstumo. Ese tal Rigoberto, cuyo nombre está grabado en metal, no es un personaje antiguo ni un músico fallecido, es el maestro que en 1991 llegó a Carolina a enseñarles música a los niños, el juglar que llevó el ritmo y la armonía a las veredas, el amigo orgulloso que vio a niños principiantes convertirse en jóvenes diestros, en adultos virtuosos; el artista que, todavía en el año 2020, sigue acudiendo cada año a los colegios y las escuelas rurales para enamorar de la música a las nuevas generaciones.
Rigoberto Montoya atesora en las paredes de su escuela las fotografías de las bandas que fue formando cada año. Señala al alumno que se convirtió en maestro, a otro que trabajó junto a él por casi dos décadas, a uno que es profesor en Anorí, otro que dirige un coro en Bello, aquel que le trajo de España una batuta que olía muy bueno cuando dirigía, al que le consiguió trabajo enseñando guitarra en Heliconia. Parece difícil recordar tantos nombres y hacer el recuento de numerosos destinos, pero el maestro Rigoberto tiene cada historia tejida en su memoria.
Con 62 años, nacido en Amalfi, Rigoberto recuerda que llegó a Carolina porque recibió el trabajo de su padre, el célebre Ángel Jorge Montoya Luna, músico que dirigió bandas en numerosos municipios de Antioquia y fue el maestro de sus dos hijos. Como el contrato que Rigoberto había firmado solo cubría pocas horas a la semana, le insistió al alcalde de la época para que lo contratara haciendo cualquier otra cosa y así poder fijar su residencia en el municipio. Se convirtió entonces en el cuidador de la piscina del colegio. Aprendió las tareas necesarias para mantener limpia el agua, acudía pocas horas del día a cumplir con ese oficio transitorio y durante las tardes recorría los salones invitando a los niños a su escuela.

Poco a poco fue formando una banda de ejecución respetable. Inculcó la disciplina. Gestionó recursos para conseguir flautas y comprar más instrumentos. Los niños pasaban de la inseguridad y la torpeza, a lograr ejecuciones admirables. Viajó con ellos a pueblos cercanos, los vio crecer. Cuando sus primeros discípulos llegaron a una edad en la que tenían que decidir si estudiar o trabajar, Rigoberto diseñó un ardid: por un lado logró que en el Instituto de Cultura de Antioquia les dieran el estudio de licenciatura, por otro lado empezó a convencer a las maestras de las escuelas rurales de que le enviaran cartas al alcalde diciendo que niños y padres de familia demandaban clases de música en las veredas.
El alcalde le dio una moto a Rigoberto para que pudiera desplazarse. Empezó con la vereda El Salto, la más poblada, al poco tiempo ya eran dos veredas las que tenía que visitar y justo cuando la logística se estaba volviendo inmanejable, aprovechó para que sus antiguos alumnos, ahora licenciados, se convirtieran en los maestros de música de los niños del campo. En la época de mayor esplendor de la música llegó a tener hasta siete monitores que le ayudaron a llevar el amor por la música a las seis veredas de Carolina del Príncipe.
Los primeros meses del año, Rigoberto acude a las escuelas, habla con los niños y les enseña a leer partituras con su método breve y de tarareos que no se olvidan: «Les enseño a leer con palabras pegajositas. Una blanca se lee “voooy”; una negra, “voy”; las corcheas, “corro”; un tresillo, “México” o “rápido”; una semicorchea: “rapidito”. Entonces uno les combina todo eso: “voooy, corro, voy, voy, voy, rapidito, México, voooy”. Y así, en media hora, los dejo que se enamoren para que el muchacho pida más».
Aunque en los últimos años solo ha tenido dos monitores, las clases nunca se han suspendido ni en la zona rural ni en el casco urbano. En 2019, 425 alumnos pasaron por la Escuela de Música. Por eso Rigoberto la considera una pequeña universidad: perdió la cuenta de los estudiantes que se han formado a su lado y han convertido la música en su forma de vida, como maestros en otros municipios o intérpretes destacados en bandas que viajan por el mundo. Y esa cuenta sigue creciendo.
La vida es bailar
No sabía bailar. Ni el paso más sencillo dominaba. Tampoco sabía de música y, sin embargo, a Cruz Elena Mesa la recuerdan en Carolina del Príncipe como la pionera de la danza, la fundadora del grupo con mayor trayectoria. Renacer Folclórico lleva 36 años protagonizando la escena artística del municipio y la persona que ayudó a crearlo no tenía ni idea de lo que era bailar.
De lo que sí sabía Cruz Elena era de inculcar disciplina y compromiso en sus alumnos del colegio. Era profesora de español y vocacionales en la Institución Educativa Presbítero Julio Tamayo. Gloria Mazo se encontró con ella en las aulas en primero de bachillerato a principios de los años ochenta. Justo en esa época, a la férrea profesora de español se le ocurrió formar un grupo de danza con sus alumnos. No sabía bailar. Nunca había pertenecido a un grupo semejante ni recibido clases, no obstante se obstinó en su idea. Sin internet, sin la posibilidad de ver videos de las coreografías, mucho menos la de presenciar actos en vivo, el único recurso de la profesora fue interpretar los croquis de las danzas encontrados en una enciclopedia y tratar de coordinar a una docena de muchachos igual de perdidos que ella. Pero que, llevados por la música, lograban una ejecución admirable.
Empezaron entonces a presentarse en público. La satisfacción de reconocerse otros, y el aliento de los primeros aplausos de un público asombrado, además, por el vestuario que la profesora Cruz Elena confeccionaba —pues también de eso se encargaba la mujer que supuestamente no tenía ni la más remota idea de danzar— los llevó a mejorar.
Si sabía de disciplina, también de compromiso. A sus estudiantes les entregaba lo que más podía: las giras por los pueblos corrían a veces por cuenta de su bolsillo, al igual que las telas para los vestidos, sumando a eso el tiempo, las horas frente a la máquina de coser ensamblando coloridos satines, cadenas de lentejuelas, boleros. El grupo ganó fama, no faltaban cada año los nuevos integrantes y piezas agregadas al repertorio: bambucos, guabinas, pasillos. Un país musical que los bailarines recorrían bailando. Y así como salía de gira a los municipios cercanos, las presentaciones de Renacer Folclórico en las fiestas de Carolina del Príncipe atraían otras compañías de bailarines que amenizaban las fiestas del pueblo. Hasta que no hubo remedio, tanta era la disciplina, tan ferviente el compromiso, que nació un evento.
El Festival de Danzas de Carolina del Príncipe hace parte del patrimonio inmaterial del municipio. Al principio, convocaba solamente a grupos de la región, pero no tardó en crecer y volverse un certamen nacional por el que han pasado compañías de diversos departamentos. Se realiza en el marco del Festival de Los Balcones, en agosto. De modo que durante esos días los colores se multiplican en el pueblo. En los miradores no caben las plantas florecidas y en los escenarios los vestidos folclóricos ondean para atrapar las miradas.
En los últimos años, incluso, el festival se ha convertido en un evento internacional con grupos invitados de Panamá, Costa Rica, México.
En sus años de retiro, la profesora Cruz Elena ya no dirigía a los muchachos que integraban Renacer Folclórico. Al ser la compañía oficial del pueblo, se mudó a la Casa de la Cultura, llegaron profesores experimentados, los bailarines sumaron destrezas, dejaban en alto el nombre del pueblo, aunque la profe, todavía con ánimos, siguió por mucho tiempo confeccionando su vestuario. Walter Salazar, que había empezado a bailar con ella desde el principio, fue uno de los pupilos que nunca abandonó la vocación. Siguió en el mundo de la danza y se convirtió en el líder que organiza cada año el festival. Invita a los grupos nacionales y extranjeros, programa las presentaciones, concibe la incursión en géneros modernos y urbanos para atraer a los jóvenes y motivarlos a que se inscriban.

Cuando Gloria se encuentra con sus antiguos compañeros, los pioneros del baile folclórico en el pueblo, traman un reencuentro. Se ve otra vez junto a ellos ataviada con vestuarios relucientes, poniendo en práctica las danzas que aprendieron de esa profesora que no sabía bailar. Dice que están en la edad del cóndor —«con dolor aquí, con dolor allá»—, pero se siente más que preparada para volver a los aplausos y a la belleza del movimiento.
Música del azar
Los turistas que llegan al parque de Carolina del Príncipe buscan la estatua para sacarse selfis junto a ella. Preguntan por la casa de la celebridad. Alguien señala el señorial balcón blanco, de puertas y ventanas cerradas la mayor parte del año. Entre la foto y preguntar por la casa pueden pasar cinco minutos, algunos más, tal vez, si se elige entrar en la discusión por el parecido de la estatua. «No se parece en nada», dicen algunos. «Es idéntica», dicen otros. O «no es tan bajito en la vida real ni tiene una frente tan pronunciada ni los rasgos del artista vivo son tan agrestes como los de la estatua inerte». Es que la escultura fue de hace años, se argumenta, el tiempo lo ha mejorado, al artista, al cantante premiado, al de fama global. Aunque por muchas vueltas que se le den al asunto, no son horas ni días los que la atención del visitante requiere para agotar la figura. Tal vez un último recurso sea hurgar entre las fotos del museo improvisado en uno de los cuartos de la Casa de la Cultura. Hay un retrato del artista joven, rechoncho, la cara rozagante de un niño que entra en la pubertad, el gesto ensimismado, fijo en un punto del suelo, un niño sin fama todavía, absorto en la interpretación de un guitarrista, con una copa de plástico en la mano, champaña tal vez, sin espuma. Y entonces alguien preguntará cómo era la vida del cantante en el pueblo, quiénes eran sus amigos, cómo se convirtió en lo que es hoy. Y tal vez alguien mencione a Crucito, el músico, primer maestro de guitarra del cantante.
Si esa mención expande la curiosidad y se sigue preguntando, dirán que todavía vive, que a veces se le ve en el parque con la guitarra terciada, a Crucito, el que le dio las primeras lecciones musicales a ese que fue rockero y se elevó como estrella. Señalarán la ruta para llegar a donde Crucito: por la calle arriba, más allá del punto que llaman «el voltiadero», a las afueras, hay una casa blanca, pequeña, la única casa con balcón después de tal curva. Se siguen, pues, las indicaciones. No hay casas blancas, no hay balcones. Se camina más, no hay chance de perderse, es una calle recta, larga, ininterrumpida. Es la calle principal de Carolina, a cuyos costados se erigen casonas de patios centrales y habitaciones conectadas. ¿Dónde vive entonces Crucito? Más arriba, cuando ya no hay casonas sino humildes casitas de campo entre las cuales aparece la blanca, la única con balcón.
Hay quienes tocan la puerta de Crucito y lo primero que le preguntan es si de verdad conoció al artista. Periodistas de cámara al hombro han llegado a preguntar. Turistas, nacionales y extranjeros. Y Crucito les sonríe, los acoge, los atiende, pero no les cuenta esa historia. No habla de su viejo alumno. Si el visitante se conforma con otra historia, Crucito entonces cuenta la suya, la de Cruz Alejandro Ruiz, guitarrista, autodidacta, empírico, discípulo fiel y certificado de Regina 11, la madre, la llama él.
Su historia es larga, pero él no se extiende. Tiene 83 años, la memoria intacta. Vivió y creció en Carolina del Príncipe, junto a su madre, junto a su hermana. No se casó. Sus amores fracasaron. Prefirió ser un hijo dedicado, cuidar la vejez de la madre, despedirse como es debido, estar a su lado en el momento definitivo. Fue profesor de inglés, pero sobre todo fue músico. Guitarrista, serenatero, trasnochador. En ese mundo hizo amistades, conformó tríos, conjuntos. Recorrían las veredas haciendo de sus canciones instrumento de los enamorados hasta el amanecer.
Un repertorio de boleros, tangos, guascas, música colombiana era el arsenal para enfrentar las noches bohemias de Carolina. Aún no olvida el repertorio. Todavía toca, en soledad. Los novios ya no lo buscan para zanjar una pelea, apaciguar un despecho o proponer la vida marital. Puede ser que Crucito acepte tocar una canción, pero solo si la guitarra tiene las cuerdas completas. Aún hay algunas que se revientan a pesar de sus manos suaves, firmes, diestras; en ese caso Crucito programa una excursión al parque para encontrar por azar algún amigo, otro músico de antaño que tal vez le preste un nuevo encordado. En los últimos años estos encuentros ocurren cada vez con menos frecuencia.